Graziela




UN MUCHACHO LLAMADO SIMÓN

Simón  era un chico inocente y risueño como un delfín. Tener una madre superprotectora y un padre incapaz de asumir la limitación intelectual de su hijo no le ayudaron mucho en su desarrollo. A esto se sumó que durante años fue objeto de burlas por parte de sus compañeros de colegio, que aprovechaban en cuanto abría la boca para ridiculizarle y reírse de él. Con un terrible esfuerzo terminó la primaria y a partir de ese momento se dedicó a hacer pequeños trabajos que le llenaban de alegría, orgulloso de sentirse útil y llevar a casa algo de dinero. Repartía paquetes, ayudaba a los clientes del supermercado con sus compras; paseaba perros. Era innegable que tenía un talento especial para tratar a los animales, por eso, emplearse en la granja de Matías fue todo un descubrimiento. La gente le apreciaba y él era feliz, aunque aquello a su padre no le parecía suficiente. No le gustaba verle aparecer con las botas llenas de barro o ese olor a establo impregnando todo su ser. Luchó hasta conseguir lo que el consideraba un buen puesto para Simón.
El chico no era perezoso, le gustaba mantenerse ocupado, por eso cualquier tipo de trabajo le iba bien y lo realizaba con meticulosidad. Cuidador y vigilante en un museo era una ocupación entretenida. Su tarea consistía en mantener limpios el suelo y los cristales de las vitrinas, una labor delicada en la que ponía especial cuidado; también pasaba el polvo por los objetos y mobiliario de la sala que le asignaron, antes de que llegara la gente. Después, permanecía de pie, con su bonito uniforme cerca de la entrada, sonriendo, con la mirada atenta para impedir que nadie tocara nada.
No sabía el motivo por el que se sentía incómodo en aquel lugar cuando estaba solo, siempre había preferido los espacios abiertos, la naturaleza. La suya era de las salas más visitadas del museo y no alcanzaba a entender porqué a la gente le gustaba contemplar esos objetos cortantes, hirientes, que además habían sido utilizados para hacer el mal, para matar. Se conocía como la sala de los horrores.
Siempre llegaba temprano. Una mañana después de dejar los suelos bien pulidos y todo perfecto, se sintió cansado. Aún faltaba mucho tiempo para abrir y Simón se sentó en la única silla existente. Probó a ajustarse las correas de los pies, el cinturón y la muñeca izquierda al brazo de madera. Se echó hacía atrás para descansar y cerró los ojos. No se durmió. De pronto notó cierta presión en el cuello y un ligero dolor punzante en la nuca; algo raro le pasaba a su estómago y sintió movimientos en el vientre. La angustia le impedía respirar, se asustó. Se sorprendió al experimentar en un instante sentimientos desconocidos para él: rabia y ganas de venganza. Oía a la gente murmurar y repetía una y otra vez ¡Soy inocente, yo no lo hice! Con una voz que no era la suya. Quiso levantarse, las correas se lo impidieron. Incapaz de soportar tanto pánico se desvaneció.
Cuando despertó, estaba tumbado en el suelo. No recordaba nada. Sus compañeros, a su alrededor le observaban con preocupación.
¿Qué he hecho? Nada, no ha pasado nada, todo está en su sitio, todo está bien Simón.
No, nada estaba bien. Vio la silla en su sitio, recordó lo que había sentido y en cuanto pudo incorporarse se marchó corriendo, espantado. No regresó a su casa en todo el día.
Matías le encontró acurrucado junto a un potrillo. Sus padres quisieron llevárselo, pero él se negó a marcharse, lloraba desesperado, estaba horrorizado. Se escondió tras el animal para no verle hasta que le prometieron que no tendría que volver al museo y podría trabajar de nuevo en la granja.

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