BUENA
POSICIÓN
A
mi santa madre se le daba bien tener hijos. También se las ingeniaba para que
abandonáramos el hogar lo antes posible. Yo era la tercera de ocho hermanos,
tres varones y cinco chicas. Tenía solo dieciocho años cuando me casaron.
Apenas conocía al hombre que eligieron para mí. Ramón tenía veinte años más que
yo y una vida hecha en Madrid.
Mi
suegra, doña Virtudes, era una señora encantadora que me acogió como a la hija
que nunca tuvo. Fue una excelente maestra. Yo seguía siendo una cría provinciana,
pues Jaén era solo un pueblo grande. Me introdujo en su círculo de amistades, y
conseguí encajar en una vida social que ni imaginaba. Asistía con ella a
reuniones de señoras bien, a las partidas de canasta de los miércoles, las
tertulias musicales o al ropero de la parroquia. Está mal que yo lo diga, pero aprendía rápido, con tantos hermanos o eras lista y espabilabas o te comían. En poco tiempo hizo
de mí una digna esposa de su adorado hijo.
La
vida conyugal no me hacía tanta gracia. Tener intimidad sin conocer a una
persona me parecía algo impensable, y más si era con un señor; nadie me había
explicado nada y solo me dejaba llevar. Me costaba ocultar mis emociones. Mi
suegra, que ya me conocía bastante, al ver cómo me cambiaba el semblante cuando
mi marido se acercaba me aconsejó que tuviera paciencia con su hijo, que me
limitara a respetarle, ser cariñosa y darle lo que quería y me dejaría
tranquila, y que a veces una copita de ginebra podía ayudarme a llevarlo mejor.
Pronto
quedé embarazada. Cuando nació Carlitos tuve excusa para no cumplir con mis
deberes maritales, lo que prolongué todo lo que pude, aunque la verdad es que
mi marido solo me quería de ciento en viento. Rápidamente volví a quedar en
cinta y fueron meses muy duros en los que tuve que hacer reposo hasta que llegó
Elisita.
Una
noche, el pequeño Carlos se puso muy enfermo. Mi marido no estaba en la cama,
fui al cuarto de la criada para que preparara un baño tibio para el niño. No
quería alarmar a mi suegra. Como no conseguíamos que le bajara la fiebre al
crio, pensé que tendríamos que llevarlo al hospital. Fui a buscar al chofer y
asistente, a su cuarto, y allí, en su cama estaba el cretino de Ramón.
No
sé de dónde me salió aquel genio, enrabietada como nunca lo había estado, daba tales
alaridos de loca que las voces se debieron oír hasta en Jaén. Les insulté,
quería pegar a Ramón sin dejar de llorar. Ante tal escandalo mi suegra no tardó
en aparecer con el rostro demudado, para hacerse cargo de la situación. Intentó
calmarme. Fue a ver al niño, llamó al médico de la familia y me ayudo a
vestirme. Yo seguía fuera de mí. El niño me necesitaba, estaba muy preocupada,
pero la traición de Ramón no quedaría así, no estaba dispuesta a tolerar
aquella humillación. Seguiría siendo una cría aunque no era tonta.
El
doctor no le dio mucha importancia al estado de Carlitos, con el jarabe
que le recetó fue mejorando.
Esa
noche, nadie, salvo Elisita, consiguió dormir en la casa. Mi suegra me consoló
primero, me explicó después que a veces esas cosas pasan en las mejores
familias. Yo no podía pasar por alto aquello, ya me hacía la imbécil cuando mi
marido no venía a dormir, en el fondo hasta me alegraba, o cuando me enteraba
que había tenido una mala noche en el casino, por no hablar de las horas que
pasaban en la sala de billar, bebiendo hasta la madrugada con sus amigotes. No,
no quería seguir manteniendo las formas.
-Hija, ¿Y qué
vas a hacer? –me preguntó mi suegra con unos lagrimones como las perlas de su
mejor collar anegando la ajada piel- ¿Volver al pueblo con tu madre? Ramón nunca
renunciará a sus hijos. Eres una mujer lista, ahora tienes una posición y un
nombre. Tu sitio está aquí. Sabes lo que te conviene. Por favor, no tires tu
vida por la borda, los niños te necesitan y yo también. Ahora, además podrás
imponer tus normas, a ninguno nos interesa un escándalo. Aprovecha la ventaja
que tienes para hacerte valer.
Tenía
razón, había que mantener las apariencias si quería seguir disfrutando de mi
posición y así lo hice, aunque seguía afectada por aquel gran engaño, me sentía
utilizada.
A Virtudes aquel disgusto le costó más que a mí. Poco tiempo después enfermó, pedimos otra
opinión a un especialista reputado, el doctor Federico Urrutia.
El
médico era un hombre encantador, con mucha personalidad y apuesto. Aquello me
sacó de mi letargo. Yo la acompañaba a la consulta, la ayudaba a desnudarse
para que la reconociera. Su mirada de albahaca me producía una corriente
eléctrica que erizaba el bello de mi espalda cada vez que se dirigía a mí y me
sonrojaba. A mi suegra, que no se le escapaba una, le divertía esa la situación
y con frecuencia hacía que la visitara en casa.
Los roces entre nosotros, al cederle el paso, al darme las recetas se
hacían más frecuentes y el trato más cercano. A veces nos citaba a última hora en
su consulta para supuestamente explicarnos
como evolucionaba la enfermedad de Virtudes, ella siempre insistía en que
acudiera yo sola, así que pasó lo inevitable.
Ramón
no podía ni imaginarse lo que estaba ocurriendo y yo seguía cumpliendo con mis
deberes como esposa cada vez con más soltura y seguridad.
Me
sentía enamorada por primera vez en mi vida y disfrutaba mucho más de mis hijos
y de todo lo que hacía gracias a mi relación con Federico, que aunque estaba
casado siempre encontraba algún rato para que estuviéramos juntos. No supe qué
hacer cuando fue evidente que estaba embarazada de nuevo, al parecer a mí
también se me daba bien tener hijos. Mi suegra y Ramón acogieron la noticia con
alegría aunque no estaba segura de quién era el padre. Al nacer Manuel, al que
puse el mismo nombre que mi hermano menor, se despejaron todas mis dudas.
Tenía
los mismos ojos verdes que el médico. La gente comentaba a quién se parecía
aquel bebé y yo siempre decía que era la viva imagen de su tío, que llevaba el
olivar en la mirada. Con el tiempo supe que mi santa madre no lo era tanto y
que mi hermano no se parecía a ninguno de nosotros porque no era de mi padre. Parece
que yo solo seguía sus pasos, aunque espero que mi hija no tenga que hacer lo
mismo.
No
me he sentido culpable por nada, y siguiendo el consejo de mí querida Virtudes,
que en paz descanse, ni siguiera se lo dije a mi confesor. Lejos queda ya
aquella cría mojigata que llegó a Madrid del brazo de su marido.
Como
era de suponer Federico no ha dejado a su familia, aunque yo hace años que soy
viuda, sigue siendo mi amor secreto y yo una señora muy decente.