Graziela


 UNA CASA FRENTE AL MAR

          No fue un desengaño ni una infidelidad, fue mucho más, una traición.

            Nuestros planes de futuro se volatilizaron en el momento en que la abracé y sentí su frialdad, esa rigidez y la falta de amor. Aquella no era la Marta que yo había dejado seis meses atrás, con la que hablaba diariamente, a la que añoré desde el momento en que cogí el avión para marcharme.

          No sabía que había ocurrido en mi ausencia, aunque la respuesta era clara. Había otro hombre en su vida.

            –Ha sucedido sin más. No lo he podido evitar.

            –No lo entiendo. Creía que estábamos bien. Fuiste tú quien me incitó a marcharme. Cariño, medio año no es nada, decías. Es una inversión para nuestro futuro. Una oportunidad que nos permitirá alcanzar antes nuestro sueño y construir la casa cerca del mar.  No dejo de pensar en tus palabras. ¿Qué pretendías? ¿Poner distancia entre nosotros?

            –Alberto, por favor, ¡no digas bobadas! En ese momento era lo que pensaba. No sabía que esto podía ocurrir. Ha sido muy fuerte, más fuerte que yo, que lo nuestro. A mí también me duele. Tú has sido muy importante, pensaba que eras el hombre de mi vida, pero ahora todo ha cambiado. Se me han roto los esquemas. Perdóname, me siento fatal, sé que te estoy haciendo mucho daño.

            Mucho más que daño. Marta, con su confesión me había destrozado la vida. Y lo peor es que ella seguía con los mismos planes, pero con el otro del que no quiso decirme nada. No sé de dónde sacó el dinero para quedarse con mi parte de la parcela. Era lo único que nos unía, aunque ella insistía en seguir en contacto, cuando yo lo único que pretendía era no volver a verla, alejarme de todo lo que me la recordara, cambiar de vida.           

             No quería hablar ni ver a nadie. El primer mes solo trabajaba y veía documentales en televisión.

            Necesitaba reconstruirme por dentro. Uno de esos documentales despertó mi interés. Quise saber más sobre los faros y empecé a indagar. Me venía bien tener la mente ocupada  y me metí de lleno a preparar la oposición a farero. Mis compañeros y la familia pensaban que me había trastornado.

            Conseguí aprobar con nota. Elegí el faro de Cabo Busto, en la localidad del mismo nombre, Concejo de Valdés, Asturias. Lo más alejado de la zona donde pensábamos construir nuestro hogar. El puesto incluía casa. Aunque el faro no era de los más altos, pues solo tenía 9 metros, era relativamente moderno, de 1958 y las vistas sobre el Atlántico, impresionantes.

            Tenía que incorporarme inmediatamente. En mi empresa no querían perderme y acordamos que seguiría trabajando desde allí en algunos proyectos.

            El cambió fue radical y supuso un verdadero bálsamo, solo el mar y yo, aunque el pueblo estaba cerca y tenía mucho encanto. 

            La gente era agradable. Sin pretenderlo, empecé a hacer amigos. La veterinaria del pueblo me ofreció un cachorro y nos veíamos con frecuencia.

            Quise compartir con mi hermano gemelo todo lo que me había pasado en tan poco tiempo. Aunque éramos totalmente opuestos, siempre nos llevamos bien. No quiso venir al faro, ni conocer el pueblo, que estoy seguro que le encantaría, aunque sería demasiado tranquilo para él. Recordé que Marta le llamaba “el juergas”.

            Por fin se animó  a visitarme y la primera noche mientras tomábamos una copa frente a un mar enfurecido, nos pusimos al día.

            – He conocido a una mujer. Es mayor que yo. Ella me ha regalado a Luk, es veterinaria. No se parece nada a Marta y creo que por eso me gusta. ¿Y tú, sigues con Susana, en  plan intermitente, como siempre?

            –No, lo dejamos definitivamente. Sé que no tengo perdón, te lo tenía que haber dicho antes. Marta y yo estamos construyendo la casa frente al mar.  

             

               Graziela


Graziela

 

 


                                                                          LA FERIA

             Cuando mis primos y sus amigos entraban en casa alborotando, emocionados porque el pueblo estaba de feria, la abuela Pura siempre decía lo mismo.

            – Muy bien, pero la niña chica no puede ir.

