Graziela

 


PRIMERA CITA

Quedamos en un bar de copas,  le vi nada más entrar, su presencia destacaba entre el resto de la gente. Un tío altísimo, muy delgado y con piel de charol. Llevaba una bufanda con muchos colores, como buen Jamaicano, que resaltaba más en contraste con su cabello negro, largo y con rastas. Me hizo una seña con la mano y me acerqué. Nos dimos dos besos en la cara, aunque llevábamos meses hablando por teléfono y wasap no nos conocíamos en persona. Pedimos unas cervezas y conversamos. Me gustaba. Tenía grandes ojos y la mirada dulce, acariciadora. Cuando sonrió sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Aquello nunca me lo habría imaginado. Sus dientes eran como perlas, escasos, solo dos, que parecían camisetas tendidas separadas en un cordel. Intenté disimular mi desconcierto y desilusión. Me sentía muy incómoda, no quería parecer indiscreta, mi mirada buscaba su boca todo el tiempo, sin poder prestar atención a la amable charla que manteníamos.

Algo se  había quebrado en nuestra incipiente relación. Me propuso ir a cenar, y yo me excusé alegando que estaba a régimen, quería evitarme el bochornoso momento de verle comer. Me acompañó al metro, me besó en los labios y en cuanto llegué al andén le bloquee.


Graziela

 

UN GRAN AMOR

 Llevábamos meses saliendo, sabía que Alejandra tenía una perrita, pues me hablaba de ella y algunas veces se marchaba antes para sacarla a pasear.

Cuando me propuso ir a su piso, para que Leya, su perra, no estuviera sola tanto tiempo me pareció buena idea, aunque la había visto en muchas fotos, así podría conocerla de una vez y tratar de entender porque había conquistado el corazón de mi chica.

Leya era pequeña, peluda y chillona. Desde que llegué no dejó de ladrarme, y eso que la cogí en brazos cuando se subió al sofá y la acaricié con cuidado, para hacerme su amigo. Salí a pasear con ellas y dimos unas cuantas vueltas con un frío horrible,  hasta que la perra hizo sus necesidades, y volvimos ateridos a casa.

Nos pusimos cómodos, y para entrar en calor vimos una serie mientras nos besábamos, entre abrazos y caricias. Leya también quería estar con nosotros y se quejaba si nos movíamos, ladrando o chillando, lo que me incomodaba bastante aunque a Alejandra le hacía gracia. Es muy posesiva, decía besándola en la cabeza.

Para mejorar la situación propuse irnos al dormitorio. En  la cama, Leya se instaló la primera, y dejó claro que el intruso era yo. Se metía entre nosotros. Si me movía, me mordía los pies, ladraba muy cerca de mi cara, enseñándome sus dientes enanos; se me subía encima y me arañaba, haciendo un extraño bocadillo entre los tres. Cada vez me ponía más nervioso. Notaba que Alejandra estaba más pendiente de la perra que de mí: la acariciaba, la sujetaba o la apartaba, según el momento y así yo no podía concentrarme.

Desesperado decidí apartarme y dejarlas espacio. La perra parecía encantada y Alejandra no se molestó, como cabría esperar. No hubo manera de hacerlo en toda la noche, pues aunque Leya se durmiera, como lo hacía pegada a su ama, en cuanto me acercaba gruñía, ladraba o me mordía. Tenía muy mala leche la mierda de perra.

Ya un poco desesperado sugerí a Ale que la sacara de la habitación y cerrara la puerta y dijo que era un desalmado, que ella no podía hacer eso a la pobre Leya. Así que fui yo el que se marchó y allí se quedó ella con su insoportable animal. Y no he vuelto a saber nada de ninguna de las dos.

 

 

 

 

 

 

Graziela

 


CITA CON SORPRESA

No podía creer en mi suerte cuando vi aparece a Alicia en la puerta de la vermuteria. Era una mujer de llamar la atención. Llevaba una falda muy corta con botas altas. Al quitarse la cazadora y ver el top ceñido, que dejaba patente su excelente delantera, casi me atraganto. Me tenía hipnotizado y era difícil fijar la vista en un solo lugar de su magnífica anatomía. No era un bellezón pero sabía sacarse partido, aunque para mi gusto llevaba demasiado maquillaje. Sus pestañas: largas, espesas y muy negras me recordaban a las de Mini Mouse;  la melena rubia encuadraba perfectamente el rostro.

