Graziela

 

EL ARMARIO DEL PASILLO

             – Hola. Ya no aguantaba más sin veros. La niña ni me va a conocer después de tanto tiempo. Anda, dame un abrazo, que acabo de dar negativo.

            –Que exagerada eres. Sofi está acostumbrada a verte todas las semanas por video llamada. Pasa, que está en su cuarto jugando, ya es la hora de su baño. Te estaba esperando.

            –Sí, claro, como que es lo mismo verla con el móvil. ¿Dónde está mi niña? –voceo Silvia desde el recibidor– Por favor ¡Cuánto añoraba su aroma, estrecharla y comérmela a besos! ¿Cómo está de preciosa mi princesa? Y qué mayor... Y tú, ya te puedes relajar, mientras esté aquí me ocupare de ella, que para eso he venido. Además, que sepas, que no lo hago por ti.

            – Toda tuya, ella también estará encantada de disfrutar de tía ¿Verdad Sofi?

            –Tita, tita

            –¡Me la como, es que me la tengo que comer! Me quito el abrigo, y nos vamos a bañarte.

            – La capa de baño está en el armario del pasillo, coge la que quieras o una toalla. Su preferida es la de la mariquita.

            – Rosa, hay cosas que no cambian. Tienes el armario de ropa blanca igual de desastrado que siempre, como un dormitorio de monos. No sé cómo encuentras nada entre tanto desastre. Cuando se duerma la peque o mañana saco todo y te lo organizo, que falta le hace.

            –Silvia, tú y el orden. ¡Temblemos…! Ha llegado la reina de los armarios para organizarnos.

            Las dos rieron divertidas.

            Cuando la niña se acostó se hizo el silencio en la casa. Rosa seguía corrigiendo ejercicios, y preparado clases, antes de cenar.  Silvia, ya instalada, se dispuso a arreglar el armario de la ropa blanca, en vez de distraer a su hermana. Ya tendrían tiempo de hablar.

            Entre toallas, ropa de cama y mantelerías encontró marcos con fotos, metidos de cualquier manera. Recordaba algunas instantáneas de haberlas visto colocadas por la casa y se dio cuenta entonces de que no quedaba ni una imagen de su cuñado. Al parecer la separación no había sito todo lo amistosa que ella les había hecho creer.

            Algunas fotos no tenían cristal o estaba roto y eso la inquietó. No dejó de sorprenderse con lo que iba encontrando. También había algunos papeles doblados, primero encontró un sobre. Su hermana era desorganizada, pero no tanto como para guardar cartas entre los manteles. Se le pasó como una ráfaga el pensamiento de que podrían ser misivas de amor. Ni siquiera se planteó no ver lo que decían.

            Se llevó una mano a la boca para ahogar la sorpresa y notó el calor de las lágrimas resbalando por su cara. Sentada en el suelo leyó el resto de documentos que fue encontrando. Necesitaba serenarse antes de hablar con su hermana, así que sacó todo lo que quedaba en el armario y fue colocándolo en orden: toallas por juegos, manteles con sus servilletas, paños; sábanas, fundas de almohadones, etc. Esto le ayudó a organizar también sus ideas. Cuando el armario quedó como el expositor de una tienda se sintió satisfecha. Metió en una bolsa “los recuerdos” y se la llevó a la cocina. Mientras preparaba la cena terminó de tranquilizarse. Quería mostrarse entera.

            Rosa estaba muy animada, contenta de tenerla allí. Como cuando vivían solas en el piso de estudiantes, después de cenar, sacaron una tarrina de helado para comérsela a medias.

            – Bueno, ahora que estamos tranquilas ya puedes contármelo todo. Sin ahorrarme detalles. Sí, y no pongas esa cara de asombro. Sabes que conmigo nunca te ha servido lo de hacerte la boba. Te estoy hablando de la separación. Por lo visto la versión que tenemos mamá y yo es una bastante edulcorada. Y mucho me temo que poco tiene que ver con la realidad.

            – ¿Qué quieres saber? ¿Ahora me vas a someter a un tercer grado? Cuéntame tú lo de ese novio forrado que tienes. Esta noche no me apetece traer recuerdos desagradables.

