Graziela

EN SOLO UN INSTANTE
(Cuento Publicado en Miscelánea Literaria. Revista trimestral. nº 13.)

Le parecía mentira que realmente hubiera llegado el momento. Lo estaba sintiendo en sus propias carnes y sin embargo aún no podía creerlo, o no quería creerlo. Tenía miedo, sin embargo pese al dolor que sentía no sufría por ello, dejó lo que estaba haciendo y se fue a recostar un rato en el sillón, a ver si se le pasaba.
En estos momentos comenzó a recordar diversos episodios de su vida que ya casi creía olvidados y aún así seguían siendo parte de su existencia y probablemente gracias a ellos, se encontraba aquí, ahora en esta determinada situación.
En solo un instante, de forma breve, con absoluta nitidez fue reviviendo situaciones; como si de pronto se hubiera roto un compartimiento estanco de su memoria que había permanecido cerrado y aislado en algún lugar recóndito de su cerebro y sin saber bien porque, se había abierto espontáneamente, dejando escapar imágenes que veía perdidas en el espacio, pero perfectamente ubicadas en el tiempo.
Por un momento se vio corriendo por una inmensa pradera, sus largas trenzas rubias hondeaban al viento y podía sentía el aire fresco de la montaña en su cara, a lo lejos una figura grande y maternal la esperaba con los brazos abierto; era su abuela Clara, a la que tanto había querido y que tanto añoraba ahora. Gran parte de su niñez la había pasado en el caserón de sus abuelos, en una aldea pequeña, que distaba al menos una hora de cualquier centro urbano medianamente grande y en la que aún se hablaba el bable. Sus padres, ambos originarios de esta región de España, marcharon siendo muy jóvenes a Oviedo, en busca de un mejor porvenir, alejándose así de la vida en el campo y del trabajo de la vaquería. Se casaron y cuando ella nació, debido a que necesitaban el salario de los dos para mantenerse, se vieron obligados a dejarla al cargo de su abuela paterna, que la cuidaba con mimo, colmándola de cariño y amor cuando podía prestarle atención, mientras efectuaba las abundantes tareas de la casa y de la granja.
Recordaba ahora con dulzura y tristeza aquellos domingos lejanos, en que su tío Damián, hermano pequeño de su padre, que trabajaba en la mina y aún estaba soltero, las llevaba a ella y a una amiga suya a la playa a pasar el día. La abuela les preparaba el almuerzo y pasaban todo el tiempo jugando en la arena y bañándose. Evocaba el color del mar en contrate con la arena y el batir de la olas en el rompiente, donde solían comer. A estas deliciosas excursiones pronto se les unió Marina, la que luego se convertiría en la mujer de Damián. Ella siempre había sentido una especial adoración por su tío, que por otra parte era con el que se había relacionado durante su infancia y en realidad, el único que alguna vez se había mostrado interesado por ella, pese a todos los hermanos que tenían sus padres.
Notó un dolor sordo en la parte de sus riñones que le hizo volver a la realidad, recuperando así su vida actual; desapareció con la misma rapidez con la que había venido al relajarse y cerrar los ojos de nuevo, no quería precipitarse, ni ser alarmista, por lo que decidió aguantar sola mientras pudiera, hasta realmente cerciorarse de que se trataba del momento esperado.
Volvió a sus ensoñaciones y ahora la imagen la traslado al instituto, donde había cursado sus estudios de secundaria, ya en Oviedo y viviendo con sus padres.
Nunca había podido precisar si los constantes desacuerdos y discusiones entre sus padres y ella, había surgido a raíz de no haber pasado su infancia con ellos, lo que en cierto modo hacía que no se conocieran en profundidad o si eran debidos al cambio tan abismal existente entre la vida que había llevado con su abuela en la casona y la que se veía obligada a vivir en una ciudad tan grande, en la que se sentía perdida e indefensa, desubicada de su entorno habitual.
