Graziela



FRÍO
 Nevaba. Cuando me llamaron para darme la noticia, me dijeron que llevaba nevando dos días en el pueblo. Tuve que poner las cadenas muchos kilómetros antes para poder  llegar. No quería sufrir yo también un accidente. El cielo estaba naranja y el reflejo de los faros en la carretera era deslumbrante. Aquel frío me taladraba la cabeza. No podía pensar, sólo sentir el cuerpo entumecido, las manos heladas, pese a la calefacción. Notaba los ojos cansados, quería cerrarlos, mantener los párpados apretados, aunque mi vista seguía fija en las rodadas del asfalto, como hipnotizada.
            
Llegué al tanatorio desamparado y lúgubre. Los abrazos, las condolencias, la presencia muda y seca de mi madre, distante… como siempre; la besé y volvió la cara, yo no era su niño. Por fin, al enfrentarme al cuerpo inerte de mi hermano me hice consciente y  pude sentir el calor de las lágrimas que me abrasaban la cara. Un dolor  hondo y quemante que me atenazaba el pecho, me impedía respirar. Fue una despedida sin adiós.
            
Han pasado algunos años, y hoy, en pleno agosto  he vuelto a sentir aquel mismo frío, la desapacible sensación glacial que me nace de dentro. Recorro el camino sola, como aquella vez, y mi vista se posa en el secarral que se extiende a ambos lados de la carretera.  

Al llegar a casa, los abrazos, las condolencias y mi madre,  más tiesa y más seca que nunca, me espera gélida en su cama.   
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