Graziela

 



UN BARRIO TRANQUILO

 

            Mi barrio era un lugar tranquilo para vivir. Recuerdo que no me gustaba mirar al patio de Pepito, en el que el chico daba vueltas sin parar pedaleando despacio en su enorme triciclo, con la cabeza torcida y sonriendo a ratos mirando al vacio, me daba mucha pena; sin embargo, en primavera, cambiaba de trayecto para disfrutar del aroma de la madreselva del jardín del número tres de Virgen del Castañar, justo frente al taller de “el chispa” que hacía un ruido terrible cuando cortaba el hierro.

            La ventada de nuestro dormitorio, daba al pario y en la casa del otro lado vivía un hombre con una deformidad en la espalda; no salía nunca de casa y entretenía las horas asomado a la ventana, acechando como un aguilucho con el ala rota. Indefectiblemente cada vez que nos levantábamos, o nos cambiábamos de ropa, te encontrabas con su mirada fija, de día y de noche; seguramente prefería no asomarse a la ventana de su cocina, por la que vería a su mujer, una señora muy bajita y redonda, con el pecho como un mostrador, que se encaminaba a la tienda de ultramarinos de la esquina y que en cuanto entraba en ella, el tendero, presuroso, bajaba la persiana y echaba el cierre, que no volvía a subirse hasta que ella salía, con las bolsas bien cargadas.

            Allí nos conocíamos todos. Mi abuela, aunque no vivía con nosotros solo tenía que pasar por la pastelería de Asunción, nuestra vecina del bajo, que tenía dos hijas aunque del marido no se sabía nada, y en el rato en que abuela compraba unos bollos se enteraba de todo lo acontecido desde la última vez que vino a vernos.

            Todos los bloques tenían la misma altura, cuatro pisos. Nosotras vivíamos en el último, una casa gélida en invierno y tórrida en verano, justo debajo de la azotea, lo que nos permitía disfrutar más de la terraza, que estaba llena de cuerdas para tender la ropa, a la que mi madre subía justo cuando se ponía la comida en la mesa, para que papá preguntara ¿Pero dónde está tu madre? Ha subido a tender, contestaba alguna de mis hermanas, frase que se ha mantenido en el tiempo siempre que alguien no está en la mesa a la hora de comer "estará tendiendo...".

            En esa misma azotea yo pasaba muchas horas con mi amiga Margarita. Nos subíamos a charlar, comer pipas o a bailar, y como ella que era grande y fuerte me sujetaba emulando a los bailarines de ballet, acabando en más de una ocasión en el suelo; era divertido danzar entre las sabanas que olían a limpio y el viento agitaba como banderas.

            Entonces había porteros en las casas, que vivían allí, a los que se podía recurrir en cualquier momento. En el sótano teníamos una carpintería y en cuando te acercabas a la escalera se escuchaba el chissssss de la sierra, olía a serrín y a veces a barniz, en esas ocasiones,  para evitar el tufo, subía los escalones de dos en dos, abriendo las ventanas que había entre piso y piso.

            Al volver del colegio tenía que ir al mercado para hacer la compra, dejaba la cartera y perseguía a mi madre por toda la casa para que me dijera lo que necesitaba traer “y nada más”, pregunta cuando apuntaba lo último y siempre faltaba algo que añadir, a veces cuando cerraba la puerta la escuchaba decir y trae patatas, “y seguro que nada más…”; lo que más rabia me daba es que cuando llegaba a la calle y doblaba la esquina, desde la ventana del baño la escuchaba llamarme a gritos, yo y todos los vecinos, para encargarme algo que se le acababa de ocurrir, esto me ponía frenética y raro era el día que la lista no se estiraba con tres o cuatro cosas que se le ocurría pedir en el último momento.

            En el piso bajo de la casa de enfrente vivía Amparo, una señora que tenía dos hijas y un chico y se pasaba las horas pendiente de lo que pasaba en la calle, agazapada junto a los cristales, con la ventana entreabierta y oreja dispuesta a escuchar las conversaciones de cualquiera que pasara o se parara cerca de su zona de influencia; se enteraba de a qué hora llegabas, quién te acompañaba y si había despedida y beso en el portal, aunque esa habilidad no le sirvió de mucho cuando circuló el rumor de que su hijo había sido violado o abusaron de él otros chicos, se acusó de aquello a otro chaval de la zona, y después resultó que estaban saliendo, un verdadero escándalo para aquella época, y a partir de eso Amparo dejó de correr el visillo constantemente para enterarse de lo que pasaba fuera.

            Y es que como en todos los lugares tranquilos, en aquel barrio no dejaban de pasar cosas.