Graziela


DESEOS

            Estaba decidida, había llegado el momento de que alguien alborotara mi vida, que rompiera en añicos el muro de cristal que durante años había levantado a mí alrededor. La rutina y el aburrimiento me asfixiaban. Quería salir de la rueda que giraba impulsada por la desgana, que como la esfera de un reloj solo esperaba ser recorrida por las manillas, a intervalos exactos.
            Fije mi mirada en aquél profesor que sacaba libros de botánica. Era amable, cuando venía a devolverlos, sin dejar de mirarme a los ojos, charlábamos un roto. No nos conocíamos mucho, aunque intuía que él también se sentía solo. En varias ocasiones me había invitado a tomar café. Yo necesitaba  algo más que una taza humeante y aromática entre mis manos, acompañada de interesante conversación.
            Dos noches locas fueron todo lo que conseguí con el botánico, aunque dejo el pabellón bien alto. Después comencé a sentirme mal. La falta de costumbre, pensé. Aquello no se me pasaba, estaba agotada. Tenía que ausentarme del trabajo con frecuencia, yo que no faltaba nunca. Mis compañeras, preocupadas, insistían en que visitara un médico, tenía muy mala cara, había perdido peso. Estaba fatal.
            Bueno, dijo el doctor después de preguntarme cuantos años tenía, no me extrañaría que esto fueran los síntomas de que ha entrado en esa edad. Le vamos a hacer una analítica completa y un par de pruebas diagnosticas, para descartar otras cosas. 
             Este hombre es imbécil, pensé al escucharle.
            Una semana después, no podía creer lo que me había dicho, miraba y remiraba los resultados de los análisis  sin poder evitar  que se me cayeran las lágrimas.
            No era esto a lo que me refería al desear que alguien me alborotara la vida. Ahora tenía cinco meses por delante para hacerme a la idea.

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