El recuerdo de esta época de su vida la hizo encogerse y retraerse dentro de sí. ¡Que inocente e ilusa había sido! Tan tímida e introvertida. Recordaba lo difícil que le resultaba hacer amistades. En Oviedo todo era diferente, se sentía a años luz de la gente de su edad.
Ella había recibido una educación sencilla, en contacto con la naturaleza y no sabía nada de técnica ni de tendencias de moda. Era realmente una absoluta “paleta”, por ello se sentía observada por todos sus compañeros de clase, así como por la gente del vecindario. De toda esa época solo recuerda la amistad que tenía con Hortensia, una chica que también había sido criada por sus abuelos y a las que la unía un denominador común, el amor por la montaña y el miedo a la ciudad; literalmente ambas se sentían engullidas por el constante ajetreo y el bullicio allí existentes.
Por las noches y pese a estar cerca de su madre, sentía tanta nostalgia por su casa que en la oscuridad y el silencio, a veces se le saltaban las lagrimas al recordarla, le faltaba el calor y el amor de su abuela.
Todo se fue complicando con el transcurrir de los años, ella era buena estudiante e iba sacando los curso, fue entonces cuando aquel joven profesor de literatura, alegre y mundano se fijó en ella. Y ella, como una tonta se enamoró perdidamente de él.
En que hora se le ocurriría apuntarse a aquellas clases, tan interesantes que por otro lado le marcaron de por vida, abriéndose un terrible abismo a sus pies al poco tiempo de conocer a Miguel.
Miguel era un ser encantador, cariñoso, agradable, ameno y divertido, con el que desde un primer momento y pese a su timidez se había sentido muy a gusto. Era una de esas personas que saben valorar y sacar lo mejor de cualquiera.
Con él y casi sin darse cuenta, se le olvidaba su vergüenza y no se sentía constantemente observada, sino que perdía la conciencia de si misma y se veía desde fuera, como una joven brillante, dulce y simpática. Él le hacía sentirse como un tesoro.
Fueron pasando los meses y la relación cada vez se fue haciendo más íntima, se veían casi todos los días y salían juntos los fines de semana. En esta época fue primordial el apoyo de Hortensia, su mejor amiga y su confidente.
Aunque Miguel le doblaba la edad en el momento en que se conocieron, en realidad no se notaba una gran diferencia entre ellos, ya que Ana siempre había aparentado ser más mayor de lo que realmente era; tenía una complexión fuerte y aunque era delgada, su aspecto no resultaba en absoluto frágil, al contrario, era esbelta destacando sus formas. Siempre parecía fresca y lozana.
Ella hacía referencia a Miguel como si fueran novios y su madre, con la que no hablaba mucho, así lo intuía.
Sin embargo, pese a esa imagen de fortaleza física y a ser una chica instruida, era bastante inocente e ilusa y por ello casi sin saber cuando ni darse cuenta se quedó embarazada, lo que constató uno de esos test moderno que se compran en de farmacia que se hace una misma, aunque a ella se le ayudo Hortensia. Le parecía casi imposible que por haberlo hecho un par de veces hubiera podido quedarse en estado; además nunca le había prestado mucha atención a sus menstruaciones y no sabía cuando le tocaba ponerse mala, por lo que espero un mes más para confirmarlo.
Cuando tuvo la absoluta certeza se lo dijo a Miguel, esperando que este la ayudara, pensando en un primer momento que sería estupendo estar casada con el hombre que amaba; sus padres se sentirían disgustados al principio, admitiendo fácilmente esta opción como la mejor solución y con su ayuda, ella incluso podría seguir estudiando hasta acabar su formación.
Las cosas fueron muy distintas y Miguel reacciono de forma totalmente inesperada para ella, proponiéndola en primer lugar pagarle un aborto asegurándole además que él no tenía ninguna intención de casarse con ella ni ahora y después y esto, no iba a modificar sus planes, ya que tenía novia en Barcelona desde hacía años, con la que se escribía constantemente y veía siempre que podía, con la que pensaba contraer matrimonio en un futuro no muy lejano. Confesándole así el engaño que durante todos estos meses había estado sufriendo.
