Graziela

EL FIN

Todo era extraño. Ya debía ser de mañana y, sin embargo, no había amanecido. En el agua flotaba un olor fuerte. Me envolvía una tupida oscuridad.
Dejé el fondo y nadé hacia arriba. Los demás también parecían desconcertados, algo malo estaba ocurriendo y ninguno sabíamos de qué se trataba.
A medida que nadaba, cada vez más rápido, azuzado por el pánico que me invadía, encontraba más compañero flotando inertes. Sin vida. Tortugas, calamares, y toda clase de congéneres mecidos por el suave oleaje, mientras la corriente los arrastraba.
Al llegar a la superficie quise tomar una bocanada de aire y algo denso de sabor fuerte penetro en mi boca. Mis branquias tampoco pudieron filtrar aquel fluido que cubría toda la superficie de un océano opaco, que no reconocí.
Sabía que dentro de poco yo también flotaría atrapado entre la capa grasienta y mis irisadas escamas nunca más volverían a espejar entre aguas trasparentes.








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Graziela


LLANTO

Llora el niño. Llora el niño y Cristina se desespera. Se desespera de oírle, de no lograr calmarle, de no saber qué hacer. Nadie sabe qué le pasa y ella se siente impotente, desbordada; el día y la noche no le bastan para hacerlo todo. No descansa. Se agobia, está sola. Él se ha ido, no podía soportar ese llanto incesante que machaca el cerebro, que lo invade todo, que no termina de paliarse, que agota. Poco a poco le ha ido minando, acabando con las trazas de paciencia que aún la quedaban. Ya no sabe qué tomarse para que ese dolor y la pena se duerman, para que la dejen tranquila.
Le gustaría huir, salir corriendo como el viento frío que le recorre el cuerpo cuando piensa en él.
De pronto se hace el silencio. Un silencio espeso, viscoso, presagio de desgracia.
Llora Cristina.
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Graziela
AL ATARDECER

Hacía rato que Zum se mostraba inquieto rondando a mi alrededor. Sin cerrar el libro miré al cielo, el sol estaba ya muy bajo, efectivamente, debía ser la hora.
- Bueno, vale ya sé lo que quieres, ahora nos vamos a tirar la basura.
El animal acogió con alegría mis palabras, celebrando con saltos que dejara de leer y me levantara.
Lo de tirar la basura era la excusa diaria para dar un paseo al caer la tarde. No me cabía la menor duda de que el perro tenía un reloj interno que le avisaba, haciendo sonar alguna alarma, indicándole las ocho en punto, hora solar, y comenzaba a impacientarse.
Me puse una camiseta y un pantalón corto encima del bañador, me atusé un poco el pelo y ate con cuidado la bolsa de plástico negra, mientras él me seguía de cerca por la casa. Al verme salir con la bolsa en la mano y vestida fue tal su alegría, que a la fiesta de los brincos y vueltas acompañó algunos ladridos.
Apenas media hora era el tiempo que dedicábamos a pasear llegando hasta los contenedores y dando un rodeo para volver por otro camino, durante el cual, mi perro disfrutaba corriendo y volviendo a mi lado una y otra vez; se acercaba feliz y callado a cada puerta que encontrábamos a lo largo de nuestro recorrido, olisqueando y exhibiendo descarado una libertad de la que sus congéneres no podían disfrutar, al permanecer atados o tras las tapias de sus jardines y, por supuesto, aprovechaba ese rato para hacer sus necesidades lejos de sus dominios.
De vez en cuando se alejaba triscando montaraz, hasta ocultarse entre las jaras y las retamas haciéndome gritar su nombre, para regresar cuando le venía en gana saltando con júbilo a mi lado, sin dejar de mover el rabo, mostrando su mejor estampa.
Al regresar a casa sabía que comenzaba para mí esa otra labor en la que también le gustaba acompañarme. Realmente con los años, su presencia había llegado a formar parte de mi sombra, integrándose en ella de tal modo que no tenía que volverme para saber que él se encontraba allí.

Yo abría la llave de paso que conectaba la manguera y comenzaba a regar. Regar, cuando el calor había dejado de apretar suponía para mi un ejercicio grato y reconfortante; ver caer el agua que poco a poco va mojando la tierra y es absorbida por ella con avidez; observar las plantas mientras reciben la bendición líquida y pequeñas gotas salpican sus hojas haciéndolas espabilarse, conseguía relajar mi mente y aquietaba mi espíritu. Menuda forma de meditar la mía, sin embargo, me resultaba más sencilla y eficaz que muchas técnicas orientales o hindús; así era fácil liberar la mente de pensamientos, centrándome únicamente y exclusivamente en lo que hacía en esos instantes precisos.
Inevitablemente se me echaba la noche encima, como todos los días y acababa la jornada con un baño de agua fría a la luz de luna, bajo un cielo salpicado de estrella y con el jardín iluminado tenuemente con algunas velas. Aquellos minutos eran la culminación del día, un regalo para mí, que me proporcionaban una gran calma interior y constituían en sí una especie de renovación, de purificación que me hacía sentir integrada con la naturaleza; sabía que los demás no lo entendían, sin embargo había algo que me hacía contactar con otro espacio y otro tiempo en esos preciosos momentos. Aquello se había llegado a convertir en un ritual propio.
Un día más, mientras terminaba de vestirme escuchaba a lo lejos la voz amada.
- ¿Te falta mucho? Date prisa, que ya está la cena.
Graziela

