Graziela


Clara quería ayudar, no sabía a quién ni dónde. Buscó fundaciones y asociaciones por las que se sintiera motiva. Empezó por hacer de lectora para ciegos, lo que supuso una experiencia nueva y gratificante, y aunque los invidentes que conoció eran personas alegres y parecían felices a ella le apenaban y lo dejó. Se apuntó para cuidar niños en una asociación de madres trabajadores que criaban a sus hijos solas, y conoció historias conmovedora, también terminó dejándolo, pues todos aquellos niños necesitaban atención y tuvo miedo de que se crearan vínculos demasiado fuerte entre ella y los pequeños o sus madres.
Le ofrecieron acompañar a ancianos, y educadamente declinó la invitación. La gente mayor tiene poca paciencia y suele ser impertinente y ella quería ayudar, pero no estaba dispuesta a aguantar a nadie.
Eso de ser voluntaria no era lo que esperaba, se sentía más confusa, triste y abrumada que antes de intentarlos y un día comentándolo con sus amigas de la partida de canasta, Marita, una de ellas le dijo que si quería ayudar debería pensar en los demás, no en ella. Que empezara por abajo, sin miedo a ensuciarse. Aquello la desconcertó, tampoco era imprescindible rebozarse en el fango, con lo que de ningún modo conseguiría sentirse a gusto. Sin duda daba una imagen demasiado aséptica, y eso podía hacerla aparecer como alguien superficial.
Días pasó meditando sobre aquella conversación hasta llegar a la conclusión de que Marita tenía algo de razón. Sin pensárselo dos veces decidió tirarse al barro y lo hizo de la mano de una vecina que trabajaba para los sin techo una noche a la semana. El panorama que vio se le antojo terrible, sin embargo, aunque le parecía absurdo se sintió más próxima a aquella gente que a muchas de las personas con las que trataba habitualmente. En la calle se encontró con un montón de historias, contacto con una realidad que ni siquiera imaginaba. Gente de toda condición que por un revés de la vida, un giro inesperado en su camino, se encontraba sin un techo donde guarecerse. Tanto le impresionaron algunos testimonios que esperaba ansiosa el momento para volver a encontrarse con ellos, o con otros que estaban en la misma situación.

Preparaba grandes termos de caldo y café para ayudarles a paliar el frío. Allí conoció a Santiago, un hombre curtido que había sido marino, y bajo su apariencia andrajosa descubrió a un ser excepcional. Se enamoró de su voz, de las historias que contaba y de sus manos. En aquellos encuentros, delante de un bidón con fuego, durante el invierno más frío del siglo, Clara había encontrado por fin como dar sentido a su vida.