            – Sí, yo te cuento lo que quieras. Aunque me interesa mucho más lo que he encontrado en el armario. Los marcos rotos con las fotos y los papeles. Partes médicos, denuncias por malos tratos, y la orden de alejamiento. Vamos Rosita, nos vendrá bien desahogarnos juntas. Ahora entiendo muchas cosas, tus evasivas, las excusas. Tenemos que ponernos al día. Ven aquí. Tranquila, llora lo que necesites. Yo estoy contigo.

Graziela

 


EN LOS CAJONES

             Abrí el primer cajón de la mesilla de noche, buscaba el termómetro, no me sentía muy bien y quería saber si tenía algo de fiebre. Sin mirar dentro, mis dedos no lo encontraron pegado al borde, donde siempre lo dejo. No pude evitar dedicarle un pensamiento poco cariñoso a mi marido, que nunca pone las cosas en su sitio. De mala gana abrí del todo el cajón. Me llamó la atención una pequeña caja, con su cinta, perfectamente cerrada y una tarjeta diminuta de Bienvenida atada a la misma, con el logo de Paradores, Carmona. Sevilla”. Sonreí y la desenvolví con mimo, como si fuera un regalo nuevo. Contenía el capullo seco de una rosa roja y un pedacito de algodón. Eran recuerdos de la luna de miel. Los campos se extendían a ambos lados de la carretera, como colchas de lunares blancos, nunca los había visto, me encantaron. Manuel detuvo el coche,  y me cogió una flor, de la que solo queda este trocito de algodón que cada vez está más deslucido.

            ¡Madre mía, treinta años! Me parece increíble, y que nos sigamos llevando bastante bien más increíble todavía, pues hemos compartido mucho en todo este tiempo y no siempre avanzando en la misma dirección. Es lo que tiene el amor... pensé.

            Volví a envolverlo y lo dejé en su sitio.

            Me llegó el olor del guiso, me levanté rápido y al ver el reloj me di cuenta de que aún tenía que terminar de hacer las albóndigas.

            Fui incapaz de encontrar mi pela-patatas (cada uno tenemos el nuestro) en el cajón de la cocina, que más que uno de sastre, es un desastre en sí mismo. Allí guardo los cubiertos de cocina, utensilios varios, y, en dos cajitas al fondo, las gomas de las hueveras y espárragos, los corchos, algún cordel, tapones, etc... Sin darme cuenta empecé a sacar cosas, las iba extendiendo en la encimera: espátulas, cucharas, tenedores, tijera, cuchillos pequeños, los de untar mantequilla, el aparato de quitar el corazón a las manzanas, También la cuchara de la miel, el funderelele, el pelador de tomates, y esa pala de madera diminuta, como las grandes que usaban en las tiendas de ultramarinos para coger la legumbre y ahora tienes en algunos para los frutos secos. Era de madera de olivo y perteneció a mi madre, que le encantaban las cosas pequeñas y como todas lo sabíamos mi hermana se la trajo de Mallorca, aunque no tuviera utilidad alguna, pues nunca la vi usarla. Me dio pena tirarla cuando mamá murió, desde entonces  habita en el cajón de mi cocina, sin utilizarla para nada, es un pequeño recuerdo que me acerca a su esencia.

            Bueno, ya que tenía todo fuera limpié el fondo, donde inevitablemente se van acumulando migas, polvo. Tiré algunas cosas y volví a guardar el resto. Puse la palita al final.

            Cuando escuché que se abría la puerta ya era tarde para preparar patatas o hacer arroz. .

            –Hola cariño. ¡Qué pronto has llegado hoy!

            – Como siempre. ¿Qué te pasa? Tienes mala cara.

            –Nada, No me encontraba muy bien esta mañana, creía que tenía fiebre… Aunque ya me siento mejor. Me he liado con tonterías, ordenando el cajón. Así que aún no he terminado de hacer la comida.

            –Pues si quieres podemos ir a comer al de la esquina, he visto que hoy tienen migas y huevos con jamón. Hace un día precioso y no había mucha gente en la terraza. Anda, ponte los zapatos y nos vamos.

           

 

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