UNA TARDE CUALQUIERA


Llegaba tarde y la espera se me estaba haciendo interminable. Con aquel calor no había donde esconderse de los hirientes rayos de sol y la combinación verano y asfalto podía llegar a ser insoportable a esas horas en Madrid, cuando hasta el simple hecho de respirar suponía un esfuerzo en la atmósfera sofocante y el abanico había dejado de ser un consuelo. No paraba de lamentar mi olvido, si hubiera cogido aquellos cuentos de Pardo Bazán que me acompañaban en esos días habría podido aprovechar el ratito, que ya se estaba prolongando más de lo habitual. Dudaba entre seguir allí sudando, mientras notaba como la fina tela de lino de mi vestido se iba pegando a mi piel, o recorrer los escasos metros que me separaban del Centro Cultural para coger uno de los programas de actividades, pero temía que si me ausentara solo unos momentos podía perder de nuevo el autobús.
No dejaba de pensar en que me esperaban a las cinco y ya no iba a llega por mucho que corriera. Me estaba poniendo nerviosa, cuando de algún recóndito lugar de mi memoria salió la voz suave de mi abuela que decía “hija, las prisas no son buenas para nada”, así que inspiré profundamente y suspiré sonoramente procurando relajarme. En esas me encontraba cuando note que alguien me daba unos golpecitos en la pierna.
– ¡Hola Marta! Que alegría verte –exclamé abrazando a la niña que no dejaba de sonreírme con mirada dulce.
– Sí, hace muchos días que no coincidimos –dijo su madre- hoy creo que las dos vamos tarde. Ella te estaba viendo desde la esquina y me ha comentado “está allí nuestra amiga”.
Seguimos hablando un rato y con la charla no nos dimos cuenta de que al fin llegaba el autobús. Al entrar, una oleada de frescor me invadió produciéndome una sensación muy agradable y en cierto modo liberadora; nos sentamos las tres juntas, como siempre que nos encontrábamos, desde aquel día en que la pequeña y yo comenzamos a hablar.
Su madre me contó que hacían ese trayecto al salir del colegio para ir al logopeda, porque Marta tenía un problema; cuando comenzó a hablar solo pronunciaba las letras de las palabras que se articulan moviendo lo labios, resultándole muy difícil hacerse entender; al principio todos pensaban que la niña hablaba mal porque era pequeña pero cuando empezó a asistir al colegio se dieron cuenta de que no oía bien; fue una consecuencia de las reiteradas otitis que había padecido, sin que sus padres ni sus médicos se hubieran percatado de cómo le estaban afectando.
Así me enteré también de que mi amiga Marta era la mediana de tres hermanos, todos ellos pequeños todavía. Siempre me había parecido una niña muy especial, dulce, cariñosa, un poco tímida, y muy rica, que hacía que los viajes que compartíamos fueran más amenos y agradables para mí. Me daba mucha alegría cuando nos encontrábamos y disfrutaba con su charla, advirtiendo sus progresos con el lenguaje oral.
Esa tarde no dejaba de mirarme, hasta que su madre le animó a que me contara lo de la visita a la granja. Nerviosa y un tanto aturullada me explicó que se iba un par de días a una granja con sus compañeros del colegio; era la primera vez que salía sola y pasaría la noche fuera de casa. Estaba emocionada y un poco asustada. Llegaron a su parada y con pena, al no poder seguir explicándome su próxima aventura, se tuvieron que bajar y como siempre se paró en la acera para ir saludándome hasta que nos perdíamos de vista; pronto terminaría el colegio y quedamos en que antes de irse de vacaciones, me haría un dibujo que me iba a regalar como recuerdo, me hacía mucha ilusión.
Apenas había tráfico y pronto llegue a mi parada. De nuevo el calor me abofeteó con fuerza al dejar el bus. Con paso rápido recorrí las calles de baldosas calientes y solitarias que me separaban del despacho. El parque discurría en paralelo a mi camino con sus frondosos árboles de sombras espesas, haciéndome imaginar el frescor que emanaba del verde. Por fin llegué a mi destino con sólo diez minutos de retraso. Al parecer yo no había sido la única en llegar tarde aquel día, respirando aliviada al comprobar que nadie me esperaba; la visita de las cinco aún no estaba allí.


(A MI AMIGA MARTA, A LA QUE HACE AÑOS QUE NO VEO, PERO DE LA QUE ME SIGO ACORDANDO EN NUESTRA PARADA DEL AUTOBÚS.)