Graziela

 


CITA CON SORPRESA

No podía creer en mi suerte cuando vi aparece a Alicia en la puerta de la vermuteria. Era una mujer de llamar la atención. Llevaba una falda muy corta con botas altas. Al quitarse la cazadora y ver el top ceñido, que dejaba patente su excelente delantera, casi me atraganto. Me tenía hipnotizado y era difícil fijar la vista en un solo lugar de su magnífica anatomía. No era un bellezón pero sabía sacarse partido, aunque para mi gusto llevaba demasiado maquillaje. Sus pestañas: largas, espesas y muy negras me recordaban a las de Mini Mouse;  la melena rubia encuadraba perfectamente el rostro.

La verdad es que se nos escaparon las horas sin notarlo. Nos reímos mucho, yo creo que los vermús también influyeron. Como no nos apetecía movernos pedimos unas raciones y decidimos seguir la velada juntos, ella me ofreció su casa y yo acepté al instante. Vivía en un apartamento en muy buena zona. Puso música y pasamos directamente al dormitorio, sin preliminares, que ya veníamos calentitos con las copas.

La observaba desnudarse con gracia y tirar la ropa al suelo. Esperaba una lencería delicada y sexi y en su lugar llevaba un sujetador que en algún momento debió ser blanco y un tanga color verde, bastante feo. Aunque a mí lo que más me interesaba era su cuerpo y estaba muy bien.

Alicia estiró la sábana y colocó el edredón antes de que nos acostáramos, poniendo en la butaca, donde había dejado mi ropa, los cojines que estaban por el suelo.

Era muy activa y no le faltaba imaginación. No pensaba yo que llegáramos a tanto en la primera cita, y sin conocernos. Nos entró hambre y ella trajo bebidas y un plato con queso, fuet y colines. Estaba todo muy rico y ella más.

Yo quería beber agua, me ofrecí a llevar el plato y las latas a la cocina. Al entrar, tuve que apartar un perchero lleno de vestidos. La pila estaba tapada por cacharros sucios y yo que vivo solo, sé que eso no era de un día. Abrí armarios y no encontré ni un vaso limpio, aclaré uno. En la nevera la botella de agua tenía todo el borde del cuello lleno de carmín, bebí directamente del grifo.

Volví a la cama y se me olvido todo. Después de hacerlo con pasión denodada, ella quedó profundamente dormida y yo decidí darme una ducha y marcharme, al día siguiente tenía una reunión a primera hora y quería estar presentable y centrado.

El baño me impactó, el bidé no se veía de los tarros, cajas y frascos de perfume; el lavabo ocupado con peines, cepillos, tenacillas y secador, y la ducha tenían pelos de todos los colores, solo de pensar en que tendría que secarme con aquella toalla de color indefinido y aspecto baboso, se me quitaron las ganas de abrir la ducha.

Volví al dormitorio y Alicia roncaba como un jabalí. Me vestí y me marché, no sin antes jurarme no volver a esa casa, aunque siempre podríamos ir a mi piso…

 

 

 


Graziela

 

BUENA POSICIÓN

     A mi santa madre se le daba bien tener hijos. También se las ingeniaba para que abandonáramos el hogar lo antes posible. Yo era la tercera de ocho hermanos, tres varones y cinco chicas. Tenía solo dieciocho años cuando me casaron. Apenas conocía al hombre que eligieron para mí. Ramón tenía veinte años más que yo y una vida hecha en Madrid.

    Mi suegra, doña Virtudes, era una señora encantadora que me acogió como a la hija que nunca tuvo. Fue una excelente maestra. Yo seguía siendo una cría provinciana, pues Jaén era solo un pueblo grande. Me introdujo en su círculo de amistades, y conseguí encajar en una vida social que ni imaginaba. Asistía con ella a reuniones de señoras bien, a las partidas de canasta de los miércoles, las tertulias musicales o al ropero de la parroquia. Está mal que yo lo diga, pero aprendía rápido, con tantos hermanos o eras lista y espabilabas o te comían. En poco tiempo hizo de mí una digna esposa de su adorado hijo.

    La vida conyugal no me hacía tanta gracia. Tener intimidad sin conocer a una persona me parecía algo impensable, y más si era con un señor; nadie me había explicado nada y solo me dejaba llevar. Me costaba ocultar mis emociones. Mi suegra, que ya me conocía bastante, al ver cómo me cambiaba el semblante cuando mi marido se acercaba me aconsejó que tuviera paciencia con su hijo, que me limitara a respetarle, ser cariñosa y darle lo que quería y me dejaría tranquila, y que a veces una copita de ginebra podía ayudarme a llevarlo mejor.  

