Graziela

 

 


A TRAVÉS DEL CRISTAL

 

            Me encanta esa cafetería.  Los jueves disfruto imaginando que al salir de mi terapeuta tomaré un café allí, sola. Es una hora en la que está poca concurrida. Me acomodo en una de las mesas pegada a los enormes ventanales que dan a la plaza. Es agradable la suave música de fondo, el aroma del rico capuchino y personas silenciosas, cada una imbuida en sus tareas, con el portátil, un libro, el móvil o los apuntes. Yo prefiero centrarme en la calle, observar a la gente, mirar el cielo, los reflejos en los cristales del edificio de enfrente, las nubes que cambian de forma ante mis ojos. Me reconforta disfrutar de los pequeños placeres y me cuesta imaginar la semana sin estos ratos.

            Sin embargo, en esta ocasión todo cambió de pronto. La mayoría de las mesas estaban vacías y había un grupito un tanto molesto, charlando en alto y lanzando risotadas de vez en cuando. Algo raro se respiraba en el ambiente. El cielo plúmbeo creaba una atmosfera cargada de electricidad.

            Yo me encontraba con el vaso de cartón entre mis manos, sintiendo el calor del líquido obscuro, aspirando su olor, y pensando lo mucho que me apetecía ir al cine, aunque meterme en una sala cerrada durante dos horas era un riesgo que aún no estaba dispuesta a correr. Intente prolongar estos momentos de disfrute que me proporcionaban un sentimiento de normalidad, aunque a veces me sintiera como una colegiala que se salta una clase. ¡Siempre la dichosa conciencia cortándome las alas!

            No sé porqué mis ojos se enfocaron en aquella ventana. La vi asomarse. Me levanté de la silla cuando se sentaba en el alfeizar, con las piernas colgando en el aire. Se me escurrió el vaso de las manos y no pude sofocar un grito al verla precipitarse al vacío, como si desde abajo un imán la atrajera. Todo ocurrió en un instante. Lo demás está borroso en mi mente. Sé que me atendieron, escuché sirenas.

            Sentí el sabor ácido del vomito en la garganta  cuando mi marido me recogió para llevarme a casa. Tuvo que tomar pastillas para dormir, además de tranquilizantes. No podía deshacerme de la imagen de aquella mujer cayendo, desmadejada, como un muñeco de trapo a punto de romperse. Una y otra vez veía esa película a cámara lenta.

            Han transcurrido un par de meses y hoy, por fin, al salir del terapeuta me he atrevido a entrar de nuevo en la cafetería. Me he puesto en una de las mesas pegada a la barra, de espaldas a la calle. Los camareros me han reconocido. El capuchino estaba tan amargo que con el primer sorbo se me ha cerrado el estómago, y no he probado la pasta que me han puesto para acompañarlo. La música se me antojaba estridente y el ambiente, ruidoso y vulgar. Sentía un nudo en el pecho que me impedía respirar bien. He dejado la consumición y al pedir la cuenta me han invitado. En la puerta, mis ojos han buscado la ventana de trágico recuerdo y no he sido capaz de localizarla.  

            Ahora estoy segura: no volveré a pisar ésta cafetería.

 

 

Graziela

 







UNA TARDE DE VERANO

            Recuerdo que de pronto, el cielo se tiñó de rojo. Un humo, denso y oscuro fue cubriendo todo con una pátina gris. Los pájaros dejaron de cantar y un extraño silencio se instalo en el aire. Era como esos días en los que la tormenta amenaza, sin llegar a llover y las nubes parecen a punto de estallar en cualquier momento. Olía a quemado y de vez en cuando una ventolera traía cenizas, sámaras muertas que jugueteaban con el viento antes de caer.

            Flax estaba nervioso, no paraba de correr y ladrar al cielo.

            La abuela rezaba el rosario sentada en el porche, como cada tarde, hablando entre dientes. Miraba al cielo, preocupada, temerosa de que el incendio se extendiera y llegara hasta la casa. Mamá se afanaba recogiendo la ropa tendida y se quejaba de que tendría que lavarla de nuevo. Mi hermano pequeño estaba eufórico, y se comportaba como siempre que algo le inquita; se puso muy pesado, no dejaba de preguntar.

            – ¿Y ahora que va a pasar? ¿Vendrán los bomberos? ¿Nos echarán de casa?

            – ¡Cállate Raúl! Que no nos dejas escuchar las noticias, a ver si la radio dice algo.

            – Mamá. ¿Se está acercando el fuego?

            – Ya te he dicho que el fuego está muy lejos, al otro lado del río, que no creo que haya peligro, tendremos que esperar. Aquí ni siquiera se oyen los coches de bomberos y solo vemos pasar las avionetas cargadas de agua de vez en cuando. Mira. Ahí viene otra.

            Yo me subí en la pilastra, por si veía algo al final de la cuesta. Nada.

            – Mamá, ven corriendo. Creo que he visto pasar un toro a la carrera por la otra calle.

            –No digas bobadas, sería un perro grande. Y ven aquí, bájate de tu atalaya de una vez y ayuda a la abuela a pelar patatas si queréis que haga una tortilla.

            Un poco después llamaron al timbre, era un hombre a caballo. Mi madre salió y nosotros con ella. Era el mayoral de la ganadería. El fuego estaba casi sofocado –dijo–, pero los animales asustados han salido de estampida, rompiendo la alambrada. Se han escapado dos. No salgan a la calle, son bravos y peligrosos.

            –Lo ves mamá. Yo he visto uno hace un rato por la calle que cruza.

            A mi madre le daban más miedo los toros que el fuego, así que nos encerramos en la casa.

            – Raúl ¡Que entres te he dicho!  

            –Hija, ten paciencia, el crio está nervioso. Anda, trae el parchís y vamos a echar una partida mientras llega tu padre.

            Estaba contando veinte después de comer una ficha a Raúl, cuando sonó un tremendo estrépito. ¡Casi se me sale el corazón! Mi madre dio un gritito. Se fue la luz y empezó a llover con fuerza. El olor petricor lo llenó todo. De pronto se abrió la puerta. Nos volvimos a asustar, era papá, que no le habíamos oído llegar.