Ana estaba atónita ante las manifestaciones de Miguel y sobre todo tremendamente decepcionada, ya que nada de lo que ella había pensado era real para él. Se sentía como una estúpida, confiada y romántica que había creído en un hombre, cuando él lo único que había hecho era utilizarla, divertirse y entretenerse. Limitándose a decirla que averiguaría la dirección de algún buen doctor que se dedicara a practicar abortos y que él correría con todos los gastos.
Hortensia la aconsejó decírselo a su madre, a lo que ella se negó en redondo y decidió ir a ver a su abuela, dispuesta a confesarle todo, implorando su ayuda y su apoyo, sin tener muy claro que era lo que ella realmente deseaba hacer.
Recordaba con total nitidez el momento en que llegó a su casa y como su abuela de forma inmediata y con solo mirarla a los ojos, supo que algo no estaba bien y que Ana se sentía muy desdichada.
Cuando poco a poco, entre sollozos y sentadas en la cocina viendo humear la olla le contó cual era su problema, su abuela se levantó y la abrazo, permaneciendo callada largo rato y después le pregunto sin preámbulos que pensaba hacer.
Ana no estaba segura de nada y si el hijo que iba a tener era el producto de un engaño, pues así veía ella ahora lo que antes consideraba un amor desmedido, no lo quería y menos aún si iba a tener que criarlo sola, sin el apoyo de un hombre, al haber visto lo dura que podía ser la situación cuando a una prima de su amiga había pasado por ese mismo trance y aunque Oviedo era una ciudad grande, los comentarios y habladurías de la gente se suceden igual que en una aldea.
Clara solo quería el bienestar de su nieta, fuera al precio que fuera y tras dos días sopesando los pros y los contras de cada decisión, hablo con Marina, su nuera, que era enfermera exponiéndole la situación; mostrándose ésta dispuesta a ayudarlas.
Marina acompañó a Ana a una Clínica muy renombrada de Oviedo y su abuela corrió con todos los gastos de la intervención, invirtiendo en ello sus escasos ahorros, llevando el tema en absoluto secreto en el que solo ellas tres estaban incluidas. No quería que su nieta tuviera nada que agradecer a ese cretino que se había aprovechado de ella.
La intervención fue rápida y limpia y a las pocas horas Ana estaba de nuevo en la casona, ya sin su “problema”. Su abuela la cuido durante tres días más y regreso a Oviedo a casa de sus padres, que nunca llegaron a saber nada del asunto.
Por su parte Miguel pidió el traslado y salió de la vida de Ana de forma rápida, sin escándalos, ni promesas. Nadie, salvo Hortensia sabía la verdad y el porqué de las lagrimas de su amiga y su falta de apetito y su apatía.
Recordó entonces Ana con horror los meses que siguieron a la marcha de Miguel y los problemas físicos y emocionales que padeció, sin que nadie viera una explicación visible a este hecho.
El recuerdo de las imágenes de abandono, de autodestrucción y el sentido de culpabilidad que sufrió durante largo tiempo y las consecuencias de todo esto, hicieron que a Ana se le inundaran los ojos de lagrimas, calientes y amargas que resbalaban ahora por su rostro, ya maduro y un poco hinchado.
Viendo que la tristeza y abatimiento de Ana no remitían, sus padres la llevaron a los mejores especialistas, por mediación de Marina que se interesó mucho por el estado en que se encontraba, puesto que ella sí sabía cual había sido el proceso que la había llevado a tal postración.
Se sentía muy mal, no apreciaba la vida en absoluto, nada la consolaba y además quería hacerse daño y se lo hacía a los que la rodeaban sin quererlo.
Con tantos recuerdos tristes, a estas alturas, ya había comenzado a llorar abiertamente, hipando y sollozando al evocar aquella época tan difícil y dolorosa, que casi creía superada y que había mantenido oculta en el último rincón del cajón más recóndito de su existencia.