    Pronto quedé embarazada. Cuando nació Carlitos tuve excusa para no cumplir con mis deberes maritales, lo que prolongué todo lo que pude, aunque la verdad es que mi marido solo me quería de ciento en viento. Rápidamente volví a quedar en cinta y fueron meses muy duros en los que tuve que hacer reposo hasta que llegó Elisita.  

    Una noche, el pequeño Carlos se puso muy enfermo. Mi marido no estaba en la cama, fui al cuarto de la criada para que preparara un baño tibio para el niño. No quería alarmar a mi suegra. Como no conseguíamos que le bajara la fiebre al crio, pensé que tendríamos que llevarlo al hospital. Fui a buscar al chofer y asistente, a su cuarto, y allí, en su cama estaba el cretino de Ramón.

    No sé de dónde me salió aquel genio, enrabietada como nunca lo había estado, daba tales alaridos de loca que las voces se debieron oír hasta en Jaén. Les insulté, quería pegar a Ramón sin dejar de llorar. Ante tal escandalo mi suegra no tardó en aparecer con el rostro demudado, para hacerse cargo de la situación. Intentó calmarme. Fue a ver al niño, llamó al médico de la familia y me ayudo a vestirme. Yo seguía fuera de mí. El niño me necesitaba, estaba muy preocupada, pero la traición de Ramón no quedaría así, no estaba dispuesta a tolerar aquella humillación. Seguiría siendo una cría aunque no era tonta.    

    El doctor no le dio mucha importancia al estado de Carlitos, con el jarabe que le recetó fue mejorando.

    Esa noche, nadie, salvo Elisita, consiguió dormir en la casa. Mi suegra me consoló primero, me explicó después que a veces esas cosas pasan en las mejores familias. Yo no podía pasar por alto aquello, ya me hacía la imbécil cuando mi marido no venía a dormir, en el fondo hasta me alegraba, o cuando me enteraba que había tenido una mala noche en el casino, por no hablar de las horas que pasaban en la sala de billar, bebiendo hasta la madrugada con sus amigotes. No, no quería seguir manteniendo las formas.

        -Hija, ¿Y qué vas a hacer? –me preguntó mi suegra con unos lagrimones como las perlas de su mejor collar anegando la ajada piel- ¿Volver al pueblo con tu madre? Ramón nunca renunciará a sus hijos. Eres una mujer lista, ahora tienes una posición y un nombre. Tu sitio está aquí. Sabes lo que te conviene. Por favor, no tires tu vida por la borda, los niños te necesitan y yo también. Ahora, además podrás imponer tus normas, a ninguno nos interesa un escándalo. Aprovecha la ventaja que tienes para hacerte valer.

    Tenía razón, había que mantener las apariencias si quería seguir disfrutando de mi posición y así lo hice, aunque seguía afectada por aquel gran engaño, me sentía utilizada.

    A Virtudes aquel disgusto le costó más que a mí.  Poco tiempo después enfermó, pedimos otra opinión a un especialista reputado, el doctor Federico Urrutia. 

    El médico era un hombre encantador, con mucha personalidad y apuesto. Aquello me sacó de mi letargo. Yo la acompañaba a la consulta, la ayudaba a desnudarse para que la reconociera. Su mirada de albahaca me producía una corriente eléctrica que erizaba el bello de mi espalda cada vez que se dirigía a mí y me sonrojaba. A mi suegra, que no se le escapaba una, le divertía esa la situación y con frecuencia hacía que la visitara en casa.  Los roces entre nosotros, al cederle el paso, al darme las recetas se hacían más frecuentes y el trato más cercano. A veces nos citaba a última hora en su consulta  para supuestamente explicarnos como evolucionaba la enfermedad de Virtudes, ella siempre insistía en que acudiera yo sola, así que pasó lo inevitable.

    Ramón no podía ni imaginarse lo que estaba ocurriendo y yo seguía cumpliendo con mis deberes como esposa cada vez con más soltura y seguridad.

