Graziela

SENDERISMO.

Practicar senderismo era una asignatura pendiente para una mujer montaraz como Claudia. Le encantaba el campo, la montaña y caminar, pasear por la naturaleza dejándose invadir por ella; al saturarse de verde y de agua, sentía como si le insuflaban vida.
Después de muchos años deseando hacerlo y sin encontrar a nadie con quien compartir esa afición, o que se ocupara de sus inevitables obligaciones para permitirle dedicarse un tiempo a recorrer senderos, había decidido apuntarse en “Tierra de Fuego”, un club que organizaba salidas todos los fines de semana. Aunque solamente fuera un día al mes se propuso quitarse de una vez aquella espina y marcharse sola, con un grupo de gente desconocida, dejando a su marido con las niñas en casa. Se lo merecía y estaba harta de tener que posponer sus deseos en pro de los de su familia. Ya estaba bien de ser la última para todo, de no poder hacer nunca lo que más le apetecía, rindiéndose a las necesidades de los demás. Había llegado a una edad en que sabía que si no se lanzaba ahora, se le pasaría el momento y cada vez le daría más pereza.
La noche anterior casi no durmió, temía no escuchar el despertador o retrasarse, nada de eso ocurrió. Llegó al local antes de tiempo y al poco rato vio venir a Miguel, el organizador, después fueron apareciendo las otras siete personas integrantes del grupo de ese día. Estaba tan ilusionada como si le hubiera tocado una cesta de navidad, se le notaba la emoción en ese brillo que parecía aclarar aún más sus azules ojos.
Pasado Pradoluengo, aparcaron los coches en un pequeño claro abierto entre los pinos, descargaron sus mochilas y comenzaron la marcha. Hacía una mañana espléndida y no le costó mucho esfuerzo la hora larga que les llevó subir la empinada cuesta, mientras disfrutaba del maravilloso paisaje. Una vez arriba vieron la fuente de piedra en la que se podía beber el agua del deshielo de la parte alta de la Sierra de la Demanda. El panorama desde allí era espectacular. Hicieron un descanso que algunos aprovecharon para tomar fotos y otros para coger arándanos, que estaba exquisitos.
Unas extrañas flores llamaron la atención de Claudia y se acercó para poder observarlas. Tenían un tallo larguísimo y leñoso color marrón, con hojas finas y alargadas, muy dentadas, las mismas que rodeaban el enorme cáliz del tamaño de una copa pequeña, que parecía contener un pompón suave y sedoso, de un increíble color violáceo; eran tan espectaculares y originales que otra chica del grupo también se acercó a contemplarlas.
- Son increíbles. Parecen artificiales ¿verdad? –dijo Claudia.
- Sí, son rarísimas. Yo no las había visto en mi vida y eso que suelo fijarme en las plantas porque me gustan mucho y ya hemos venido por aquí en otras ocasiones –argumento Raquel.
- Tienes razón, son curiosísimas. Cuando volvamos me gustaría cortar algunas para llevármelas. Tengo un florero grande en el que quedarían preciosas.
- Pues si quiere cogerlas tendrás que hacerlo ahora, luego bajamos por el otro lado –le aconsejó Raquel.
Lo de cortarlas no resultó ser tan sencillo. El tallo no se rompía al quebrarse, era de una fibra tan dura que le dañó un poco la piel, de nos ser por la navaja que le dejaron se habría quedado con las ganas de llevarse las flores.
El resto de la ruta transcurrió con total normalidad. Pararon a comer a orilla de un riachuelo y se rieron mucho con Matías, un hombre maduro que había recorrido medio mundo con su mochila y tenía una gracia especial contando anécdotas de todo tipo.
En el grupo, muy agradable, había de todo: desde el director de marketing a un seminarista, pasando por una pareja de fisioterapeutas y tres mujeres más, entre todos consiguieron que a Claudia se le pasara el día sin sentir.
De regreso los ocupantes del coche que conducía Matías, en el que iba Claudia, hicieron la mayor parte del viaje durmiendo, presas de un inevitable sopor que les impidió permanecer despiertos al poco tiempo de acomodarse.
Cuando Claudia llegó a su casa las niñas estaban en la cama y Santi la esperaba viendo la tele tumbado en el sofá. Ella estaba eufórica, le contó con todo lujo de detalles la excursión, lo agradable que era el grupo y lo bien que lo había pasado.
- ¿Y esas flores tan raras que has traído? –Preguntó al ver tan extraño ramo.
- Las he cogido en la Sierra de la Demanda, en una zona que llaman la fuente del lobo ¿No te parecen preciosas?
- Yo no diría tanto... ni siquiera me parecen bonitas. No pongas ese gesto. Claro que… originales sí lo son.
- Raquel, una psicóloga que iba en el grupo, dice que nunca las había visto, eso que entiende de flores y le gusta observar las plantas. Además ya les tengo buscado un sitio.
- Muy bien, si te hace ilusión.
- Pues sí, además así tengo un recuerdo de mi primera salida, creo que cuando se sequen quedaran bien. Me parece mentira que por fin haya empezado a practicar senderismo. Es estupendo, no sabes lo que me he divertido.
- Me alegro mucho. Además estás muy guapa con esos colores de pepona que se te han puesto. Hacía tiempo que no te veía tan contenta.