Ahora se sentía empujada a seguir adelante, a afrontar cada día por duro que fuera, disfrutando de cada amanecer; se incorporó a duras penas del sillón y se fue hacia el cuarto de baño.
La imagen que le devolvió el espejo de ella misma no la complació en absoluto. Su pelo estaba alborotado, tenía los ojos irritados e hinchados y unas ojeras oscuras y profundas surcaban su rostro, que además parecía bastante pálido.
Abrió en grifo de la ducha y se metió en la bañera, pensó que esto la relajaría y mejoraría un poco su aspecto. Dejó que el agua primero templada, luego tibia y finalmente fresca resbalara por su cuerpo, recorriéndolo delicadamente como un bálsamo suave y reconfortante, limpiando de paso su mente y dejando alejarse aquellos recuerdos dolorosos de su vida, con los que tantas veces había soñado y que tan profunda huella había dejado en su existencia.
Mientras estaba bajo la ducha, se sintió tremendamente agradecida por haber podido superar aquella depresión y una nueva punzada en la parte baja de su vientre la obligó a doblarse y permanece agachada en la bañera, mientras el agua resbalaba por su espalda, hasta que recobró las fuerzas y pudo salir y secarse sentada en una banqueta.
Después se dispuso a arreglarse el cabello con delicadeza, siendo consciente de cada movimiento mientras examinaba su reflejo en el espejo, percibiendo ese brillo profundo que emanaba de sus ojos, sintiéndose observadora y observada al mismo tiempo.
Estaba muy tranquila, como si la ducha, los dolores y los recuerdos en su conjunto hubieran conseguido hacer aflorar esa paz interior que con tanta frecuencia sentía últimamente.
De pronto, sintió hambre y fue a la cocina a prepararse algo, sabía que en su estado y en este preciso momento no debía comer mucho, así que se preparó un batido de frutas, pensando también que sí la espera se prolongaba o tenía complicaciones, pasaría muchas horas sin comer nada y tampoco quería sentirse débil; le quedaba una dura tarea por delante.
Se instaló nuevamente en el sofá y cuando parecía que se estaba quedando traspuesta volvieron de nuevo sus recuerdos, curiosamente en el mismo punto que los había dejado.
Hizo un nuevo recuento de todos los tratamientos que había seguido con el fin de acabar con aquella terrible depresión nerviosa.
La psicoterapia, con aquella consultar largas y estériles en la que lo único que ella creía conseguir era salir peor de lo que entraba; los tratamiento farmacológicos, que la hacían permanecer durante todo el día soñolienta y atontada, con los que parecía que su mente se acorchaba y apaciguaba, dejando de martirizarla con pensamientos negativos y destructivos.
Recordó todo aquello con pena, sin agobios, ya que el tiempo y la distancia habían conseguido que lo viera desde lejos, como una mera espectadora y que su recuerdo, no la hiciera sentir ese miedo cerval que sentía al principio solo con pensar en que podía volver a encontrarse nuevamente en el mismo estado. Pensaba que siempre tendría la espada sobre su cabeza, aunque se había dado cuenta que la misma espada puede estar encima de cualquiera y había dejado de temerla de esa forma tan desmedida.
Hoy en día las depresiones son un trastorno o enfermedad muy extendidos y del que la gente habla muy a la ligera, probablemente porque no han padecido ninguna. Pero cuando Ana comenzó a tener ciertos síntomas como inapetencia, apatía, un sentimiento de honda tristeza y unas ganas terribles de llorar a todas horas, sin que nada ni nadie la consolara y la hicieran salir de aquel estado; no todos los médicos sabían como tratarla ni que era lo más adecuado, si hacerla o no hacerla caso.
Sonrió al recordar que D. Antonio el médico de cabecera de su familia, tras tratarla durante meses con jarabes e infusiones, dijo a su madre que lo que Ana necesitaba era un novio.
