Graziela



LA CASA DEL CERRILLO.

Siempre soñamos con tener una casita en algún pueblo, cerca de Madrid para pasar los fines de semana, y aquella, en una localidad cercana a Buitrago cumplía con todos nuestras expectativas. Estaba en lo alto de un cerro, con buenas vistas y el precio era asequible. Después de firmar la escritura el notario comento, en tono casual.
Bueno, acaban ustedes de adquirir una vivienda en el cerrillo de los ahorcados.
- Al escucharle, un escalofrío me nació en la nuca. Mi marido dijo que le daba igual como se llamara el maldito cerro.
- La casa está fenomenal. Verás como vamos a disfrutar de ella con toda la familia -dijo al ver mi expresión..
La misma noche de la compra la estrenamos. Era un día entre semana y estábamos solos. Aprovechamos para llenar la despensa, y yo planté algunas flores que habíamos traído del vivero. Nos sentíamos felices. La tranquilidad del lugar, las vistas y la comodidad nos confirmaron que habíamos hecho una buena adquisición.
Caí rendida en la cama, pero sin saber el motivo a las cinco en punto de la madrugada me desperté helada de frío, sobresaltada, incorporándome con la extraña sensación de que alguien nos estaba observando. Mi marido, despierto a mi lado, se sentó mirando hacia el mismo sitio. La oscuridad rota por el reflejo de la luna, me permitió observar su rostro desconcertado. El insomnio hizo presa en mi y no pude volver a conciliar el sueño aquella noche.
El porche era mi lugar preferido, al resguardo del viento, soleado. Allí se me pasaban las horas leyendo o jugábamos largas partidas de cartas cuando venían amigos y familiares a pasar el fin de semana con nosotros. Los días eran tan agradables que hacían que me olvidara de las noches inquietas.
En cuanto apagábamos la última luz comenzaban los ruidos. La madera crujía como si alguien caminara sobre ella, paseando de un lado a lado sobre el techo. Y yo empezaba a revolverme en la cama, no encontraba postura y el sueño me era esquivo. Tenía un insomnio pertinaz e inevitable que me hacía levantarme al día siguiente como un trapo. Todos venían mi mala cara, y adivinaban la eterna noche. Era como si la cama tuviera pinchos, escuchando el latido del reloj que me machaba el cerebro y los nervios. No me atrevía a levantarme, a leer un libro o a hacer sudocus, tenía miedo, un miedo cerval a lo desconocido, a ver algo que me dejara marcada para siempre. Cuando caminaba sola por el largo pasillo no me atrevía a volverme si escuchaba algún sonido extraño a mis espaldas, o pasos que me seguían desde el fondo del corredor.
No eran imaginaciones mías. Todos en la casa podíamos oírlos. Pensamos que había ratas y para mi tranquilidad vinieron a comprobar si había algún animal bajo la cubierta del tejado. No encontraron nada.
Yo retardaba la hora de acostarnos con cualquier excusa, para llegar a la cama agotada, con el fin de evitar que todos mis sentidos se pusieran alerta nada más tocar el colchón. El insomnio se había convertido en mi particular tormento. Me acogía en sus fríos brazos en cuando mi cuerpo se tumbaba y no me abandonaba hasta el amanecer, acabando con mi tranquilidad. Las noches en vela me empezaban a pasar factura y la vigilia me acompaña también en el piso de Madrid.
En una ocasión invitamos a unos primos a pasar unos días con nosotros en el campo y cuando todos ya estábamos acostados sentimos que alguna puerta se abría, con un chirrido. Yo me levanté por si alguien se encontraba indispuesto o necesitaba algo. No había nadie en el pasillo, ni en la cocina o el baño, pero note una inquietante corriente gélida. Volví a meterme en la cama y nuevamente escuché el mismo crujido. Volví a salir al pasillo y todo parecía tranquilo. Encendí la luz y comprobé que las habitaciones estaban cerradas. Me acosté y mi marido me dijo que me durmiera, en las casas de madera es inevitable que se produzcan esos ruidos. Intenté seguir su consejo. Por tercera vez y de forma más llamativa, un fuerte chirrido nos sobresaltó. En esta ocasión fue él quien se levantó y al salir al pasillo, antes de encender la luz todas las puertas se fueron abriendo y los ocupantes de cada alcoba se asomaron temerosos para ver que jaleo era aquel. Pasamos el resto de la noche en la cocina, ante humeantes tazas de cacao o infusiones, comentando el ambiente de aquella dichosa casa. Me había convertido en una insomne, y ni con pastillas lograba dormir.
La gente comenzó a eludir nuestras invitaciones y al comentarlo con unas amigas a las que invité a comer una primavera en el porche, una, la más joven sugirió que contratara los servicios de una médium, ella conocía a una muy buena, especialista en limpiar casa antiguas de espíritus. Yo dudé y por supuesto no le comente nada a nadie. Aquello estaba terminando con mis nervios y tenía que hacer un esfuerzo para quedarme a dormir.
Cuando vi una sombra oscura pasar por de detrás reflejada en el espejo, mientras me maquillaba, supe que tenía que hacer algo.
Fue mucho más fácil de lo que pensaba. Le mediún era una mujer de apariencia normal, muy agradable. Me pidió que la dejará sola en la casa durante una noche y que volviera al día siguiente. Me esperaba en el porche tomando el sol.
- Ya está todo arreglado -dijo muy seria-. No volverán a molestarla y recuperara el sueño. No es un buen sitio para construir una casa, aquí hubo muchas muertes y ahorcaron a inocentes que no podrían descansar en paz hasta dar su mensaje.
Ella se llevó los ruidos, los crujidos y los golpes, y también mi insomnio. Tengo el jardín precioso y ahora lo disfruto mucho más.