Graziela



MUJER SONRIENTE

Ella sonreía. Agarrada a la barra metálica, con los auriculares puestos y leyendo. Le daba igual si estaba rodeada de gente o sola en el vagón. Nunca se sentaba. Permanecía de pié frente a la puerta, ajena a los empujones, los malos olores y las conversaciones que había a su alrededor.
Yo la observaba. No sé bien porqué, tal vez me llamó la atención que apenas cambiaba de atuendo; siempre llevaba sus botas, limpias, brillantes y viejas y un bolso grande color marrón.
El mismo libro entre las manos, que a juzgar por la señal que marcaba su lectura acababa y volvía a empezar una y otra vez. Durante meses coincidimos y ella sonreía. Durante el trayecto yo la observaba, trataba de imaginar que música escuchaba y el motivo de su alegría; cada día me inventaba una historia sobre su vida que al llegar a mi estación olvidaba.
Una mañana, fuera del horario habitual cogí la misma línea. Había mucha gente en el tren y entre los demás la distinguí. Con el pelo muy liso y la mirada lejana, sonriendo, con sus auriculares puestos. Ella me miró y al sentirse observada volvió a concentrarse en su lectura, y movió la cabeza como si siguiera el ritmo de una música, sin dejar de sonreír.
Hace unas semanas la vi a lo lejos en el primer vagón, como siempre. Poco a poco me fui abriendo paso para acercarme a ella y cuando llegué a su altura, inesperadamente, la vi desvanecerse. Los de alrededor la sujetaron, alguien se levantó para cederle el asiente. Me coloqué a su lado, hice que la gente le dejara espacio para que pudiera respirar mejor. Poco a poco se fue espabilando. Parecía desorientada, le ofrecí agua y un caramelo, que aceptó al instante Le di su libro. Y volví a colocarle los auriculares, que también se le habían caído. Pude comprobar que no estaban conectados a ningún aparato. Supe que ella escuchaba su propia música. Me miró agradecida, con dulzura y sentí como si me mirara por dentro; me dedicó la mejor de sus sonrisas.

A partir de aquel día siempre nos saludamos.
Graziela


HORA TRISTE.

Olvido avanza despacio por el viejo pasillo de la iglesia. Va cogida del brazo de su hijo, con la cabeza baja, arrastrando su pena, sin querer ver a nadie ni mirar el féretro que brilla frente ellos. Hace días que libró su última batalla, y las consecuencias aún se reflejan en su rostro. Le costó trabajo hacerse a la idea de que su marido nunca volvería a ser el mismo, y pensó que esta podría ser la última oportunidad para reconciliarse, para cuidarle con el cariño que antaño le tenía, pues del amor ya no quedaba nada.
Él no se quiso enterar de que la enfermedad que padecía tenía mal pronostico y siguió llevando la misma vida, la misma mala vida. Después, encontró en su dolencia el pretexto perfecto para poder continuar fumando, bebiendo, dilapidando en locales de alterne y juego los ahorros que habían conseguido durante los años que duró la instalación de la refinería de Francia, que de otro modo no tendría tiempo de gastarse. Total, ¡qué más le podía pasar! Como se consume el humo de un cigarro fue quemando su salud, a grandes bocanadas; se fue apagando como un mal habano. Cada vez se sentía más débil, impotente e inseguro y toda la rabia que eso le generaba la volcaba en su mujer, hasta que apenas tuvo fuerza para salir, y la hiel le llenó la boca. Para entonces a Olvido sólo le quedaba el odio y el deseo de liberarse de él de una vez y para siempre.
Terminó el funeral, al que apenas pudo prestar atención, metida en su propias cavilaciones. Pensando en lo diferente que era el hombre con el que se casó del que terminó siendo al regresar a España, sin reconocer a ninguno de los dos en el cadáver que ahora tenían delante. La gente comenzó a acercase a ella, a abrazarla y trasmitirle sus condolencias. Entonces y sólo entonces, comenzó a llorar, suavemente. Notaba cómo las lágrimas caliente recorrían su rostro y los pésames se sucedían. Sólo su hijo sabía que no lloraba por él, era un llanto de alivio.