Graziela

 

UN GRAN AMOR

 Llevábamos meses saliendo, sabía que Alejandra tenía una perrita, pues me hablaba de ella y algunas veces se marchaba antes para sacarla a pasear.

Cuando me propuso ir a su piso, para que Leya, su perra, no estuviera sola tanto tiempo me pareció buena idea, aunque la había visto en muchas fotos, así podría conocerla de una vez y tratar de entender porque había conquistado el corazón de mi chica.

Leya era pequeña, peluda y chillona. Desde que llegué no dejó de ladrarme, y eso que la cogí en brazos cuando se subió al sofá y la acaricié con cuidado, para hacerme su amigo. Salí a pasear con ellas y dimos unas cuantas vueltas con un frío horrible,  hasta que la perra hizo sus necesidades, y volvimos ateridos a casa.

Nos pusimos cómodos, y para entrar en calor vimos una serie mientras nos besábamos, entre abrazos y caricias. Leya también quería estar con nosotros y se quejaba si nos movíamos, ladrando o chillando, lo que me incomodaba bastante aunque a Alejandra le hacía gracia. Es muy posesiva, decía besándola en la cabeza.

Para mejorar la situación propuse irnos al dormitorio. En  la cama, Leya se instaló la primera, y dejó claro que el intruso era yo. Se metía entre nosotros. Si me movía, me mordía los pies, ladraba muy cerca de mi cara, enseñándome sus dientes enanos; se me subía encima y me arañaba, haciendo un extraño bocadillo entre los tres. Cada vez me ponía más nervioso. Notaba que Alejandra estaba más pendiente de la perra que de mí: la acariciaba, la sujetaba o la apartaba, según el momento y así yo no podía concentrarme.

Desesperado decidí apartarme y dejarlas espacio. La perra parecía encantada y Alejandra no se molestó, como cabría esperar. No hubo manera de hacerlo en toda la noche, pues aunque Leya se durmiera, como lo hacía pegada a su ama, en cuanto me acercaba gruñía, ladraba o me mordía. Tenía muy mala leche la mierda de perra.

Ya un poco desesperado sugerí a Ale que la sacara de la habitación y cerrara la puerta y dijo que era un desalmado, que ella no podía hacer eso a la pobre Leya. Así que fui yo el que se marchó y allí se quedó ella con su insoportable animal. Y no he vuelto a saber nada de ninguna de las dos.

 

 

 

 

 

 

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