    Me sentía enamorada por primera vez en mi vida y disfrutaba mucho más de mis hijos y de todo lo que hacía gracias a mi relación con Federico, que aunque estaba casado siempre encontraba algún rato para que estuviéramos juntos. No supe qué hacer cuando fue evidente que estaba embarazada de nuevo, al parecer a mí también se me daba bien tener hijos. Mi suegra y Ramón acogieron la noticia con alegría aunque no estaba segura de quién era el padre. Al nacer Manuel, al que puse el mismo nombre que mi hermano menor, se despejaron todas mis dudas.

    Tenía los mismos ojos verdes que el médico. La gente comentaba a quién se parecía aquel bebé y yo siempre decía que era la viva imagen de su tío, que llevaba el olivar en la mirada. Con el tiempo supe que mi santa madre no lo era tanto y que mi hermano no se parecía a ninguno de nosotros porque no era de mi padre. Parece que yo solo seguía sus pasos, aunque espero que mi hija no tenga que hacer lo mismo.

    No me he sentido culpable por nada, y siguiendo el consejo de mí querida Virtudes, que en paz descanse, ni siguiera se lo dije a mi confesor. Lejos queda ya aquella cría mojigata que llegó a Madrid del brazo de su marido.

    Como era de suponer Federico no ha dejado a su familia, aunque yo hace años que soy viuda, sigue siendo mi amor secreto y yo una señora muy decente. 

Graziela

 


Os deseo que viváis estas fiestas desde dentro, con  alegría, la mente tranquila, en silencio, y el corazón lleno de amor por el gozo de compartir.
¡FELIZ NAVIDAD!

Graziela

 

ACTO DE ENTREGA DEL TERCERE PREMIO DE "V CERTAMEN DE CUENTOS DE LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE ARTISTAS CARMEN HOLGUERAS", CELEBRADO EL 9 DE OCTUBRE DE 2023.


Cuento galardonado:

TIERRA FÉRTIL

             Lo de nuestra madre fue inesperado. Cuando aparecieron los primeros síntomas ya era tarde. Todo ocurrió tan rápido que ni Lidia ni Rubén, mis hermanos, llegaron a tiempo al tanatorio. Tras la incineración decidimos posponer el funeral para que pudiéramos asistir todos sus hijos.

            Una vez que tuvimos sus cenizas surgió el dilema: la tía Esperanza dijo que podíamos hacer una reducción de restos y enterrarla junto a papá, pero dado lo mal que se llevaron durante los últimos años de su vida en común, no me pareció buena idea.  Comprar un nicho o un columbario ni siquiera lo contemplamos. Se acercaba el momento de las exequias y seguían las dudas.

             El tío Rafa me ofreció una solución: que lleváramos las cenizas a “Los  acebuches”, su finca, en la que habíamos pasado tan buenos ratos en familia. A mí me pareció una idea estupenda y se lo comenté a mis hermanos:

            — Eso supondría que no descansará en campo santo —Objetó Lidia.

            —Lili, ¡tú estás tonta! —dijo Rubén— Desde cuándo te importan esas cosas, si la última vez que pisaste una iglesia aquí fue en el funeral de papá, hace ya más de cinco años.

            Y así quedó zanjado el asunto. Decidimos comprar un árbol y enterrar la urna bajo el mismo, pues lo de esparcir sus cenizas no nos pareció buena idea desde que mi cuñado nos contó que, al aventar las de su padre sobre el mar, cambió el viento y terminó llevando a casa parte de sus restos pegados en la ropa y el pelo.

            Elegimos un lugar alejado de la casa y pasamos por el vivero más próximo para comprar el árbol.

            —A mí me parece que un melocotonero, que era la fruta preferida de mamá, estaría bien.

            El empleado nos enseñó un montón de árboles de melocotón: rojo, Vesubio, Fortuna, Brasileño, amarillo. Tempranos, tardíos, de distintas edades, precios y tamaños. Y ante tanta variedad no sabíamos por cuál decidirnos. Así que a Lidia se le ocurrió decir:

            —Bueno, realmente, lo que más comía eran ciruelas para ir al baño. ¿Qué tal un Pruno o un Claudio? Aunque no sé cómo son sus flores.

            Y el buen hombre, con infinita paciencia, nos llevó a la zona de los ciruelos y nos mostró las variedades que tenía: Claudia verde, Santa Rosa, Black Diamond, enumerando las características de cada uno. Tras su charla, Rubén, un tanto aburrido, sentenció:

            —A mí éstos no me gustan, son muy redondos de copa. Y como ella ya no necesita nada que le regule el intestino, yo prefiero los cerezos, acordaos de las excursiones al valle del Jerte que hacíamos de pequeños para ver su floración. O un albaricoque. A mamá la volvían loca los orejones.