Se sentía feliz y agotada, ni siquiera tenía hambre, así que se dio una ducha bien caliente y se metió en la cama sin cenar.
Al día siguiente, al sonar el despertador, Claudia tuvo que hacer un esfuerzo casi sobre humano para poder ponerse en marcha. Estaba agotada, no tenía agujetas ni le dolía nada, pero no podía con su alma. Estaré incubando algo, pensó. Lo raro es que no tenía ningún otro síntoma que pudiera justificar ese cansancio que arrastró, como si llevara encima rémoras, durante toda la semana. Parecía que después del ajetreado domingo se había recuperado un poco, pero el lunes volvió a sentirse desmadejada, sin energía, y decidió ir a visitar al médico.
Después de reconocerla el doctor le indicó que no había nada en su estado físico general que justificara su extenuación, así que le dio un volante para que se hiciera una analítica y le recetó unas vitaminas.
Un par de semanas más la fatiga persistía, llegó a pensar que le había picado la mosca del sueño. Los análisis eran normales. Cuanto más descansaba más agotada se sentía. Hacía las cosas arrastras, sin embargo en la calle parecía que se animaba un poco. Había pasado un mes desde su excursión y no se sentía con fuerza para emprender ninguna caminata. Miguel, el director del club de senderismo, la animó mucho, planeaban una ruta corta por la zona de La Jarosa de la Sierra; también Raquel, que conocía su malestar, la llamó y quedó en recogerla en su casa, así que no pudo negarse. Santiago, su marido, también pensaba que el cambio de aires le podía sentar bien; la veía tan abatida últimamente que estaba muy preocupado, sin saber cómo ayudarla.
Fue un acierto que se decidiera a ir. Al poco tiempo de iniciar la marcha Claudia se sentía mucho más fuerte que en semanas anteriores. Era como si la vida hubiera vuelto a ella, le parecía increíble experimentar una mejoría tan llamativa; no se cansó en absoluto, al contrario, a cada paso se notaba más y más recuperada. No podía entenderlo. Tal vez, pensó, empezaban a hacer su efecto las vitaminas.
Nada más ver la cara de su mujer cuando regreso a casa Santi supo que se encontraba bien, se la veía lozana y fresca como una flor recién abierta, muy contenta. Los dos pensaron que había superado el bache. No fue así, el lunes el cansancio volvió a aparecer y abrió de nuevo brecha en su cuerpo hasta hacerla sentirse totalmente extenuada, impidiéndole realizar incluso las labores más simples.
Raquel le planteó la hipótesis de que el origen del problema fuera psicosomático y le recomendó hacer terapia. Ella se negaba a contemplar esa opción.
- ¿Cómo va a ser algo psicológico si el único cambio que ha habido en mi vida ha sido a mejor? –intentaba explicarle Claudia con su marido.
- ¿Cómo a mejor? No lo entiendo cariño.
- Sí. La primera vez que me encontré así fue después de la primera salida con la gente del club ¿No te acuerdas?
- Es verdad, recuerdo que cuando regresaste estabas muy guapa. Parecías tan contenta...
- Y lo estaba. Me sentía feliz. Espera... Esas flores.
- ¿Qué flores?
- Las de la habitación. Las que cogí aquel día en la Fuente del Lobo.
- Si, las de tu cómoda que cada vez están más hermosas ¿Qué les pasa?
- Tienen que ser ellas. Son las flores del mal.
- ¡Claudia por favor, no digas tonterías!
- No es ninguna tontería. Es como si succionaran la vida, me chupan la energía por eso siguen creciendo. Cuanto más cerca las tengo peor me encuentro.
- No sigas, estas empezando a preocuparme de verdad ¿Cómo puedes creer eso? Es absurdo.
Sin pensarlo dos veces se levantó airada cogió las flores, las introdujo con rabia en una bolsa de plástico que ató con varios nudos y las bajo a la basura, quería que desaparecieran de su casa inmediatamente y que nadie más atraído por su exótica belleza pudiera cogerlas.
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3 Responses
  1. Pilara Says:

    Hasta las flores matan. Se te está contagiando eso de cargarte a los personajes. Al menos, está se salva en el último momento.


  2. Migueloyor Says:

    ¡Hola Graziela!
    Tu relato me ha gustado muchísimo.
    Tiene mucha miga.
    Me recuerda a un relato de Borges, en el que un perrito doméstico sueña con reconvertirse en lobo montaraz; mientras que un lobo salvaje sueña con la plácida vida de perrito de jardín.
    Al fin y al cabo, la literatura no es más que las ensoñaciones del insomne.
    Las flores de la creatividad, que se encuentra tu protagonista en tierra indómita, asfixian en la vida doméstica.
    La amiga psicóloga de la protagonista tendría que haberle recomendado que guardase las flores de la creatividad en la "nevera", para desarrollarlas en cuanto su marido la acompañara en la fértil libertad artística del senderismo.


  3. Graziela Says:

    ¡Hola Miguel!
    Muchas gracias por tu amable e interesante comentario, y por el punto de vista sobre la amíga psicologa, no se me había ocurrido y me parece estupendo. Lo tendré en cuenta.
    No conozco ese relato de Borges al que te refieres, pero lo leere.
    Gracias