            Me quedaba con las ganas de disfrutar de las atracciones, de comer el algodón dulce de colores, que nunca había probado, de oler mientras se hacían las almendras garrapiñadas que luego me traían en su bolsa de celofán, estrecha y pringosa. Os juro que añoraba todo aquello aunque no lo hubiera conocido y me moría de envidia cuando mis amigas me contaban que habían subido a la noria o al güitoma, que habían comido churros o bailado en la verbena. Me costó muchas llantinas, y no entendía por qué yo tenía que quedarme en casa mientras los chicos de la aldea, acompañados por sus hermanos, padres, tíos o algún amigo de la familia disfrutaban de todo lo que la feria ofrecía. Era un acontecimiento anual que duraba varios días, se acercaban a ella de todas las aldeas y pueblos cercanos, y sin saber el motivo estaba vetado para mí. No comprendía porqué ni las vecinas ni los tíos intentaban convencer a la abuela para que me dejara ir y como vivía con ella desde que nací, sin padres, me tenía que aguantar.

            Un día, al volver del colegio, la vi hablando con una mujer joven en la puerta de casa. No era de por allí, yo no la había visto nunca. Seguro que no era de la aldea, ni del pueblo de al lado, nos conocíamos todos. Al verme aparecer doña Pura frunció el ceño, agriándosele el gesto; inmediatamente despachó a la desconocida.  Días después de aquella tarde me dijo que podía sacar dinero de mi hucha y que me recogerían los tíos para ir con los primos a dar una vuelta por el ferial.

            – Ela, ¿En serio? –La abracé y casi lloro de emoción.

            –Sí hija, ya vas siendo mayor y este año te lo has ganado; estás estudiando mucho, me ayudas más y eres obediente.

            Aunque siempre me portaba igual, no quise decir nada, no fuera a cambiar de opinión.

            Hasta me dejó ponerme el vestido de ir a misa. Cuando llegamos a la explanada frente al campo de fútbol, los ojos se me abrieron tanto que me escocían. Era como tener un sueño estando espabilada. Me encontré con mis amigas. Yo me rezagaba mirándolo todo con ojos nuevos, un poco aturdida por los ruidos y el bullicio y tenían que tirar de mí para no perderme; me quedaba embobada a cada rato.

            Compramos altramuces y coco, que me supo a lugares lejanos. Según íbamos andando me llegaba el olor a aceite refrito de los churros, el aroma delicioso del chocolate caliente; el dulzór del algodón de azúcar y las almendras que tanto me gustaban. También olía al polvo que levantábamos con los pies andando sobre la tierra. Entendí entonces porqué los chicos volvían tan sucios. Tantos colores y el movimiento me mareaban a ratos; me sentía flotar.

            La verdad es que me daba un poco de miedo subirme en las atracciones. Lo primero fue la noria y me pareció tan divertido que después quería montar en todo lo demás.

            La música de las distintas casetas se entremezclaba. Al principio me sobresaltó el ruido de los tiros de escopetas de perdigones que si rompían los palillos o explotaban los globos que giraban en la ruleta, te daban peluches, cajetillas de tabaco o pelotas; los golpes del mazo sobre el hierro, para probar quién era el más fuerte. El señor de la tómbola no callaba, como los vendedores del mercadillo, aunque este nos hacía reír con las cosas que decía para animar a la gente a jugar.

            Marita dijo que teníamos que entrar en “la casa del terror”, que era muy divertido, que se acordaba de que el hombre lobo tenía los ojos más claros que los míos, como si fueran de agua y daba mucho miedo. A mí no me hacía ninguna gracia que me asustaran, claro que como no quería ser una ñoña, accedí. Pasamos por la taquilla para sacar la entrada y resultó que la señora que las despachaba era la que había visto hablando con mi abuela días antes. Era muy guapa, aunque parecía triste. Al llegar mi turno puse las monedas en el trozo de madera de la ventanilla, y creo que al verme se le alegró la cara. Dijo que sabía que era la primera vez que venía a la feria y que estaba invitada, que podía pasar gratis todos los días hasta que se fueran. No supe qué decir, además, al darme la entrada me acarició la mano y sonrió con mucha dulzura.

            Cuando cumplí los 14 y poco antes de que comenzara la feria de ese año, la abuela me contó mi historia. Ha pasado mucho tiempo y todavía intento digerirla.

 

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