Graziela

 


POMPAS DE JABÓN

 

Me hizo mucha ilusión aquel regalo, aunque ya sabía que era para niños más pequeños. Cuando llegaba del colegio, después de hacer los deberes, mientras mi madre se echaba un rato antes de cenar, yo cogía aquel envase y lo agitaba mucho. En la terraza sacaba el palito con el círculo y soplaba despacito hasta que se  formaban preciosas pompas de jabón con los colores del arcoíris que subían y volaban despacio para ir bajando después y desaparecer de pronto. Me gustaba seguirlas con la mirada hasta que las perdía de vista o se esfumaban. A veces, resistían tanto impulsadas por el viento que llegaban a la calle y alguna persona miraba hacia arriba. Entonces yo me escondía, como avergonzada o les saludaba y me reía, según me parecía. Ahora sé que era una tontería pero era el momento del día en que más feliz estaba, dejaba volar mi imaginación con cada pompa, me sentía libre. Si conseguía hacer alguna grande, como una bola, me gustaba pensar que sería muy resistente y que llegaría hasta el balcón de mi padre, aunque viviera muy lejos, le encontraría leyendo el periódico y pensaría en mí, y me llamaría, y mamá me dejaría hablar con él. Claro que eso era poco probable y no pasaba nunca y no me refiero al milagro que supondría crear una pompa viajera.

Cuando él llamaba jamás me pasaba el teléfono y no le hacía más que reproches, y después de muchas excusas absurdas que impedían las visitar, de pedirle dinero para este o aquel supuesto gasto, le concedía el permiso para el día y hora que se le antojaba para que me recogiera papá, antes de colgar con un sonoro golpe.

Luego venía lo siempre. “Baja las persianas nena, que tengo jaqueca y me voy a acostar un rato. Si tienes hambre en la nevera hay cosas para cenar”. Y no volvía a dar señales de vida hasta el día siguiente.

Yo estaba acostumbrada. Me iba a la cama pronto, para poder pensar en el paseo que daría con mi padre, la merienda en una cafetería, mientras me ayudaba con los deberes. Lo mismo me venía a buscar con Silvia, “esa zorra que nos quitó a tu padre”, según mamá.  Ella me gustaba. Era muy simpática, me compraba ropa y siempre se interesaba por mis estudios, las clases, mis amigas.

Era la innombrable, tenía mucho cuidado para no referirme a ella si quería evitar una bronca, la consiguiente jaqueca y el castigo de no ver a papá en una semana. Al que llamaba echa una loca para insultarle y terminar llorando y montando el número de esposa ultrajada.

Me hacía sentir muy culpable pasármelo tan bien con papá y con Silvia, con lo mal que se había portado, según mi madre.

En casa todo era triste y gris; mi madre vivía siempre en la queja, suerte que teníamos una vecina estupenda y cuando no podía aguantar más me pasaba a casa de Aurora y jugaba un rato con su hijo pequeño, volviendo casi siempre cenada. A mi madre eso le daba igual, bueno, creo que a ella casi todo le daba igual.

Es muy fuerte, sé que suena horrible, pero casi me alegré cuando se puso enferma y a mis tíos no les quedó más remedio que mandarme a vivir con mi padre. Desde aquel momento yo me convertí en otra persona y supe lo que era vivir tranquila.

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