Graziela



TODO NEGRO

            Martina no paraba de dar vueltas en la cama. Me despertó un par de veces y aunque dejó de moverse la sentía inquieta, sabía que tenía los ojos abiertos y algo le rondaba la cabeza.
            - ¿Qué te pasa mujer? ¿Estás preocupada?
            - Nada. Todo. Lo de siempre.
            Después fui yo el que no conseguía conciliar de nuevo el sueño y cuando lo hice una pesadilla horrible me atormento el descanso. Sonaban las sirenas, la gente corría. Algunas mujeres no podían evitar las lágrimas y otras se restregaban nerviosas una mano con otra hasta hacerlas enrojecer. Llovía. A ratos se escuchaban cuchicheos que rompían el silencio denso que rodeaba la escena. La espera era infinita. Anochecía cuando sacaron al primero, malherido. Después fui yo. Me veía inconsciente. Martina me abrazaba, empapada. No notaba la humedad, estaba frío.  
            Aquella mañana el cielo era más plomizo, parecía que se nos iba a caer encima. Supe que no veríamos el sol. Tuve un barrunto. Mientras ella preparaba el desayuno la rodee con mis brazos por la espalda, besé su cuello, como hacía cuando éramos jóvenes. Martina  no  dijo “quita bobo”, sonriendo y apretándose contra mí, como parte del juego. Se volvió y me abrazo con fuerza, escondiendo su cara entre mi cuello.  Comimos en silencio, mirándonos como si nos viéramos por dentro. Los  chicos seguía en la cama, aun les quedaba media hora de sueño. No me quise marchar sin despedirme de ellos, aunque se despertaran. Quizás sería la última vez que podía hacerlo.
            Había electricidad en el aire, el ambiente era denso. Comenzó a llover. Vi algunas caras preocupadas entre mis compañeros. Seguro que también había tenido el mal palpito.
            Cuando casi se había hecho la hora de salir se escuchó un estruendo. En esta ocasión tampoco nos salvó la campana. Se apagaron las luces y todos corrimos.
            Había sido en la sexta galería. Intentamos llegar hasta los compañeros. Los de la quinta ya estaban apartando las piedras para rescatarlos. Sonaban las sirenas. Salimos a la superficie.  Fuera se agolpaba la gente, expectante. Anochecía cuando sacaron al primero, le sujetaban entre dos hombres, desmadejado, arrastrando los pies. Después aparecieron con Agustín,  malherido, como en mi sueño. Todo negro, con hilos de sangre brotando de su boca y un oído. Su mujer se acerco corriendo, con las manos rojas, descarnadas.
            Martina me abrazó llorando. Había sido un día negro. Sentí pena, rabia, culpa por esa alegría infinita de saber que no había sido yo.


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