Graziela


TANTA TRISTEZA

Hacía semanas, tal vez meses, que ella había perdido la noción del tiempo. A veces los días se le antojaban interminables, eternos allí encerrada. No sabía cómo era capaz de soportar tanto sufrimiento.
Primero se vio obligada a abandonar su hogar, su ciudad, con su marido y su niño; tuvieron que huir  para esconderse en un cuartucho sin luz, sin ventilación, en el que se hacinaban dos familias y la suya, con poca comida y sin ninguna higiene. Después, cuando parecía que nada podía ir peor les detuvieron.
Sin previo aviso entraron a empujones, dando golpes, sin tener en cuenta que fueran hombres o mujeres, jóvenes o viejos, ancianos o niños, les daba igual, ellos imponían su autoridad a la fuerza, debían demostrar que eran superiores en todos los sentidos; creían formar parte de otra raza. Su intención era causar daño y si en sus crueles ataques brotaba sangre y moría alguien, mejor todavía, así los demás se mostraban más dóciles.
Resistencia. Qué resistencia podrían oponer ellos, si en su mayoría a duras penas eran capaces de tirar de sus cansados cuerpos. Alguno intentó revolverse, rebelarse ante aquella situación tan injusta; las mujeres chillaban espantadas, con un grito que les salía de lo más profundo de su ser cuando sus hijos les eran arrancados de los brazos, sin piedad, arrebatándoles así lo único que las unía a la vida.
Les obligaron a subir a un tren, a entrar en vagones de carga. Los llenaron hasta tal punto que al cerrar las puertas y durante el largo trayecto muchos murieron asfixiados, aprisionados unos contra otros; no quedaba ningún espacio, ni siquiera para caer al suelo desfallecidos.
Cuántas de aquella personas hubieran preferidos morir en ese viaje, pensaba ella mientras sentía como un mordisco en el vientre, un dolor agudo que la rompía por dentro. Después, algo caliente resbalar entre sus piernas húmedas de los vapores humanos, inhalando el olor dulzón de la sangre. Podía sentir el aliento de su marido en la cabeza, notar su abrazo, era lo único que realmente le quedaba, además del agotamiento y el miedo.
Exhaustos por la falta de descanso, las enfermedades, la desnutrición y la sed, eran la sombra de ellos mismos cuando fueron conducidos al campo de concentración.
No podría precisar el tiempo que llevaban encerrados allí, viviendo en barracones, sobreviviendo por la fuerza de la inercia que la llevaba a respirar. No había vuelto a ver a su hijo y al enterarse por otros que su marido trabajaba en el grupo que había sido llevado a una de las grandes naves de chimeneas, sabía que todo estaba perdido se apoyó en la pared para sostener tanta tristeza y al fin, sin albergar ya el más mínimo resquicio de esperanza se pudo rendir a la muerte, deseando encontrar en ella la única salida que le quedaba. Fue rápido, sin esfuerzo, sus piernas se negaron a mantenerla y simplemente dejó de respirar.