Graziela

 


ÁLBUM DE FAMILIA

            Al volver de la luna de miel quedé con el fotógrafo de la boda. Me había llamado un par de veces para que eligiéramos las fotos que queríamos para el álbum. Como eran tantísimas le dije que me dejara un tiempo para verlas con tranquilidad. A Jorge le parecía una labor tediosa, estuvimos una hora, solo vimos las cien primeras,  y la verdad, es que resultaba aburrido, porque muchas se parecían o eran casi iguales.

            Como mi madre y mi suegra me preguntaban con frecuencia qué pasaba con los álbumes de la boda, organicé una merienda para que me ayudaran con la selección. La idea les encantó.

            En algunas estábamos muy bien, había muchas otras en las que yo me veía fatal, y eso que aquel día estaba radiante, según todos.  Fuimos eligiendo aquellas en las que los dos salíamos favorecidos, las más naturales y luego las típicas: con los padrinos, con sus padres, con la familia, los amigos, los compañeros de trabajo…

            – Y esta niña tan rarita ¿Quién es? No recuerdo haberla visto. Y seguro que con el trajecito que lleva, no se me habría olvidado.

            Ni mi madre ni yo fuimos capaces de articular palabra.

            – ¿Qué os pasa? Me estáis asustando. Os habéis quedado blancas.

            – ¡Dios mío, hija, no puede ser!

            – ¿Por favor decidme que ocurre? ¡Me tenéis en ascuas!

            Viendo a mi madre con los ojos brillantes, tuve que tragar saliva para intentar que se deshiciera el nudo que tenía en la garganta y poder hablar.

            – Esa niña es mi prima Lourdes, el traje se lo hicieron para una función del colegio, y le encantaba. Cuando yo era pequeña siempre estábamos juntas.

            – No entiendo nada, ella todavía parece una cría.

            – Si tenía doce años. Aquel día al salir del colegio un conductor la arroyó y murió en el acto.     

Graziela

                                      
                                                    Fotografía de Tania Amador

                                                   CONTEMPLANDO EL RÍO

            Tengo que reconocer que aquellas mujeres me daban envidia. Yo llevaba a Theo, mi perro, a pasear por la zona; nos encantaba el paraje y allí estaban ellas. Cada tarde se reunían y charlaban.

            Me sentaba cerca del banco de las viudas, al que nunca podría unirme por no haberme casado,  pues ese era el punto en común de las cuatro señoras. Hablaban fuerte porque Marina, la más mayor, la del cabello plateado, no oía bien y se negaba a ponerse audífonos por pura coquetería. Así me enteré de que Julia, la que siempre llevaba gorrito por el lunar malo que le quitaron de la cara, tenía un hijo médico al que estaba loca por casar, pese a que nunca había tenido novia.

            Lupe, fue la última en llegar. Su marido falleció inesperadamente. Asistí en primera fila al duelo. Vi cómo sus amigas la colmaban de cariño, la consolaban. Habían pasado por trances similares, sabían lo que se sentía, si bien no todas lo hubieran llevado igual. Durante semanas estuvieron más calladas, con sus cuitas. Se cambiaban los sitio, al principio no lo entendía, hasta que me di cuenta de que era para coger la mano o abrazar a la afligida viuda.

            Después se fueron animando y Carmen, la más alegre, borró lágrimas y volvió a pintar sonrisas. Se avivó la charla trufada de cotilleos, y su gracia las hizo volver a reír con ganas, sin embargo, de vez en cuando la pena asomaba de nuevo en sus ojos.

            No todos los matrimonios habían sido idílicos. Esas mujeres también soportaron el sufrimiento y dolor en sus relaciones.

            Durante un tiempo no volví a sentarme cerca del banco de las viudas. No me atrevía a pasear por allí sin que Theo correteara a mi lado. También a ellas las echaba de menos, pensé que me costaría y al mismo tiempo me vendría bien visitar el lugar, esta vez sola.

            Llevaba la correa del perro en la mano, así le sentía cerca, conteniendo las lágrimas por estar allí sin él.

            – Buenos días –saludé al pasar.

        – Buenos días. ¿Dónde has dejado a Theo? –Me preguntó Julia, que siempre le llamaba para acariciarle.

            – Hace un mes que no está –dije y comencé a llorar de forma incontrolada. Ella se levanto y me abrazo.

            – Vamos, siéntate con nosotras, te vendrá bien, que de perdidas sabemos mucho. Y llora hija, llora, que eso alivia.