            —Pues los cerezos están allá al fondo y los albaricoqueros junto a los melocotoneros que hemos visto antes. Así que díganme qué quieren ver primero.

            —Bueno, los naranjos también son árboles bonitos y el azahar huele muy bien —dijo Lidia.

            El del vivero, que debía estar harto de aguantarnos, se giró airado para responderle.

            —Sí señora, y su fruta también tiene cualidades laxantes, pero aquí no se dan. Si me dicen dónde lo quieren plantar, si es solana o umbría, yo podría aconsejarles.

            Estaba claro que no teníamos ni idea de fruticultura, así que le expliqué porqué queríamos comprar un frutal. Nos aconsejó poner un árbol como portainjertos o patrón, e injertar en el mismo la variedad de fruta deseada. Por un precio razonable, él se comprometía a plantarlo, injertarlo una vez prendido y cuidarlo durante el primer año.

            Resuelto el tema, después del funeral nos desplazamos toda la familia al lugar elegido y al lado del tronco, que era robusto y parecía que llevara años allí, enterramos la urna con las cenizas de mamá. Quedamos con el tío en que lo visitaríamos cuando pudiera cada uno y se mostró encantado.

            En primavera el frutal lucía esplendido, cuajado de hermosas flores rosas.

            Me llamó Rubén para decirme que había estado en “Los Acebuches” y probó las cerezas del frutal de mamá, que eran exquisitas.

            Poco después vino Lidia de vacaciones y comentó que el ciruelo estaba lleno de Claudias verdes, dulcísimas; había cogido un cesto lleno para hacer mermelada.

            Me quedé desconcertada. Así que decidí comprobar cual de mis hermanos tenía razón. Sorprendentemente cuando yo fui todavía quedaba fruta en el árbol, pero no eran cerezas ni ciruelas, sino melocotones.

            ¿Tierra fértil o cosas de mamá?       


Imágenes del acto.

 








Mis felicitaciones a los demás galardonados. Gracias a la Asociación Carmen Holgueras, a todos los que nos acompañaron esa tarde y a Paloma Martín Tovar, la secretaria encargada de dirigir el acto.


Graziela

 

    El próximo lunes, día 9 de octubre, a las 19,00 horas estaré en el Salón de Plenos de la Junta Municipal de Retiro para recibir uno de los premios del "V CERTAMEN DE RELATOS CORTOS Y CUENTOS" que otorga la Asociación Nacional de Artistas Carmen Holgueras.
    Si os apetece acompañarnos, os esperamos
    

Graziela

 



LA BODA

 

Cuando mi hija Susana me anunció que ella y Miguel se casaban recordé lo que dijo mi madre cuando, emocionada, le conté que Mario me había pedido matrimonio. Nunca olvidaré sus palabras “hija con ese hombre yo no me casaba ni aunque viniera engarzado en diamantes”. No lo entendí. Mario era un buen chico, guapo a rabiar y yo estaba loca por él. De hecho cuando cumplimos las bodas de plata renovamos nuestros votos. Es cierto que tenía un carácter difícil, que era como la gaseosa, a veces hasta sin agitarle explotaba, pero yo sabía llevarle y sigo queriéndole. 

Antes de la boda, cada vez que pasaba algo cuando se aproximaba la fecha, mi madre lo interpretaba como una señal y me decía que aún estaba a tiempo de dejarle. Esa insistencia por su parte no me ayudaba nada, aunque nosotros teníamos muy claro que queríamos estar juntos y cuanto más lejos de mis padres, mejor.

El piso que elegimos en una de las ciudades dormitorio de aquella época era chiquitito y coquetón, y después de tenerlo apalabrado, lo perdimos. Lo que para nosotros solo fue un contratiempo, para mi madre supuso un nuevo motivo para que me replanteara mi vida con Mario. Y hasta el mismo día de la boda, el hecho de que me torciera el pie al tropezar  y me rompiera el tacón de vértigo del precioso zapato de raso, sin tiempo para repararlo, fue otro mal augurio, según ella, que se arregló en cuando saqué el otro par de zapatos que me había comprado, más cómodos, para cuando estuviera cansada. Además, Mario estuvo encantado, le fastidiaba que pareciera más alta que él y en cuanto me vio me dijo que se alegraba de que hubiera cambiado de opinión, pues aquellos tacones ya me habían costado una bronca.