¡Pobre hombre! y pensar que todo eso era consecuencia de haber tenido novio, le producía ahora risa.
Recordó también como con la ayuda de Marina, que la paseó por toda España en busca de cualquier persona que pudiera ayudarla y aportarle alguna solución o tratamiento eficaz a su dolencia, poco a poco y “tocando muchos palos”, parecía que había ratos en los que no se encontraba tan mal; se fueron multiplicando y muy despacio, con cautela fueron superados por los momentos en los que se encontraba peor.
Atrás fueron quedando los días en que amanecía y anochecía y en su mente solo permanecía la idea de dejar de sufrir, aunque para ello tuviera que quitarse la vida, a sabiendas que no lo haría, pues siempre había sido muy miedosa y algo pasiva, así que solo se dejaba vivir, sin ver ningún otro aliciente.
Se dio cuenta entonces al sentir otro fuerte dolor, esta vez en los riñones, cuan distantes se encontraban aquella Ana, depresiva y triste, como ausente y la Ana actual, vitalista, animada, abierta y feliz y nuevamente en muy poco tiempo y sin sorprenderse por ello, se vio dando gracias a la vida, no solo por lo que era y tenía ahora, sino por todo aquel largo y pedregoso camino que había tenido que recorrer para llegar a este punto. Una fuerte contracción le vino precisamente mientras tenía estos pensamientos y la sensación de que algo de ella se derramaba cálido entre sus piernas, le dio la certeza que esperaba. Estaba de parto.
Lo primero que hizo fue llamar a Manuel al Hospital y decirle que no se preocupara, que todo iba perfectamente y que podía venir tranquilo; tenía la certeza de que en diez minutos estaría en casa. Cuando él le preguntó que iban a hacer, ella sin dudarlo le comentó que se sentía muy bien, fuerte y confiada, y que ahora llegado el momento estaba segura de que quería que Herminia, la comadrona la asistiera en casa, así que él quedo en avisarla.
Después y con total tranquilidad llamó a su madre, que había venido desde Oviedo para estar con ella en estos momentos y creía que se lo debía; no la hacía demasiada ilusión.
Sin embargo le habría encantado poder contar con la ayuda de la abuela Clara, que desgraciadamente había muerto hacia dos años, por lo que no podría sentir su mano firme y áspera apretando la suya. Curiosamente con solo evocarla su recuerdo ya la estaba ayudando.
Manuel llamó a Herminia inmediatamente y quedó en reunirse con ella en casa, saliendo disparado de la consulta. Todos allí sabían lo que pasaba con solo verle la cara. Llevaba días en los que se sobresaltaba con que sonara el teléfono, en espera de que la llamada fuera de Ana indicándole que había llegado el momento.
Durante unos minutos el tiempo parecía haberse detenido, cuando se encontró en medio del tráfico y recordó aquella tarde, ahora tan lejana en la que Ana y él se habían conocido y como la profundidad de su mirada le había cautivado desde el primer instante en que la vio. Aun hoy le seguía sorprendiendo esa extraña mezcla de suavidad y tristeza que había en sus ojos, como las pequeñas chispas doradas que los salpicaban.
Seguramente fueron sus ojos precisamente lo que más le llamó la atención de ella, dada su profesión, pues era oftalmólogo y se pasaba todo el día viendo los ojos de la gente y nunca había visto unos como los de su mujer.
Cuando se conocieron el tenía novia y ya se habían planteado el hacer planes de boda, incluso estaban empezando a mirar pisos. Ella era una compañera de carrera con la que siempre se había llevado muy bien y se querían mucho, pero cuando Manuel conoció a Ana, comprendió que no estaba enamorado de Isabel.
Antes incluso de saber si podría salir con Ana, decidió romper una relación establecida, que mantenía desde hacía más de cuatro años.
