Graziela

 


SOMBRAS

             Llevaba una semana muy estresante y necesitaba oxigenarme bien y correr un rato por el parque. Dormía fatal. Además, hacía días que tenía la sensación de que alguien me seguía, esto me hacía volver la cabeza para comprobar aliviada que no era así. 

            Con los cascos puestos, escuchando esa música que tanto me anima, inicié la carrera. Minutos después me los quité para disfrutar de los sonidos de parque, de la quietud,  mientras se empezaban a desdibujar los contornos.

            Sabía que había pavos, los he visto andando por el césped, luciendo el hermoso plumaje de su cola o subidos a los árboles, aunque aquellas nos eran sus voces. Parecían más bien aullidos, pequeños grititos más propios de algún tipo de mono. ¿Simios en el parque? Temerosa, acelere la carrera. De tanto en tanto los chillidos me sobresaltaban. Me sentía observada. No veía a nadie. Las copas de los árboles se convirtieron en una masa oscura, sombras amenazantes agitadas por el viento.

            Estaba cansada, noté cierta presión en el pecho. Paré para respirar mejor: inhalé y exhalé despacio varias veces, de forma consciente, hasta serenarme. Hice algunos ejercicios de estiramiento y torsiones mientras recuperaba el aliento, la calma. Estaba cerca de la salida, en la zona más iluminada, sin nadie alrededor.

            Al levantar la vista hacia la puerta, me asusté. Encima de una de las pilastras había un mono grande que me observaba con atención. Sus rasgos eran casi humanos y los ojos amarillos me escrutaban con una mirada vieja, sabia, haciéndome sentir como si me robaran parte del alma.

            Tenía que pasar a su lado para sobrepasar la verja. No me atrevía. Temía su reacción. Sería fácil lanzarse contra mí, hacerme daño. Con mucha desazón busqué a alguien. Vi acercarse a un chico con un pastor alemán. Esperé a que estuviera a mi altura y les seguí de cerca. Salí al mismo tiempo que ellos. El perro no ladró al simio,  inmóvil como una gárgola. Mientras me alejaba, sin mirar atrás, sentí en la espalda clavarse la mirada amarilla. Un escalofrío me recorrió entera al escuchar el aullido con el que me despidió. Corrí a toda velocidad hacia casa.

            Al llegar al portal respiré aliviada. Con un vaso de leche me tomé una pastilla para dormir, y después de ducharme me metí en la cama. Antes, anoté en la agenda “llamar a Rodrigo, psicoanalista”.

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