Graziela

LILAS

El aroma de las lilas siempre precedía a la presencia de mi madre. Al entrar en casa sabía si ella ya había llegado, sólo por el olor. Aquel perfume dejaba una estela a su paso y la seguía por todas partes.

Yo no me acuerdo, pero dicen que de pequeña tenía pesadillas, me despertaba llorando, asustada, y cuando el ama me quería consolar yo seguía llamando a mi madre, que siempre estaba ocupada o había salido para cumplir con sus frecuentes compromisos ineludibles, nunca se la podía molestar con mis niñerías. Así fue como aquella mujer sabia que me crió tuvo la ocurrencia de poner unas gotitas del perfume de lilas en mi osita preferida, desde entonces mi sueño era más profundo y placentero, sin necesidad de que nadie tuviera que venir a acompañarme, pues aunque me despertara sobresaltada simplemente con aspirar el dulce aroma que emanaba del peluche me volvía a quedar plácidamente dormida.

Fui creciendo y no me entendía con mi progenitora; bueno, en realidad creo que ella nunca quiso saber mucho de mí, simplemente no le interesaba, no formaba parte de sus planes y mi presencia no la divertía en absoluto, aunque yo en cierto modo la añoraba.

Aún era una cría cuando intentaba rivalizar conmigo. Si mi padre decidía que quería que aprendiera a tocar el piano, mi madre contrataba un profesor y empezaba inmediatamente a tomar clases intensivas, aunque se cansaba pronto. Si se planteaba la conveniencia de que yo hablara francés, ella se marchaba tres semanas a la costa azul a descansar y a practicar el idioma.

Creo que cuando empecé a interesarme por los chicos y presté más atención a mi aspecto físico es cuando realmente reparó en mi presencia y no me gustaba ver cómo me miraba. Había odio y envidia en su mirada, cuando me escrutaba y pasara revista a todo lo que me ponía, objetaba mi peinado y hasta la colonia que usaba.

Me sentía observada como un pastel de chocolate entre bocaditos de nata. Tal vez por eso, y por no tener que aguantar más sus críticas ponzoñosas, preferí estudiar en un internado en Irlanda, alejada de sus ojos fríos, perfectamente maquillados, que me parecía que veían hasta lo que pensaba. Por unos años me olvidé del olor a lilas y hasta del color, que siempre formara parte de su atuendo; le fascinaba en todos sus tonos. El servicio la llamaba doña Lila y a mi me hacía mucha gracia, menos mal que ella nunca lo supo…

Cuando me licencié y regrese mi madre no era la misma, la enfermedad la había convertido un una burda copia de lo que fue, ni siquiera su perfume olía igual. Se estaba marchitando, como sus flores, y ella lo sabía y no lo podía soportar. Nunca se quejó y sólo entonces pude disfrutarla, cuidarla, estar a su lado, compartir confidencias. Era una mujer complicada, con mucha personalidad y llena de complejos, sin admitirlo.

Hoy sus cenizas descansan en mi jardín, bajo los lilos, y cada vez que florecen y su aroma perfuma el aire ella vuelve a estar a mi lado y me hace sentir segura, como cuando era niña, aunque sigo odiando el color lila.

(Este relato ha sido publicado en la revista Papirando)

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3 Responses
  1. Enhorabuena pues tu relato merecía ser publicado con creces. Es muy bonito el recuerdo que puede dejar un simple aroma, aunque en ocasiones como aquí se vuelva en un recuerdo amargo. Es curioso a huella quenos dejan algunas personas. Estupendo relato


  2. pilara Says:

    Me ha gustado releerlo, es muy descriptivo y elocuente el poso que dejan algunas personas en nosotros.


  3. Nines Says:

    Precioso, tan descriptivo que se pueden oler las lilas. Al evocar los aromas de las flores o de los perfumes, nos traen recuerdos que nos podemos olvidar.