Graziela

 


Esta Semana Santa no habrá procesiones, no podremos salir unos días a disfrutar del mar o visitar a familiares y amigos en otras provincias, aunque hay más posibilidades y ofertas de ocio. El domingo podéis aprovechar y asistir a la inauguración de la exposición "VIDA Y COLOR", organizada por la Asociación Nacional de Artistas Carmen Holgueras, en la que participo con uno de mis cuadros.

Permanecerá hasta el día 14 de abril, en horario de 17,00 a 21,00 h. de lunes a domingo, en la Galería de Arte EKA & MOOR,  calle Bretón de los Herreros, 56. 28003-Madrid.

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CARRETERA SECUNDARIA

            Al poco tiempo de tomar la desviación a la carretera secundaría noté que el coche no iba bien. Hacía poco que lo tenía. Quité la música para escuchar el ruido del motor. Al pisar el acelerador a fondo no recuperaba velocidad. Estaba atardeciendo cuando de pronto, con un estertor, se detuvo. Gracias a la fuerza de la inercia pude dejarlo en la cuneta, justo en el mojón del kilometro 113. Salí del coche y miré a ambos lados de la carretera, solo había campo. No pasaba ningún vehículo. Estaba sola en medio de la nada. Esperé un poco, empezaba a refrescar y se iban perdiendo los contornos de los árboles cuando divisé una luz a lo lejos. Cogí la bolsa, cerré el coche y me encaminé hacia allí.
            Los muros tenían desconchones y algunas baldosas del porche estaban sueltas. Dentro se escuchaba una radio. Llamé a la puerta pero nadie me abrió. Insistí sin éxito. Un gato negro, bien alimentado, se acercó maullando. Rodee la casa y el perfume de las aromáticas del jardín me fue acompañando, con el gato siguiéndome de cerca. La puerta de la cocina estaba abierta.
            –Oiga, ¿Hay alguien?
            Al entrar vi una anciana dormitando en una mecedora; me envolvió un delicioso aroma a canela. La abuela abrió los ojos y me miró con atención, sin sorpresa.
            –Así que se te ha estropeado el coche. Menos mal que has podido llegar hasta aquí, aunque con esos tacones… Estarás molida; siéntate.
            –No quisiera molestarla. ¿Podría utilizar su teléfono? Aquí no hay cobertura.
            –Hija, no es molestia. He hecho gallegas, tenía el barrunto de que hoy vendría alguien. Hace mucho que nadie me visita.
            La señora dijo que no me preocupara, su nieto pasaría por allí en un rato y podría acercarme al pueblo, además se ocuparía del coche. Me ofreció una taza de té mientras esperábamos. Le dije que me costaba conciliar el sueño y tenía que evitarlo. Ella sonrió enseñando más encías que dientes. Me preparó una infusión de hierbas que recolectaba la noche de San Juan, según explicó. Sentí aprensión al probar el brebaje sin saber qué contenía, aunque estaba rico y las galletas que sacó del horno buenísimas.
            –A mí me gusta vivir aquí, sola, con mi Arcano. -El gato, al escuchar su nombre, de un salto se acomodó en su regazo y empezó a ronronear mientras las manos sarmentosas le acariciaban- Así estoy lejos de la gente, de sus cotilleos y habladurías.
            –¿No tiene miedo? Esto está aislado.
            La anciana volvió a enseñarme su boca mellada y ni contestó.
            Por fin llegó el nieto. Un chico con aire enfermizo. Al verme allí sentada me pareció que cruzaba una mirada de complicidad con su abuela.
            Le dije que necesitaba un teléfono para llamar al seguro. Él se ofreció para ocuparsede todo, solo tenía que darle los datos y las llaves. Me dejaría en la pensión del pueblo, que allí había teléfono. Después recogería el coche y lo llevaría al taller. Lo tendrían listo por la mañana,  y podría seguir viaje. Me quedé perpleja.
            Agradecí a la anciana su ayuda y vi cómo antes de despedirnos le guiñaba un ojo al chico. Estaba empezando a inquietarme.
            El pueblo era anodino, parecía muerto. La dueña de la pensión me  esperaba y algo en ella me resultó familiar. Tenía la misma mirada de agua que la anciana de la casa solitaria. Me llevó a mi habitación y quedó en subirme un bocadillo y un refresco.
            Por la mañana avisaría que debido a una avería mecánica llegaría más tarde a la reunión. Después empecé a preocuparme, no recordaba haberle dicho al chico en qué punto de la carretera me había quedado tirada. Bajé para avisarle. La madera de las escaleras crujía a cada paso, las luces estaban apagadas y no encontré a nadie. Era todo un tanto siniestro. Estaba agotada y con los pies como botijos. Me tumbé en la cama y fui repasando mentalmente lo ocurrido. ¿Y si me roban el coche? Le había dado las llaves. Nadie sabía que estaba allí. Ni siquiera conocía el nombre de aquel maldito pueblo al que no llegaba ni internet.
            Me despertaron las campanadas de la iglesia. Eran las once. Seguía vestida y no había avisado de que llegaría tarde. Hacía años que no dormía más de nueve horas seguidas, y eso que me acosté preocupada. Me di una ducha rápida y bajé. Las llaves del coche y las facturas estaban sobre una mesa.
            No había nadie a la vista. La calle también estaba desierta.
            El coche iba como la seda. Paré a tomar un café y repostar. El gasolinero me preguntó qué tal me funcionaba. Le dije que muy bien, aunque me había dejado tirada a pocos kilómetros de allí.
            –En el 113, como si lo viera…
            Debió notar mi desconcierto y añadió:
            –Esa bruja no sabe qué hacer para dar trabajo a su familia.
            Quise preguntarle, saber más, en ese momento entró otro cliente, yo tenía prisa y me marché. No podía quitarme de la cabeza a la anciana, aún así, el resto de trayecto se me pasó sin sentir.
            Curiosamente, llegué antes de la hora prevista a mi reunión, como si nada hubiera ocurrido.                   
           
