DECEPCIONES
Empezar una nueva etapa me producía cierto
vértigo. Mi psicóloga no paraba de repetirme que me quedaba mucho por vivir, yo
era una mujer joven. No podía amilanarme.
Con la sentencia de divorcio en el
bolso, lo primero que necesitaba era cambiar de aspecto: modernizar mi armario
y un buen corte de pelo; estaba harta de verme los rizos rubios, pues en ocho años
que viví con Santi tuvimos más de un disgusto por considerar que la peluquera
se había pasado con la tijera o si sugería recuperar mi color natural.
Me sorprendió mi reflejo en los
escaparates. Durante algún tiempo no me reconocía, me sobresaltaba verme en los
espejos, e inmediatamente, sonreía
complacida. Esta nueva Mónica, la de
cabello castaño, cortito y estiloso, que se ponía la ropa que le gustaba sin
tener en cuenta si era ajustada, corta o atrevida, era yo realmente, la verdad
es que al principio me costó encontrar mi propio estilo.
Recuperar las amigas, volver a
salir, quedar para ir a bailar y disfrutar, fue el siguiente paso. Luego todo
vino rodado.
De copas, con mi amiga Marta, en una terraza, conocí a
Rubén. No me quitaba los ojos de encima. Se acercó a la mesa cuando nos
levantamos para irnos y me dijo:
–Perdona que te mirara con tanta
insistencia, espero no haberte incomodado. No he visto a ninguna mujer a la que
le siente tan bien el pelo corto como a ti. Me llamo Rubén.
–No, no me has molestado. Gracias
por el piropo. Yo soy Mónica.
–Encantado. Y viéndote de cerca,
creo que no es solo tu cabello. Tienes ángel.
Mi amiga quería irse y nos marchamos
sin más.
Solo intercambiamos unas palabras,
pero algunas veces me pillaba pensando en él. Me pareció un hombre interesante.
Un par de meses después, volvimos a
encontrarnos en la misma terraza. Yo ni le había visto, cuando se me acercó.
Esa noche charlamos durante horas y quedamos para otro día, ya solos. Cuando
más le conocía, más ganas tenía de volver a verle, aunque me sentía un tanto
reticente. No quería meterme de lleno en una relación, tenía miedo a repetir
errores. A veces es el corazón quién manda y me dejé llevar.
Aquello no era un noviazgo, pero los
dos estábamos deseando tener un rato libre para vernos. Cine, teatro, paseos, comidas,
nuestros gustos y preferencias coincidían bastante y nos entendíamos bien.
La relación avanzaba. Pasábamos
algunos fines de semana juntos; preparábamos escapadas para salir de la ciudad
o nos quedábamos en su apartamento o en mi casa.
Él me daba seguridad, me sentía yo
misma y estaba feliz. Me presentó a su familia y a Andrés, su mejor amigo, que
me acogieron con cariño. Mi madre decía que era un mirlo blanco, y no un buitre
como Santi.
Nos fuimos a vivir juntos, manteniendo las parcelas de amistades y
respetando los espacios de cada uno.
Al cumplir los treinta y nueve, me
dijo que le encantaría que tuviéramos un hijo, que era la ilusión de su vida y
que si yo quería, no debíamos esperar más. Diez meses después nació Sol, una
niña preciosa con la que se nos caía la baba, en especial a su padre. Si él
estaba en casa, solo me tenía que preocupar de darle de mamar, de lo demás se
encargaba Rubén, encantado. Para que no me sintiera agobiada y pudiera
descansar, se llevaba a la niña a pasear. No podía pedirle más a la vida.
Cuando Sol tenía tres años,
estábamos de vacaciones y Rubén no dejaba de recibir llamadas, alejándose de
nosotras para responder. No sabía qué estaba ocurriendo, algo le pasaba a mi marido. Parecía
preocupado, distraído, como si no terminara de estar cómodo. Pensé que podía ser
por algún tema laboral, aunque nos contábamos todo y no me había comentado
nada.
–Cariño ¿Qué pasa? estás
intranquilo, te noto triste. ¿Hay algún problema?
–Si, Mónica, tengo un problema y
gordo. No sé cómo solucionarlo. Cuando se duerma Sol, pedimos unas copas en la
habitación y hablamos.
Me dejó tan preocupada que no veía
el momento de acostar a la niña. Por fin se durmió y salimos a la terraza. Me
abrazó, sentí su agitación, nuestros corazones latían desbocados.
–Quiero que sepas que Sol y tú sois
lo más importante de mi vida. Siempre fui sincero contigo. Hace unos meses
conocí a un hombre, un amigo de Andrés. Se me insinuó. No sé lo que me está
pasando. Con frecuencia me acuerdo de él. Te juro que ni siquiera nos hemos
besado. Hasta ahora he resistido la atracción que siento por él. No quiero
hacerte daño, ni puedo explicar lo que me pasa. No entiendo nada, por eso estoy
tan desconcertado.
El llanto no le permitió decir más.
Le consolé –no te preocupes, todo va a ir bien, yo estoy aquí, te quiero– le
besé e hicimos el amor con una ternura infinita, después cayó rendido. Yo no
fui capaz de conciliar el sueño en toda la noche.
¿Cómo no me habría dado cuenta de
que a Rubén le podían gustar los hombres? ¿No le conocería tan bien como pensaba?
Tal vez ni él mismo sabía que podía ocurrirle algo así, o se había negado a admitirlo. Me sentía
profundamente decepcionada.
A la mañana siguiente estaba más
tranquilo. Me confesó que se había quitado un peso de encima al confesarme su
problema.
Después de mucho hablar llegamos a
un acuerdo. Estaba dispuesta a asumir esa parte de él, si las cosas entre
nosotros seguían igual y la familia no se resentía. Podría investigar en esa
nueva parcela suya, si era eso lo que quería.
No abrazamos y bajamos a la playa.
No hubo más llamadas. Solo nos quedaban seis días de vacaciones y queríamos
aprovecharlos al máximo.
Graziela