Después de todo no me ha ido tan mal en mi matrimonio, a parte de los problemas y disgustos propios de la convivencia; tenemos dos hijos Susana y Santiago, que son estupendos, aunque ninguno de los dos viva ya en casa.

Y ahora que aquello viene a mi mente, no sé si será que yo me he vuelto como mi madre: demasiado celosa y protectora con mis hijos, el caso es que el anuncio de la boda de Susana y Miguel me ha caído como lluvia torrencial. Ella es una chica muy preparada, guapa, inteligente, con un gran porvenir, y no es porque sea mi hija, y él “un pelanas”, como diría mamá. Un hombre con pocas aspiraciones, que trabaja en Correos.

-             -  Hija  ¿Tú te lo has pensado bien? Mira que es una decisión para toda la vida.

-        -  Claro, mamá. No es un capricho. Miguel es el hombre con el que quiero vivir. ¡No entiendo a qué viene esto ahora!

-       - Estoy segura de que podrías encontrar algo mejor. Tú vales mucho y él es un simple empleado de Correos. Y encima iros a vivir lejos, a un pueblo. ¿Qué vida te espera allí?

-         -  ¿Cómo qué podría encontrar algo mejor? Miguel es una persona encantadora, me respeta y me cuida; nos amamos. No es un simple empleado, además está en su puesto por oposición y te recuerdo que él también tiene una carrera, aunque a mí eso me da igual.  Siempre hemos querido vivir en el campo y por fin lo vamos a conseguir.

-         - Yo sólo te digo que te lo pienses, la convivencia no es fácil. No quiero que te equivoques, que sufras.

-         - ¡Mamá, la verdad es que no te entiendo! Me voy a casar con Miguel, estoy decidida y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión.

     ¿Sabes? Yo también he vivido aquí. He visto sus faltas de respeto, las broncas y agresiones, que no solo aguantabas, sino que tratabas de justificar ante nosotros: “es que tu padre llega cansado de tanto trabajar para que no nos falte de nada y encima a mí me sale sosa la comida”, siempre echándote la culpa de sus arrebatos: “soy un desastre, se me ha vuelto a olvidar comprar almendras y la cerveza no estaba tan fría como le gusta”, o “Tiene toda la ropa limpia menos su camisa preferida, como no se va a enfadar…”. Y podría seguir horas enumerando supuestos agravios, recordando sus insultos, menospreciándote, haciéndote de menos, eso tiene un nombre. Mi padre es un maltratador. Sí, mamá, no me mires así. No eres la más indicada para cuestionar mi elección.

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Graziela

 



INESPERADO ENCUENTRO

 Me enrollé con la persona menos indicada en el peor momento. Surgió sin más. Quedamos para hablar de la compraventa del piso, pedimos una copa, luego otra y nos fuimos a cenar. Con los postres ya estábamos los dos contentos y tonteando como críos. Me acompañó a casa, el niño se había quedado con un compañero del cole y Marc, mi pareja, estaba de viaje y no vendría a dormir esa noche;  le invité a entrar para ultimar detalles sobre las condiciones de la transacción.

Puse música, saqué hielo para el wiski y antes de llegar al dormitorio ya nos habíamos arrancado la ropa. Hacía años que no disfrutaba de una noche de sexo salvaje como aquella.  La mañana nos encontró abrazados en la cama y  entre risas y juegos nos duchamos juntos. A los dos nos cogió por sorpresa la pasión desatada y los sentimientos que nos embargaban en esos momentos. No era un arrebato. Mientras seguía besándome bajo el agua, enjabonándonos, surgían flashes en mi mente para encajar lo sucedido.

Cuando salimos del baño, yo con mi albornoz y él con el de Marc, este apareció en la puerta. Se le cayó el maletín al suelo al vernos y yo me puse rígida como una farola del jardín. Ni siquiera recogió la valija, se dejó caer en la butaca del buró, tenía la cara roja y los ojos tan abiertos que parecían querer escapar de su rostro; con su habitual flema, dijo: “Después de tantos años, no deberíais vender el piso, se os ve bien juntos y seguro que vuestro hijo hasta se alegra de que volváis”.