Graziela

VALENTÍN VEGA

LA VIDA POR DELANTE

Esa  foto amarillenta era una de las pocas cosas que mi padre trajo cuando vino a vivir con nosotros. Un grupo de niñas y tres chavales junto a las vías del tren, cargando cestos con carbón sobre la cabeza o al hombro, en un marquito dorado que llevaba viendo toda mi vida y a los que ya casi me parecía conocer. Era una estampa tristísima, esos críos y alguna joven,  mal vestidos y sucios, sin embargo, todos sonrientes.

­- Tú no lo entiendes, hija. Eran malos tiempos y pese al duro trabajo, estábamos unidos y eramos felices. Teníamos la vida por delante -argumentaba mi padre.
Y debió ser muy duro. Tan duro como la primera vez que me preguntó quienes eran los de la foto. Yo le miré incrédula, desconcertada, sin poder articular palabra. Él, que se sabía los nombres de todos,  además de un montón de historias y anécdotas...  Fue solo un lapso, cuando se le pasó volvió a contármelas.
- Yo iba con mi hermana Margarita a  recoger el carbón que caía de los trenes,  porque me gustaba una chica que era amiga suya, y así podía estar con ella más tiempo. Se llamaba Matilde, era la más guapa.
Las lagunas se iban extendiendo, cada vez eran más largas y frecuentes hasta que le diagnosticaron la demencia senil. Aquella mañana, cuando volvimos del geriatra decidí que haría sopa de cebolla. Era la excusa perfecta para llorar a lagrima viva sin dar explicaciones, claro que en cuento llegó Joaquín y me vio los ojos supo que el médico había confirmado lo que me temía.
A partir del aquel momento  tuve que estar más pendiente de mi padre, no podía dejarle solo, tuvimos que contratar a alguien que nos ayudara. Siempre fue muy pudoroso y el día que dejó de sentir vergüenza de que le aseáramos dos mujeres, me di cuenta de que casi le había perdido. Seguía aferrada a aquel anciano como si aún albergara a mi padre, aunque solo contuviera su esencia.
Comíamos sopa de cebolla al menos una vez a la semana pues prepararla era una forma de liberar emociones. Mi familia lo notaba o tal vez saboreaba con ella parte de mi pena.     
Esa foto le anclaba al pasado, era su referencia.
­-Ves hija, aquí tu te pareces a mi Matilde, aunque tu madre era más guapa -decía- 
Yo hacía que me molestaba el comentario. era como un juego, luego el intentaba contentarme halagando alguna de mis virtudes. Hasta que dejó de recordar que yo era su hija, para convertirme en su mujer o su madre, según el momento. A veces incluso me confundía con su hermana Margarita. En su mente el tren de la memoria se detenía en distintas estaciones y casi nunca conseguía culminar el trayecto que le devolvía al presente.
Hacía tiempo que dejó de tener la vida por delante, para dejarse alcanzar por ella, caminando despacio hacia el final.
Yo deseaba que terminara todo, que dejara de sufrir, aunque pienso que por puro egoísmo, pues era yo quien más sufría viéndole deteriorarse por días, perderse entre los vacíos que poblaban su mente como si de un laberinto se tratara. 
Nunca me plantee llevarle a una residencia. Era su única hija y quería cuidarle hasta el final. Hasta que las piernas no pudieron sujetar su peso y dormitaba casi todo el día o miraba a un punto inexistente y tuve que acceder, esta vez por su bien.
Día sí y día no comimos o cenamos sopa de cebolla esa semana, mi familia terminó por aborrecerla. Me sorprendió muchísimos que cuando al visitarle en la residencia se mostraba contento; hablaba, aunque no mantuviera una conversación, estaba muy cariñoso y hasta aplaudía de vez en cuando. Al volver me sentía tan alegre que me felicitaba por la difícil decisión. Solo fueron unos meses.
Cuando recogía sus cosas una de las cuidadoras me comentó que había visto una exposición de Valentín Vega, un fotógrafo, y que había una instantánea que si no era igual, se parecía mucho a la que tenía mi padre en su mesilla. 
  Me interesó y pese a sentirme muy afligida por mi perdida decidí visitarla. Era él, mi madre, la tía Margarita y estoy segura de que si las hubieras visto habría reconocido a muchas otras personas, pues las fotos estaban hechas en su pueblo y otros de la zona. Rostros de gente corriente, en el trabajo, en la feria, jugando, comiendo... con un denominador común,  parecían personas contentas, disfrutando. Salí reconfortada de allí y mientras bajaba las escaleras del museo decidí contar todas esas historias que mi padre me había trasmitido. Aquello fue como una revelación, un alivio que me ayudó a sobrellevar el duelo. Hoy me siento muy satisfecha al ver el primer ejemplar de mi libro “La vida por delante”. ¡Ah! En casa no hemos vuelto a comer sopa de cebolla.