Graziela




YARUMO BLANCO
         Cuando nos destinaron a Colombia, hicimos un viaje para conocer el país. Estuvimos en Medellín, capital del departamento de Antioquía, una de las ciudades más importantes. Allí vi por primera vez un yarumo blanco. Aquel árbol me hechizó, parecía de plata. Apunté su nombre; también lo llamaban guarumbo.
            En Bogotá, la embajada estaba en una finca magnífica, teníamos un jardín precioso, enorme. Siempre me han encantado las flores y los árboles. Disfrutaba  conversando con el jardinero, Carlos, un hombre de avanzada edad, amable, con mucha sabiduría y una paciencia infinita, que me explicaba las propiedades y características de cada planta, sus necesidades y cualidades. A mi hija también le gustaba estar con él y que le salpicara cuando regaba. Yo estaba empeñada en plantar un yarumo en el jardín y él trataba de quitarme la idea.
            —Señora, ésta no es zona apropiada para esa especie. En Medellín el clima es más cálido y húmedo, mientras que acá la temperatura es demasiado fresca todo el año, llueve menos. Nunca arraigaría bien.
            —Bueno, podemos probar, usted tráigalo y ya veremos. Estoy segura de que aquí prosperará aunque no sea su sitio.
            Siempre fui tozuda, aunque mis pobres argumentos no pudieron convencerle.
            Al nacer mi segunda hija y regresar del hospital con ella, la tata me llevó hasta el balcón de mi alcoba y me dijo que me asomara. En el jardín pude ver a Carlos, que me saludó sonriente delante de un hermoso árbol. Me emocioné mucho, aunque el yarumo no era como yo lo recordaba, con esas hojas de un verde intenso.
            —Señora, le aseguro que se trata de un guarumbo blanco. Sus hojas siempre son verdes, lo que ocurre es que se ve plateado por efecto de la luz, porque su envés está cubierto de múltiples pelillos blancos que hacen que parezca de ese color. Nos engaña. Mañana será exactamente igual que el que usted recuerda.
            Y así fue. Pese a lo esperado por el jardinero, el yarumo “mentiroso” crecía rápido bajo mi atenta mirada. Me gustaba sentarse a su sombra a leer o ver jugar a mis hijas, que se iban haciendo grandes también.
            Abandonar aquel jardín fue una de las cosas que más sentí cuando nos dieron un nuevo destino y durante mucho tiempo añoré las charlas con Carlos, paseando entre las flores. Allí fui muy feliz con mi familia.
            En la embajada seguían trabajando los mismos empleados, así que siempre que podía, que eran menos veces de las que nos habría gustado, les visitaba para que vieran a las niñas, les tenían mucho cariño.
            Después llegó la separación y tuve que cambiar de vida, dejar América, afincarme en Europa… Antes de irme pasé por Bogotá para despedirme definitivamente de aquella gente maravillosa. Fue triste y muy doloroso saber que Carlos, el jardinero feliz, había fallecido. Su hijo me entregó un tarro de cristal en el que su padre había ido guardando semillas del yarumo desde que me fui de la casa. Le había dejado el encargo de que me las entregara para que me acompañaran y mi árbol preferido fuera conmigo.