– Muy bien, pero la niña chica no puede
ir.
Me quedaba con las ganas de
disfrutar de las atracciones, de comer el algodón dulce de colores, que nunca
había probado, de oler mientras se hacían las almendras garrapiñadas que luego
me traían en su bolsa de celofán, estrecha y pringosa. Os juro que añoraba todo
aquello aunque no lo hubiera conocido y me moría de envidia cuando mis amigas
me contaban que habían subido a la noria o al güitoma, que habían comido
churros o bailado en la verbena. Me costó muchas llantinas, y no entendía por
qué yo tenía que quedarme en casa mientras los chicos de la aldea, acompañados
por sus hermanos, padres, tíos o algún amigo de la familia disfrutaban de todo
lo que la feria ofrecía. Era un acontecimiento anual que duraba varios días, se
acercaban a ella de todas las aldeas y pueblos cercanos, y sin saber el motivo
estaba vetado para mí. No comprendía porqué ni las vecinas ni los tíos intentaban
convencer a la abuela para que me dejara ir y como vivía con ella desde que
nací, sin padres, me tenía que aguantar.
Un día, al volver del colegio, la vi
hablando con una mujer joven en la puerta de casa. No era de por allí, yo no la había visto nunca. Seguro que no era de la aldea, ni del pueblo de al lado, nos conocíamos todos.
Al verme aparecer doña Pura frunció el ceño, agriándosele el gesto;
inmediatamente despachó a la desconocida.
Días después de aquella tarde me dijo que podía sacar dinero de mi hucha
y que me recogerían los tíos para ir con los primos a dar una vuelta por el
ferial.
– Ela, ¿En serio? –La abracé y casi
lloro de emoción.
–Sí hija, ya vas siendo mayor y este
año te lo has ganado; estás estudiando mucho, me ayudas más y eres obediente.
Aunque siempre me portaba igual, no
quise decir nada, no fuera a cambiar de opinión.
Hasta me dejó ponerme el vestido de
ir a misa. Cuando llegamos a la explanada frente al campo de fútbol, los ojos
se me abrieron tanto que me escocían. Era como tener un sueño estando
espabilada. Me encontré con mis amigas. Yo me rezagaba mirándolo todo con ojos
nuevos, un poco aturdida por los
ruidos y el bullicio y tenían que tirar de mí para no perderme; me quedaba embobada a cada rato.
Compramos altramuces y coco, que me
supo a lugares lejanos. Según íbamos andando me llegaba el olor a aceite
refrito de los churros, el aroma delicioso del chocolate caliente; el dulzór
del algodón de azúcar y las almendras que tanto me gustaban. También olía al
polvo que levantábamos con los pies andando sobre la tierra. Entendí entonces
porqué los chicos volvían tan sucios. Tantos colores y el movimiento me
mareaban a ratos; me sentía flotar.
La verdad es que me daba un poco de
miedo subirme en las atracciones. Lo primero fue la noria y me pareció tan
divertido que después quería montar en
todo lo demás.
La música de las distintas casetas
se entremezclaba. Al principio me sobresaltó el ruido de los tiros de escopetas
de perdigones que si rompían los palillos o explotaban los globos que giraban en
la ruleta, te daban peluches, cajetillas de tabaco o pelotas; los golpes del
mazo sobre el hierro, para probar quién era el más fuerte. El señor de la
tómbola no callaba, como los vendedores del mercadillo, aunque este nos hacía
reír con las cosas que decía para animar a la gente a jugar.
Marita dijo que teníamos que entrar
en “la casa del terror”, que era muy divertido, que se acordaba de que el
hombre lobo tenía los ojos más claros que los míos, como si fueran de agua y
daba mucho miedo. A mí no me hacía ninguna gracia que me asustaran, claro que como
no quería ser una ñoña, accedí. Pasamos por la taquilla para sacar la
entrada y resultó que la señora que las despachaba era la que había visto
hablando con mi abuela días antes. Era muy guapa, aunque parecía triste. Al
llegar mi turno puse las monedas en el trozo de madera de la ventanilla, y creo
que al verme se le alegró la cara. Dijo que sabía que era la primera vez que venía a la
feria y que estaba invitada, que podía pasar gratis todos los días hasta que se
fueran. No supe qué decir, además, al darme la entrada me acarició la mano y
sonrió con mucha dulzura.
Cuando cumplí los 14 y poco antes de
que comenzara la feria de ese año, la abuela me contó mi historia. Ha pasado
mucho tiempo y todavía intento digerirla.