Cuando
mi hija Susana me anunció que ella y Miguel se casaban recordé lo que dijo mi
madre cuando, emocionada, le conté que Mario me había pedido matrimonio. Nunca
olvidaré sus palabras “hija con ese hombre yo no me casaba ni aunque viniera
engarzado en diamantes”. No lo entendí. Mario era un buen chico, guapo a rabiar
y yo estaba loca por él. De hecho cuando cumplimos las bodas de plata renovamos
nuestros votos. Es cierto que tenía un carácter difícil, que era como la
gaseosa, a veces hasta sin agitarle explotaba, pero yo sabía llevarle y sigo
queriéndole.
Antes
de la boda, cada vez que pasaba algo cuando se aproximaba la fecha, mi madre lo
interpretaba como una señal y me decía que aún estaba a tiempo de dejarle. Esa
insistencia por su parte no me ayudaba nada, aunque nosotros teníamos muy claro
que queríamos estar juntos y cuanto más lejos de mis padres, mejor.
El
piso que elegimos en una de las ciudades dormitorio de aquella época era
chiquitito y coquetón, y después de tenerlo apalabrado, lo perdimos. Lo que
para nosotros solo fue un contratiempo, para mi madre supuso un nuevo motivo
para que me replanteara mi vida con Mario. Y hasta el mismo día de la boda, el
hecho de que me torciera el pie al tropezar y me rompiera el tacón de vértigo del precioso
zapato de raso, sin tiempo para repararlo, fue otro mal augurio, según ella,
que se arregló en cuando saqué el otro par de zapatos que me había comprado,
más cómodos, para cuando estuviera cansada. Además, Mario estuvo encantado, le
fastidiaba que pareciera más alta que él y en cuanto me vio me dijo que se
alegraba de que hubiera cambiado de opinión, pues aquellos tacones ya me habían
costado una bronca.
Después
de todo no me ha ido tan mal en mi matrimonio, a parte de los problemas y disgustos
propios de la convivencia; tenemos dos hijos Susana y Santiago, que son
estupendos, aunque ninguno de los dos viva ya en casa.
Y
ahora que aquello viene a mi mente, no sé si será que yo me he vuelto como mi
madre: demasiado celosa y protectora con mis hijos, el caso es que el anuncio
de la boda de Susana y Miguel me ha caído como lluvia torrencial. Ella es una
chica muy preparada, guapa, inteligente, con un gran porvenir, y no es porque
sea mi hija, y él “un pelanas”, como diría mamá. Un hombre con pocas
aspiraciones, que trabaja en Correos.
- -
Hija
¿Tú te lo has pensado bien? Mira que es una decisión para toda la vida.
- - Claro, mamá. No es un capricho. Miguel
es el hombre con el que quiero vivir. ¡No entiendo a qué viene esto ahora!
- - Estoy segura de que podrías encontrar
algo mejor. Tú vales mucho y él es un simple empleado de Correos. Y encima iros
a vivir lejos, a un pueblo. ¿Qué vida te espera allí?
- - ¿Cómo qué podría encontrar algo mejor?
Miguel es una persona encantadora, me respeta y me cuida; nos amamos. No es un
simple empleado, además está en su puesto por oposición y te recuerdo que él
también tiene una carrera, aunque a mí eso me da igual. Siempre hemos querido vivir en el campo y por
fin lo vamos a conseguir.
- - Yo sólo te digo que te lo pienses, la
convivencia no es fácil. No quiero que te equivoques, que sufras.
- - ¡Mamá, la verdad es que no te entiendo! Me voy a casar con Miguel, estoy decidida y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión.
¿Sabes? Yo también he vivido aquí. He visto sus faltas de respeto, las broncas y agresiones, que no solo aguantabas, sino que tratabas de justificar ante nosotros: “es que tu padre llega cansado de tanto trabajar para que no nos falte de nada y encima a mí me sale sosa la comida”, siempre echándote la culpa de sus arrebatos: “soy un desastre, se me ha vuelto a olvidar comprar almendras y la cerveza no estaba tan fría como le gusta”, o “Tiene toda la ropa limpia menos su camisa preferida, como no se va a enfadar…”. Y podría seguir horas enumerando supuestos agravios, recordando sus insultos, menospreciándote, haciéndote de menos, eso tiene un nombre. Mi padre es un maltratador. Sí, mamá, no me mires así. No eres la más indicada para cuestionar mi elección.