Graziela
EL ESPÍRITU NAVIDEÑO

Manu había perdido la ilusión por las fiestas navideñas. Pasaba las hojas de los días de diciembre y cada vez se sentía más triste al ver aproximarse el 24. No entendía que le estaba pasando, pero no le gustaba. En varias ocasiones salió a pasear por la ciudad para ver si con la alegre iluminación de las calles conseguía animarse un poco, sin conseguirlo. La decoración de los escaparate y el frenético transitar de la gente cargados de paquetes tampoco le ayudaron, al contrario, esto le hizo confirmar que las navidades se habían convertido en una gran campaña publicitaria para incitar al consumo masivo, aunque muchos no pudieran permitírselo. Este año ni siquiera le apetecía la comida que organizaba con los colegas.

Su pareja se empeñó en montar el belén y comprar un abeto, para llenarlo de bolas y bombillas, como otros años, aunque él accedió de mala gana a colaborar en la labor de colgar los adornos y lo hizo sin ningún entusiasmo. Su casa era en el único lugar en el que podía permitirse el lujo de mostrarse tal y como se sentía, sin tener que poner buena cara o fingirse feliz. No quería saber nada del menú navideño, y se agobiaba pensando en los regalos para sus sobrinos.

Para colmo de males dos de los médicos que normalmente ejercían de reyes magos en el hospital tenían gripe y como los de oriente no podían faltar a la cita en la planta de oncología infantil le pidieron a Manu que ejerciera de Melchor. No le hizo ninguna gracia, no se sentía animado y siempre le impresionaba ver a aquellos niños pálidos o cetrinos, sin pelo, con profundas ojeras y enganchados a un montón de tubos, pero no podía negarse.

Una enfermera se encargó de maquillarle y colocarle la barba y la peluca. Cuando le entregó la ropa que debía ponerse y vio la capa color burdeos todos los recuerdos de las navidades de su niñez asaltaron su mente. Recordó la bata de terciopelo que su padre se ponía para colocar los regalos junto al árbol. En más de una ocasión le observó nervioso, con ojos inocentes, desde el fondo del pasillo, pensando que era el mismísimo Melchor. Sabía que estas fechas nunca volverían a ser igual, su reciente ausencia aún le dolía. No quería que las lágrimas arruinaran el maquillaje, así que tragó saliva, se puso la corona, respiró profundamente un par de veces y salió poniéndose los guantes. Todo el séquito cogió el ascensor. Al llegar a la quinta planta ya había niños esperándoles.

Fueron paseando por las distintas salas, entregando regalos a los pequeños. A Melchor le tocó entrar en la zona de aislamiento y tras el grueso cristal felicitar a los más graves. Manu se sintió impresionado por una niña que llevaba un pañuelo rosa en la cabeza y al verle mostró una sonrisa sincera que puso luz en su rostro cansado. Estaba dibujando un crisma, no tendría más de seis años y sus ojos reflejaban poca vida, sin embargo, su mirada era tan profunda y mostraba tanta ilusión al verle que avivó la semilla de esperanza en el corazón de Manuel. De fondo escuchó su villancico preferido, ése que su padre acompañaba siempre con la zambomba o la pandereta. Fue un momento mágico. Había recuperado la ilusión, el espíritu navideño volvió a su vida.


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1 Response
  1. PILARA Says:

    Cuando no se está de humor, estas fiestas de fiesta tienen poco. Por suerte los pequeños ponen una nota de color con su entusiasmo.