Graziela


EL MANZANO

Cuando llevábamos un año saliendo, Carlos, que sabía de mi afición a la jardinería me regaló un manzano. Él mismo me ayudó a plantarlo. Era muy pequeño con un tronco delgado y endeble; desgarbado y sin gracia. Me pareció un regalo muy soso Y pensé que no sobreviviría al invierno, igual que dudaba de lo nuestro.
La primavera siguiente el arbolito se cubrió de brotes, se llenó de vida, que salpico de blanco el verde de algunas de sus ramas. Los dos asistíamos maravillados a todos sus cambios, temerosos de que alguna granizada o un mal viento arrasara nuestra ilusión y deshojara una por una sus preciosas flores. No fue así, aunque lo nuestro poco a poco se enfrió. Contra todo pronóstico la floración se mantuvo. Yo lo regaba, lo cuidaba con mimo y lo abonaba; presenciaba con entusiasmo el milagro de ver como los diminutos frutos crecía por semanas. Hacía meses que lo nuestro terminó. Las pequeñas manzanas iban madurando ante mis ojos. Mientras recolectaba la reducida cosecha disfrutaba de la belleza de cada pieza, del suave tacto de su piel, del fresco aroma. Eran preciosas: rojizas, brillantes, parecían de cera, manzanas enanas de cuento, más pequeñas que ciruelas. Al contemplarlas le recordé a él: sus manos fuertes horadando la tierra o recorriendo mi cuerpo; su olor, mis dedos entre su cabello y el brillo de sus ojos cuando me miraba. Hice una foto de las manzanas y se la envié. Minutos más tarde teníamos una cita para saborearlas juntos.


Graziela




Esperaba ansioso que cayera la tarde. Ver desde la ventana el ocaso, esa hora triste en la que los días languidecen ya sin fuerza, para morir lentamente. Observaba el ajetreo del puerto desde mi ventana, y me servia una copa de vino tras otras. No bebía para olvidar, al contrario. Apuraba esas tres copas con la que me sentía capaz de afrontar mi pasado, de recordar los momentos en los que la tuve, en los que con ella gocé. Después con la mirada perdida en el horizonte, que se desdibujaba al caer la noche, sabía que nunca más la tendría. Así con cada anochecer la volvía a perder para siempre entre la bruma.