Graziela





TIERRA FÉRTIL

       Lo de nuestra madre fue inesperado. Cuando aparecieron los primeros síntomas ya era tarde. Todo ocurrió tan rápido que ni Lidia ni Rubén, mis hermanos, llegaron a tiempo al tanatorio. Tras la incineración decidimos posponer el funeral para que pudiéramos asistir todos sus hijos.
       Una vez que tuvimos sus cenizas surgió el dilema: la tía Esperanza dijo que podíamos hacer una reducción de restos y enterrarla junto a papá, pero dado lo mal que se llevaron durante los últimos años de su vida en común, no me pareció buena idea.  Comprar un nicho o un columbario ni siquiera lo contemplamos. Se acercaba el momento de las exequias y seguían las dudas.
        El tío Rafa me ofreció una solución: que lleváramos las cenizas a “Los  acebuches”, su finca, en la que habíamos pasado tan buenos ratos en familia. A mí me pareció una idea estupenda y se lo comenté a mis hermanos:
       — Eso supondría que no descansará en campo santo —Objetó Lidia.
       —Lili, ¡tú estás tonta! —dijo Rubén— Desde cuándo te importan esas cosas, si la última vez que pisaste una iglesia aquí fue en el funeral de papá, hace ya más de cinco años.
       Y así quedó zanjado el asunto. Decidimos comprar un árbol y enterrar la urna bajo el mismo, pues lo de esparcir sus cenizas no nos pareció buena idea desde que mi cuñado nos contó que, al aventar las de su padre sobre el mar, cambió el viento y terminó llevando a casa parte de sus restos pegados en la ropa y el pelo.
       Elegimos un lugar alejado de la casa y pasamos por el vivero más próximo para comprar el árbol.
       —A mí me parece que un melocotonero, que era la fruta preferida de mamá, estaría bien.
       El empleado nos enseñó un montón de árboles de melocotón: rojo, Vesubio, Fortuna, Brasileño, amarillo. Tempranos, tardíos, de distintas edades, precios y tamaños. Y ante tanta variedad no sabíamos por cuál decidirnos. Así que a Lidia se le ocurrió decir:
       —Bueno, realmente, lo que más comía eran ciruelas para ir al baño. ¿Qué tal un Pruno o un Claudio? Aunque no sé cómo son sus flores.
       Y el buen hombre, con infinita paciencia, nos llevó a la zona de los ciruelos y nos mostró las variedades que tenía: Claudia verde, Santa Rosa, Black Diamond, enumerando las características de cada uno. Tras su charla, Rubén, un tanto aburrido, sentenció:
       —A mí éstos no me gustan, son muy redondos de copa. Y como ella ya no necesita nada que le regule el intestino, yo prefiero los cerezos, acordaos de las excursiones al valle del Jerte que hacíamos de pequeños para ver su floración. O un albaricoque. A mamá la volvían loca los orejones.
       —Pues los cerezos están allá al fondo y los albaricoqueros junto a los melocotoneros que hemos visto antes. Así que díganme qué quieren ver primero.
       —Bueno, los naranjos también son árboles bonitos y el azahar huele muy bien —dijo Lidia.
       El del vivero, que debía estar harto de aguantarnos, se giró airado para responderle.
       —Sí señora, y su fruta también tiene cualidades laxantes, pero aquí no se dan. Si me dicen dónde lo quieren plantar, si es solana o umbría, yo podría aconsejarles.
       Estaba claro que no teníamos ni idea de fruticultura, así que le expliqué porqué queríamos comprar un frutal. Nos aconsejó poner un árbol como portainjertos o patrón, e injertar en el mismo la variedad de fruta deseada. Por un precio razonable, él se comprometía a plantarlo, injertarlo una vez prendido y cuidarlo durante el primer año.
       Resuelto el tema, después del funeral nos desplazamos toda la familia al lugar elegido y al lado del tronco, que era robusto y parecía que llevara años allí, enterramos la urna con las cenizas de mamá. Quedamos con el tío en que lo visitaríamos cuando pudiera cada uno y se mostró encantado.
       En primavera el frutal lucía esplendido, cuajado de hermosas flores rosas.
       Me llamó Rubén para decirme que había estado en “Los Acebuches” y probó las cerezas del frutal de mamá, que eran exquisitas.
       Poco después vino Lidia de vacaciones y comentó que el ciruelo estaba lleno de claudias verdes, dulcísimas; había cogido un cesto lleno para hacer mermelada.
       Me quedé desconcertada. Así que decidí comprobar cual de mis hermanos tenía razón. Sorprendentemente cuando yo fui todavía quedaban frutas en el árbol, pero no eran cerezas ni ciruelas, sino melocotones.
       ¿Tierra fértil o cosas de mamá?  



Cuento completo, incluido en el libro "Andarse por las ramas", del que leí solo una parte el día de la presentación del libro, para que los que no tienen el libro puedan conocer el final. Aprovecho para dar las gracias a los que nos acompañasteis el día de la presentación.