Graziela


LA CASA FAMILIAR

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la familia. Sin embargo, a medida que fuimos creciendo aquel ambiente sosegado que lo invadía todo, la tranquilidad que se respiraba dentro de sus muros con la que mis hermanos se sentían felices, se me hizo insoportable; el silencio me resultaba estridente y tuve que alejarme para evitar sentirme contagiada por el lento trascurrir de las horas acunadas por el tedio. Siempre había sido la hija díscola, la alocada, la bohemia, así que a nadie le extrañó que me marchara a vivir a otro país.
Me avisaron de que mis hermanos, Isabel y Jaime, habían fallecido y tenía que regresar para hacerme cargo de todo.
Muchos fueron los años transcurridos sin pisar la casa y una cierta emoción se apoderó de mí cuando traspasé la puerta. Por unos instantes tuve la sensación de que no había pasado el tiempo y que yo volvía a ser una muchacha incomprendida. Todo permanecía igual en su interior. Los muebles y la decoración habían esquivado el paso de los años y se mantenían en perfecto estado, distribuidos del mismo modo que cuando yo la abandone, como si todo hubiera sido congelado en una instantánea, sólo una gruesa capa de polvo les restaba su aspecto patinado. Muy despacio recorrí todas las habitaciones, la cocina, los salones y los baños y un frío intenso se fue instalando en mí. Abrí las contraventanas y las ventanas y dejé que la mañana y los sonidos de la ciudad entraran en aquel espacio aislado. Con el sol las partículas de polvo suspendidas en el aire brillaban; me quedé embelesa contemplándolas y me pareció escuchar voces susurrando. La misma sensación de angustia de antaño comenzó a atenazarme el estómago cuando entré en la alcoba de Isabel y pude ver las lanas del cestillo y sus agujas de tejer. Tenía la sensación de que me la encontraría sentada en su sillón, tricotando. Lo mismo me ocurrió en la biblioteca, donde el silencio se hacía más intenso.
Quería volver a habitar aquella casa, recobrar los recuerdos olvidados de mi niñez, pero era demasiado grande para una familia como la mía; deseaba llenar la casa de alegría, de risas de niños, de música y de colores vivos. Proyecté las reformas y cambios para redistribuirla. Nosotros viviríamos en una zona y dentro de la misma casa instalaría un pequeño hotel con encanto, sólo con cinco habitaciones y sus respectivos cuartos de baños. Preparé un alcoba para mi hijo, la contigua para nosotros y en la de Isabel, que tenía una luz maravillosa y era perfecta para pintar, ubique mi estudio.
Las obras se demoraron hasta principios de año, que por fin pudimos instalarnos. Pronto aparecieron los primeros clientes y el negocio comenzó a dar su fruto. Yo estaba encantada, no paraba en todo el día y me sentía tan feliz que esa alegría se reflejaba en todos mis cuadros. Me costó un poco acostumbrarme, mientras pintaba, a escuchar con frecuencia el ruido metálico que hacían las agujas de Isabel al tejer o a oír el ruido que hacía algún libro de los de Jaime, al caer de la estantería de la biblioteca en mitad de la noche. Mi marido y mi hijo decían que allí había duendes, y yo reía divertida.
Ya tenía mis sospechas, pero cuando encontré por casualidad unos patucos rosas de lana en el cajón de mi cómoda supe que estaba embarazada y que sería una niña, estaba segura y se llamaría como mi hermana.
Me gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua ahora rebosaba vida.


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