Graziela



CELEBRACIÓN

Vamos, no seas boba, tampoco es para que te disgustes porque haya olvidado la fecha de nuestro aniversario. Sabes lo despistado que soy y el trabajo que tengo estos días. Compréndelo, estoy agotado, hoy me como un yogur y me meto en la cama. Ya sé que a ti te hacen ilusión estas cosas, pero el día aun no ha terminado. Anda, abre..
Sí, que pase. Rosario, este es Rubén, te trae la cena. Yo me voy a acostar, estoy derrotado. 
Feliz aniversario querida y disfruta de la velada.
Graziela

LA CASTAÑERA

Igual que las violetas florecen con los primeros fríos, aparecían en Madrid las castañeras. Cambiaban el paisaje urbano poniendo un poco de calor en la calle, salpicando las aceras más concurridas con el humo de los hornillos y su aroma inigualable, caldeaban el ambiente invernal. En la esquina de Gran Vía con la Plaza del Callao, en Arguelles y Princesa, en Goya… pero mi preferida era la de Diego de León con Conde de Peñalver, pues además de ofrecerte el cucurucho de papel de periódico con doce castañas asadas por un duro, siempre te obsequiaba una sonrisa. Sonreía mientras trabajaba, sin mirar a nadie, como para ella. Me encantaba pararme, y al calor de la lumbre charlábamos un rato mientras se doraban las castañas.
Eloisa, que así se llamaba, era una mujer amable que aprendió el oficio de su madre, igual que aprendió desde niña a recolectar fruta, labor a la que se dedicaba de mayo a septiembre, empezaba con la fresa y acababa en la vendimia; una vez incluso viajó hasta Francia, porque decían que allí pagaban mejor.
Siempre le encantaron las castañas: tan brillantes, tan bonitas, con sus formas redondeadas, por eso para ella aquel trabajo era agradable, sin tener que agacharse y levantarse todo el tiempo o cargar con grandes cestos a la espalda.
Con sus mitones renegridos y algo quemados, se sentía dichosa cuando colocaba el carbón en el hornillo y lo prendía al empezar su jornada. Con la única ayuda de un gancho de hierro y una badila removía las brasas de vez en cuando, dejando que el aire las avivara para dar más calor, que había que ahorrar. Sentada en su banqueta con el delantal largo y bien arropada, con bufanda y toquilla de lana, iba cogiendo una por una las preciosas castañas. Usaba su gastado cuchillo romo y realizaba una pequeña incisión en cada fruto para que no estallaran al asarse. Controlaba cada hornada con atención, evitando que se quemaran o salieran crudas. “Castañas calentitas”, pregonaba con áspera voz cuando no se acercaba nadie al puesto. En los momentos de espera a que alguien le comprara, se dedicaba a observar a la gente.
Vendiendo castañas conoció a aquel hombre. Su madre le dijo: “Yo con este no me casaba aunque fuera envuelto en oro”, pero en primavera ella sí se casó. No tardó mucho en comprender su error. Mejor habría hecho quedándose sola, pensaba, como estuvo toda la vida su madre. De la mano de aquel hombre conoció la angustia de la espera y el miedo a no tener que comer, pues él se bebía y se jugaba cuanto entraba en el hogar. No duró mucho. Eloisa tenía coraje y le largó de casa en cuanto le puso la mano encima por primera vez. Se apañaba bien sola, trabajaba duro, pero no estaba hecha para soportar vejaciones y si estar casada era eso, prefería estar soltera.
A lo largo de los años me fue contando su historia y también conocía mis soledades.
Volvió a ser la castañera aquel invierno. Cortaba orgullosa las castañas que le mandaban de Extremadura o de Galicia sin fijarse en los hombres, por miedo a que alguno volviera a herir su corazón.
Centraba toda su atención en el trabajo y se sentía feliz, mientras cortaba las castañas admiraba su brillo, que las hacía parecer recién pulidas, como si alguien se hubiera dedicado a barnizarlas una por una. Le encantaba el aroma que dejaban en el aire cuando se asaban y no le importaba quemarse los dedos al cogerlas. Ponía tanto la mente y sus sentidos en tan sencilla labor que mientras la realizaba no pensaba en otra cosa. Cuando me lo contaba yo sabía que aquella era su forma de meditar.
A mí siempre me ocurría igual. De pronto, inesperadamente, cuando un día paseaba por Diego de León y sentía la necesidad de subirme el cuello del abrigo o de meter las manos en los bolsillos, me percataba de que en el aire flotaba un olor conocido, agradable, con sabor a invierno. Había vuelto la castañera, cada año más vieja, con el rostro reseco y arrugado, las manos sarmentosas bajo los viejos mitones, y esa sonrisa capaz de aliviar el día más frío. 

 (Primer premio del concurso de cuentos "María Santa Perea", VI edición convocada con el tema: Leyendas urbanas de un Madrid diverso" A)

Graziela


EN LA CIUDAD.

Empuja el carro en el que guarda toda su existencia. Lastrado por su fracaso, arrastra los sueños partidos y la miseria. Sin futuro, sólo vive para ver pasar la vida meciéndose en el tedio de las horas, y por dar de comer a los tres perros que ahora son su única familia.
A veces, entre volutas de humo y efluvios de alcohol vuelve a ver el piso luminoso y escucha a Lola cantando en la cocina, mientras hace la paella del domingo y llegan los chicos a comer.
La luna, como una pestaña pintada en el cielo, trae de nuevo la oscuridad. Él, saca los cartones del carro y se preparan para dormir.
Cerró la puerta de su casa por última vez y dejó las llaves en el buzón, sin despedidas ni explicaciones. En la galopada, sobre el caballo tocó fondo y puso tierra entre ellos. Perdió el mar. Es más fácil no ser nadie en una gran ciudad, donde los vecinos le guardan comida y de vez en cuando alguien le da una moneda. Aunque todavía, a veces, le duelan los recuerdos y la pena le devore las entrañas.