Graziela


EN  PISTA

            No conseguía sacarme la maldita música de la cabeza. Estaba acostumbrado a escucharla casi a diario, durante años, pero nunca me había martilleado el cerebro de esta manera; es un tormento que ni de noche cesa. Es la misma que se oía de fondo cuando el presentador anunciaba su número, bueno, nuestro número.
            “Y ahora, con todos ustedes la gran Karen y los hermanos Flaim”. Yo podía ver con los ojos cerrados la imagen luminosa de Macarena en el centro de la pista, atrayendo toda la luz del cañón como si su figura fuera un precioso imán; el reflejo irisado de las lentejuelas salpicaba las gradas  haciendo guiños al público y ella saludaba con una graciosa reverencia, estrenando sonrisa en cada función; luego, moviendo su capa con un ligero aleteo nos requería a su lado. Miguel y yo acudíamos prestos, sonrientes. Su bonita silueta no dejaba de sorprenderme cada tarde, daba igual el traje que luciera. Giros, equilibrios, saltos y como era de esperar “el más difícil todavía”. Después los aplausos, la gloria, y aunque fuera él quien dormía en su caravana, a mi me bastaba con sujetar sus manos o sus tobillos con fuerza para sentirme unido a ella.
            Ahora escucho el redoble de tambores en mis oídos al coger el pomo de la puerta y girarlo para entrar. Inspiro profundamente intentando esbozar mi mejor sonrisa, aunque por dentro fluya el llanto como una gran cascada. No puedo mirarla a los ojos, no me atrevo a bajar la vista  y contemplar el guiñapo en que se está convirtiendo su cuerpo.
            Cojo su mano inerte, fría, y no la reconozco; la aprieto con fuerza sin que haya respuesta. Todavía tengo la sensación de que se me escurre entre los dedos, de que no puedo agarrarla y se me escapa. Un segundo, un centímetro para evitar lo inevitable.
            Sigue sonando la música de fondo, pero han enmudecido los tambores cuando salgo de la habitación llevándome su perfume y mi dolor. Miguel no se separa de la cabecera  de su cama ni de día ni de noche. No dice nada, pero yo veo la tristeza y un reproche prendido en su mirada vacía.
            Mañana vendré a despedirme. Salimos de gira, les diré, saben que el espectáculo tiene que continuar, pero no voy a ninguna parte sin ellos. Nadie puede ayudarme. Solo hay una manera de sacarme esta maldita música de la cabeza y los tambores redoblarán por última vez.