La verdad es que fue un drama horroroso tanto para Isabel como para las familias de ambos y más por lo sorprendente de la situación, no habían discutido y él no sabía nada de Ana, habiéndose limitado a verla durante la hora de consulta en dos ocasiones. Una vez pasado el primer trago, él se sintió más seguro y libre para poder conquistar a la que desde el comienzo consideró la mujer de su vida y con la que llevaba viviendo seis años.
A Manuel le hacía una ilusión tremenda tener un hijo y Ana nunca parecía estar preparada para ello, por eso le sorprendió tanto cuando ella le comunicó que estaba embarazada, lo que le hizo sentir el hombre más feliz del mundo.
Desde el comienzo del embarazo, Ana dejó de trabajar aunque trabajaba en una biblioteca y podría desarrollar el trabajo perfectamente estando embarazada decía que quería disfrutar de cada momento de este embarazo y a él le pareció perfecto. Además así estaba más tiempo en casa y él podía ir a comer con ella. No le preocupó el hecho de que con un bebe tuvieran que vivir sin el sueldo de Ana, que podían hacerlo perfectamente y con todo tranquilidad dado que si ella trabajaba era porque realmente le gustaba su trabajo y decía que le hacía sentirse realizada.
Al principio el tuvo miedo por Ana, al pensar que tan vez los fuertes cambios hormonales que acompañan a la gestación la afectaran emocionalmente y la descolocaran un poco. Fue al contrario, desde el comienzo del embarazo se mostraba más estable y apenas tenía cambios de humor mostrándose tranquila y encantada con la nueva situación disfrutando de la casa y de su estado.
Estudiaba mucho relacionado con el tema; siempre había sido un ratón de biblioteca, o al menos desde que él la conocía. Daban largos paseos y escuchaban música casi constantemente.
Parecía que los nueve meses se le estaban haciendo eternos, sin embargo ahora notaba que habían transcurrido con una rapidez asombrosa y no podría creer que su hijo estuviera a punto de nacer.
Por fin aparcó el coche y subió a casa rápidamente.
Cuando llegó, Ana se encontraba tranquilamente recostada en el sillón, con los ojos cerrados y nada más verla sintió una serenidad que le hizo relajarse inmediatamente; la besó suavemente en los labios y se sentó a su lado, rodeándola con el brazo los hombros y acariciando su abultada barriga.
Permanecieron así durante unos minutos, mientras, le sobrevinieron un par de contracciones, no muy fuertes y aun espaciadas. Ambos estaban callados, no necesitaban decirse nada. Ella controlaba su respiración y él simplemente se limitaba a abrazaba y sentirla.
Llamaron al timbre; era Herminia con su maletín. Pasaron a la habitación y examinó a su paciente, quedándose sorprendida por lo avanzado que estaba el proceso.
Las contracciones se sucedían con rapidez y cada vez eran más intensas, precisamente por eso Ana se sentía mejor paseando que tumbada.
La madre de Ana también había llegado y los cuatro conversaban amigablemente, siempre que los dolores lo permitían, dejando que el parto se desarrollara de forma totalmente natural.
Llegó un momento en las contracciones le venían de forma continuada, mientras ella intentaba controlarse con la respiración y comenzó entonces a empujar. Fueron solo unos minutos y con una suavidad increíble, sin gritos, ni aspavientos la pequeña Clara vino al mundo y la vida la recibió en los brazos de su padre, que la ayudó a nacer, conteniendo a duras penas las lagrimas de emoción y felicidad que pugnaban por salir, entregándosela a su madre para poder cortar el cordón umbilical que aún la unía a ella.
Ana no podría creerlo, tenía un bebe en su brazos y además era parte de ella y de Manuel. Aquella pequeña criatura era la esencia de la vida misma y la muestra viva de que todo cuanto la había pasado había valido la pena; la beso y se la dio a su madre para que la cogiera, mientras Manuel la estrechaba entre sus brazos y le susurraba palabras de agradecimiento al oído, mientras Ana sonreía complacida y feliz.