Graziela


EL DEPORTIVO NEGRO

El deportivo negro venía adelantando a unos y otros vehículos, pasando muy cerca de ellos a toda velocidad. Enrique le vio aproximarse por el retrovisor, sorteando coches. Ése es de los que se la acaban pegando -pensó-. Cuando llegó a su altura hizo una maniobra temeraria y le obligó a pisar el freno a fondo. Nuria, que iba medio dormida, se golpeó la frente en el parabrisas y él despotricó en voz alta. No estaba dispuesto a consentir que un niñato engreído como aquél le obligara a frena y mucho menos que le hiciera darse un golpe, a él, que nunca había sufrido un accidente de circulación. Entonces se pegó a su coche para intimidarle. Sin embargo, en lugar de amedrentarse, el del deportivo sacó una mano por la ventanilla y le enseñó el dedo corazón bien estirado, y doblando éste, le mostró el índice y el meñique con gesto chulesco, antes de hacer maniobra de adelantamiento sin indicarla, obligando a frenar al todo-terreno que venía por la izquierda.

Enrique le tocó el claxon, tragó saliva y notó un sabor amargo en la boca, justo cuando le perdía de vista. Su novia que sabía el carácter que tenía intentó tranquilizarle.

– Déjale, será un chaval, un irresponsable. Lo mismo hasta va drogado.

– Claro, y que haga lo que dé la gana, que nos matemos por su culpa. Y si quieres, encima le aplaudimos la gracia ¿no?

– ¡No te enfades! No dejes que nos amargue el día un desaprensivo como ese.

Aquello terminó de enfurecerle. El solo siguió argumentando. Le había perdido de vista, así que pisó el acelerador, puso el intermitente y se colocó en el carril izquierdo para adelantar manteniéndose al límite de la velocidad permitida. No se percató de que estaba a su altura hasta que, al intentar sobrepasarle, hizo maniobra como de salir y le obligó a dar un volantazo. Por poco se incrusta contra la mediana. Nuria gritó asustada y puso las manos en el salpicadero para intentar sujetarse.

– ¡Lo ves como es un loco! Un cretino. Casi nos damos un golpe por su culpa. Es para denunciarle. No va a salirse con la suya. Ahora se estará riendo de nosotros. ¡Es un peligro público!

– Apunto la matrícula, llamo a la policía, y listo. Que se las arregle con ellos. Déjale que se vaya con viento fresco.

– ¡Encima! Solo me faltaba eso. Es un macarra y se merece que alguien le dé una lección.

– Que se la de otro. Estoy asustada. Ese tipo me da miedo, está claro que le importa un pito todo… 

Por favor, déjale. Hazlo por mí…

De nada sirvieron sus ruegos. Volvió a colocarse detrás del deportivo. Le daba luces, le tocaba el claxon. El otro conductor debía estar divirtiéndose. Nuria cada vez se preocupaba más por el cariz que estaba tomando la situación. El tráfico se fue despejando y al entrar en Madrid, Enrique siguió pegado al coche negro, sin atender a los razonamiento de su novia, que le avisaba que estaban tomando un camino que no era el suyo, que por allí no iban a llegar al restaurante, que se les estaba haciendo tarde y que, o dejaba ese absurdo juego y su lección, o se apeaba en el siguiente semáforo.

No hubo ocasión. El semáforo estaba en verde y el deportivo frenó en seco. Enrique no tuvo tiempo ni espacio para hacerlo y colisionó con él. Nuria se golpeó, esta vez contra el retrovisor en la ceja; se clavó las gafas y empezó a sangrar por la herida y por la nariz. Enrique al verla se enfureció aún más y en vez de atenderla, sacó la llave inglesa de debajo del asiento y salió del coche dispuesto a darle a ese mal nacido un buen susto. Cuando llegó al deportivo su conductor ya estaba fuera, esperándole. Nuria no se movió, le temblaban las piernas e intentaba contener la hemorragia con un pañuelo, tapándose la herida. Por la calle no pasaba nadie para auxiliarla, ni para impedir la inminente pelea.

Enrique, ciego de rabia, intentó golpear al chico con la herramienta, sin percatarse de que éste escondía tras su pierna un palo de golf, que no dudó en descargar con fuerza sobre su hombro. Se dobló de dolor antes de caer al suelo, momento en que recibió otro impacto, esta vez en la cabeza. Nuria, al ver lo que estaba ocurriendo, corrió para ayudar a su novio, sin plantearse que también podía salir dañada. Yacía en el asfalto, y su propia sangre le iba rodeando, ella cogió la llave inglesa y se lanzó iracunda sobre el joven que estaba entrando en su coche. El primer impacto le alcanzó de lleno, por sorpresa, se le nubló la vista; con el segundo golpe se derrumbó. La mujer, impulsivamente, volvió a levantar el hierro para descargarlo de nuevo en el muchacho. Con la mano en alto, como si la imagen se hubiera detenido, quedó petrificada al verle la cara. Había reconocido a Borja de Urrutia, el hijo pequeño de su jefe.

Se escucharon las sirenas y notó que las piernas no podían aguantar su peso por más tiempo.