La verdad es que se nos escaparon las horas sin notarlo. Nos reímos mucho, yo creo que los vermús también influyeron. Como no nos apetecía movernos pedimos unas raciones y decidimos seguir la velada juntos, ella me ofreció su casa y yo acepté al instante. Vivía en un apartamento en muy buena zona. Puso música y pasamos directamente al dormitorio, sin preliminares, que ya veníamos calentitos con las copas.

La observaba desnudarse con gracia y tirar la ropa al suelo. Esperaba una lencería delicada y sexi y en su lugar llevaba un sujetador que en algún momento debió ser blanco y un tanga color verde, bastante feo. Aunque a mí lo que más me interesaba era su cuerpo y estaba muy bien.

Alicia estiró la sábana y colocó el edredón antes de que nos acostáramos, poniendo en la butaca, donde había dejado mi ropa, los cojines que estaban por el suelo.

Era muy activa y no le faltaba imaginación. No pensaba yo que llegáramos a tanto en la primera cita, y sin conocernos. Nos entró hambre y ella trajo bebidas y un plato con queso, fuet y colines. Estaba todo muy rico y ella más.

Yo quería beber agua, me ofrecí a llevar el plato y las latas a la cocina. Al entrar, tuve que apartar un perchero lleno de vestidos. La pila estaba tapada por cacharros sucios y yo que vivo solo, sé que eso no era de un día. Abrí armarios y no encontré ni un vaso limpio, aclaré uno. En la nevera la botella de agua tenía todo el borde del cuello lleno de carmín, bebí directamente del grifo.

Volví a la cama y se me olvido todo. Después de hacerlo con pasión denodada, ella quedó profundamente dormida y yo decidí darme una ducha y marcharme, al día siguiente tenía una reunión a primera hora y quería estar presentable y centrado.

El baño me impactó, el bidé no se veía de los tarros, cajas y frascos de perfume; el lavabo ocupado con peines, cepillos, tenacillas y secador, y la ducha tenían pelos de todos los colores, solo de pensar en que tendría que secarme con aquella toalla de color indefinido y aspecto baboso, se me quitaron las ganas de abrir la ducha.

Volví al dormitorio y Alicia roncaba como un jabalí. Me vestí y me marché, no sin antes jurarme no volver a esa casa, aunque siempre podríamos ir a mi piso…

 

 

 


Graziela

 

BUENA POSICIÓN

     A mi santa madre se le daba bien tener hijos. También se las ingeniaba para que abandonáramos el hogar lo antes posible. Yo era la tercera de ocho hermanos, tres varones y cinco chicas. Tenía solo dieciocho años cuando me casaron. Apenas conocía al hombre que eligieron para mí. Ramón tenía veinte años más que yo y una vida hecha en Madrid.

    Mi suegra, doña Virtudes, era una señora encantadora que me acogió como a la hija que nunca tuvo. Fue una excelente maestra. Yo seguía siendo una cría provinciana, pues Jaén era solo un pueblo grande. Me introdujo en su círculo de amistades, y conseguí encajar en una vida social que ni imaginaba. Asistía con ella a reuniones de señoras bien, a las partidas de canasta de los miércoles, las tertulias musicales o al ropero de la parroquia. Está mal que yo lo diga, pero aprendía rápido, con tantos hermanos o eras lista y espabilabas o te comían. En poco tiempo hizo de mí una digna esposa de su adorado hijo.

    La vida conyugal no me hacía tanta gracia. Tener intimidad sin conocer a una persona me parecía algo impensable, y más si era con un señor; nadie me había explicado nada y solo me dejaba llevar. Me costaba ocultar mis emociones. Mi suegra, que ya me conocía bastante, al ver cómo me cambiaba el semblante cuando mi marido se acercaba me aconsejó que tuviera paciencia con su hijo, que me limitara a respetarle, ser cariñosa y darle lo que quería y me dejaría tranquila, y que a veces una copita de ginebra podía ayudarme a llevarlo mejor.  

    Pronto quedé embarazada. Cuando nació Carlitos tuve excusa para no cumplir con mis deberes maritales, lo que prolongué todo lo que pude, aunque la verdad es que mi marido solo me quería de ciento en viento. Rápidamente volví a quedar en cinta y fueron meses muy duros en los que tuve que hacer reposo hasta que llegó Elisita.  

    Una noche, el pequeño Carlos se puso muy enfermo. Mi marido no estaba en la cama, fui al cuarto de la criada para que preparara un baño tibio para el niño. No quería alarmar a mi suegra. Como no conseguíamos que le bajara la fiebre al crio, pensé que tendríamos que llevarlo al hospital. Fui a buscar al chofer y asistente, a su cuarto, y allí, en su cama estaba el cretino de Ramón.