           

Graziela

 








UN MAL TRAGO

(BINOMIO MÁGICO)

ACEITUNA Y CEMENTERIO

            No me gustan los cementerios. Aunque en ellos se respira tranquilidad, también hay otro tipo de energías en el ambiente: tristeza, pena y sobre todo muerte. Todas esas tumbas, las esculturas, las lápidas labradas, las inscripciones, las flores. Por no hablar de los nichos, que son como estantería de ataúdes empotrados. Además, siempre que voy a un entierro me acuerdo de Daniel, el niño de Dorita, la vecina, que murió atragantado por una aceituna. Yo creo que me impresiono más porque conocía al crío desde que nació, le había visto crecer. Estaba tan contento dando saltos y la siguiente noticia era que había fallecido.

            Tragarse una aceituna y que se te quede atascada en la garganta debe ser una sensación horrorosa. Su madre en el tanatorio nos contaba lo ocurrido, la angustia que sintió, como si le quitaran un órgano de su propio cuerpo. En el cementerio aún fue peor. La mujer se desmayó. Querían llevarla al coche y ella se negaba, lloraba y daba alaridos. Estaba tan absorta en su dolor que a punto estuvo de caer en la fosa cuando colocaron el pequeño ataúd verde, el color preferido del niño. ¿De qué color sería la aceituna que le dejó en el camposanto? Supongo que no sería de ese tono lechuga, porque tener que pasar la eternidad metido en una caja del mismo color que la oliva que le llevó allí, es una broma de mal gusto.

            Durante un tiempo, dejé de comer aceitunas. Mis preferidas son las negras, como la suerte de Dorita y su hijo.  Ella no duró mucho más. Enfermó del hígado, su piel se torno cetrina, aceitunada y poco después tuvimos que volver a la sacramental y ahora descansa junto a su pequeño, bajo un precioso olivo; paradojas de la vida.

            No debió superar la culpa de pensar que fue ella misma la que le dio al niño la aceituna que lo mató, las había comido otras veces, repetía sin parar. En su casa no entró ni una oliva más. Hasta dejó de usar el aceite que se traían del pueblo, denso y verdusco. Tampoco volvieron a varear.

            A mí me encanta tomar el aperitivo y un buen vermut, con un luquete y una aceituna pinchada en un palillo; me hace feliz, aunque reconozco que desde aquello cada vez que me meto una en la boca soy muy consciente. Aunque la muerte te puede sorprender en cualquier lugar. A mí en el cementerio no me esperan, pienso seguir disfrutando de las olivas de camporeal, manzanilla, gordal, o las perlas negras con su pimentón y su cebollita, mis preferidas. Tanto placer seguro que es pecado, una vez muerta e incinerada me queda la tranquilidad de que no acabaré en una fosa y me da igual si eso me lleva al infierno.

            ¡Pobre Danielito! Bajo tierra por culpa de algo tan inofensivo como una aceituna.