Graziela


DE MÍRAME, Y NO ME TOQUES

Notaba que el suelo había comenzado a moverse bajo mis pies, no era un gran seísmo, sino un simple temblor, leve, constante, que me indicaba que todo mi mundo corría el riesgo de derrumbarse.
Nuestras cuentas cada vez tenían menos dígitos, aunque los gastos de la casa y míos fueran los mismos. No me costó mucho darme cuenta de que Juan cada vez llegaba más tarde a casa y en peores condiciones. Hedía a tabaco y alcohol. Se justificaba aduciendo que tenía que sacar a los clientes que venían de provincial, sin embargo tanta dedicación no se traducía en sus ingresos. Me sentía impotente y desesperada por la situación, quería ayudarle y evitar que se acercara con largos pasos a aquel precipicio que le atraía con la fuerza de un imán, que le robaba la voluntad. Decidí acompañarle en algunas de sus salidas, en un intento de evitar que siguiera abusando del alcohol y otras drogas yo también empecé a tomar alguna copa para acompañarle. Nunca me gustó beber, sus wiskis me sabían a mata-ratas, pero a fuerza de probar me aficioné al gin-tonic; su sabor amargo, las burbujas acariciando mi paladar me producían una sensación agradable, me sentaba bien, con su ayuda me sentía más divertida y locuaz, hasta el punto que sus clientes empezaron a valorar mi presencia en las cada vez más frecuentes reuniones informales.
Tuvimos que pedir un crédito, avalado con el piso para poder mantener ese ritmo, prescindiendo de la escusa del compromiso laboral. Me levantaba tarde, cuando llegaba Juan, llamaba al timbre del portal y yo bajaba para tomar el aperitivo por los bares del barrio en los que ya nos conocían o en alguna terraza, si el tiempo lo permitía, luego volvíamos a casa sin hambre. Con reuniones o sin ellas después de las cenas, que cada vez era más frugales, sacaba unos hielos y preparaba las bebidas. Las botellas no nos duraban nada, hasta que mi marido empezó a dejar de comer, a sentirse mal. Abandonó el trabajo.
Nueve meses tardó la cirrosis etílica en llevárselo por delante. A mi me costó recuperarme y empezar una nueva vida, sin un céntimo y sin oficio. Mi calidad de bebedora social y el buen cuerpo que a mis 45 años mantenía me proporcionaron la oportunidad de adentrarme en el mundo de la noche. Entre a trabajar en un bar de copas, en el que supe hacerme valer. La jefa estaba encantada conmigo pues era capaz de ingerir una botella entera yo solita, que por supuesto pagaba el cliente de turno encantado con la conversación, aunque entre mis compañeras fuera la mujer de “mirame y no me toques”, pues nunca consentí que se propasaran conmigo ni tener sexo por dinero, además a ciertas horas de la madruga había días que un simple empujón me hacía perder el equilibrio.
Después de tres años maltratando mi organismo con ese líquido que me achicharraba por dentro, conseguí salir de la ruina en todos los sentidos y monté mi propio bar, en el que sólo toco las botellas para servir a los hombre que lo frecuentan, y a las chicas que les ayudan a gastar. No es mala vida, aunque algunos de ellos me recuerden a Juan.


1 Response
  1. Arvikis Says:

    La bebida como es una gran fuente de ingresos para el estado, se ha revestido al igual que el tabaco de relación social. Puedes comprar el alcohol que te de la gana pero no un antibiótico para un dolor de muelas.
    Bien. Saludos.
    Javier