    No sé de dónde me salió aquel genio, enrabietada como nunca lo había estado, daba tales alaridos de loca que las voces se debieron oír hasta en Jaén. Les insulté, quería pegar a Ramón sin dejar de llorar. Ante tal escandalo mi suegra no tardó en aparecer con el rostro demudado, para hacerse cargo de la situación. Intentó calmarme. Fue a ver al niño, llamó al médico de la familia y me ayudo a vestirme. Yo seguía fuera de mí. El niño me necesitaba, estaba muy preocupada, pero la traición de Ramón no quedaría así, no estaba dispuesta a tolerar aquella humillación. Seguiría siendo una cría aunque no era tonta.    

    El doctor no le dio mucha importancia al estado de Carlitos, con el jarabe que le recetó fue mejorando.

    Esa noche, nadie, salvo Elisita, consiguió dormir en la casa. Mi suegra me consoló primero, me explicó después que a veces esas cosas pasan en las mejores familias. Yo no podía pasar por alto aquello, ya me hacía la imbécil cuando mi marido no venía a dormir, en el fondo hasta me alegraba, o cuando me enteraba que había tenido una mala noche en el casino, por no hablar de las horas que pasaban en la sala de billar, bebiendo hasta la madrugada con sus amigotes. No, no quería seguir manteniendo las formas.

        -Hija, ¿Y qué vas a hacer? –me preguntó mi suegra con unos lagrimones como las perlas de su mejor collar anegando la ajada piel- ¿Volver al pueblo con tu madre? Ramón nunca renunciará a sus hijos. Eres una mujer lista, ahora tienes una posición y un nombre. Tu sitio está aquí. Sabes lo que te conviene. Por favor, no tires tu vida por la borda, los niños te necesitan y yo también. Ahora, además podrás imponer tus normas, a ninguno nos interesa un escándalo. Aprovecha la ventaja que tienes para hacerte valer.

    Tenía razón, había que mantener las apariencias si quería seguir disfrutando de mi posición y así lo hice, aunque seguía afectada por aquel gran engaño, me sentía utilizada.

    A Virtudes aquel disgusto le costó más que a mí.  Poco tiempo después enfermó, pedimos otra opinión a un especialista reputado, el doctor Federico Urrutia. 

    El médico era un hombre encantador, con mucha personalidad y apuesto. Aquello me sacó de mi letargo. Yo la acompañaba a la consulta, la ayudaba a desnudarse para que la reconociera. Su mirada de albahaca me producía una corriente eléctrica que erizaba el bello de mi espalda cada vez que se dirigía a mí y me sonrojaba. A mi suegra, que no se le escapaba una, le divertía esa la situación y con frecuencia hacía que la visitara en casa.  Los roces entre nosotros, al cederle el paso, al darme las recetas se hacían más frecuentes y el trato más cercano. A veces nos citaba a última hora en su consulta  para supuestamente explicarnos como evolucionaba la enfermedad de Virtudes, ella siempre insistía en que acudiera yo sola, así que pasó lo inevitable.

    Ramón no podía ni imaginarse lo que estaba ocurriendo y yo seguía cumpliendo con mis deberes como esposa cada vez con más soltura y seguridad.

    Me sentía enamorada por primera vez en mi vida y disfrutaba mucho más de mis hijos y de todo lo que hacía gracias a mi relación con Federico, que aunque estaba casado siempre encontraba algún rato para que estuviéramos juntos. No supe qué hacer cuando fue evidente que estaba embarazada de nuevo, al parecer a mí también se me daba bien tener hijos. Mi suegra y Ramón acogieron la noticia con alegría aunque no estaba segura de quién era el padre. Al nacer Manuel, al que puse el mismo nombre que mi hermano menor, se despejaron todas mis dudas.

    Tenía los mismos ojos verdes que el médico. La gente comentaba a quién se parecía aquel bebé y yo siempre decía que era la viva imagen de su tío, que llevaba el olivar en la mirada. Con el tiempo supe que mi santa madre no lo era tanto y que mi hermano no se parecía a ninguno de nosotros porque no era de mi padre. Parece que yo solo seguía sus pasos, aunque espero que mi hija no tenga que hacer lo mismo.

    No me he sentido culpable por nada, y siguiendo el consejo de mí querida Virtudes, que en paz descanse, ni siguiera se lo dije a mi confesor. Lejos queda ya aquella cría mojigata que llegó a Madrid del brazo de su marido.

    Como era de suponer Federico no ha dejado a su familia, aunque yo hace años que soy viuda, sigue siendo mi amor secreto y yo una señora muy decente.