Graziela


RAMIRO

Ramiro permanece tumbado en un banco de piedra, en el parque. Inerte, como si también él fuera de granito; espera que pasen las horas hasta que den las doce, entonces, lentamente, arrastrando toda su tristeza, encamina los pasos cansados hacia el asilo de Santa Ana. Allí, tras la larga cola de indigentes, las monjitas le ofrecerán un plato de comida, único alimento caliente que ingiere durante todo el día.
       Hace tiempo que dejó de pensar en su pasado, de nada le serviría. Recordar su vida de antes supone un martirio, un tormento lento que le devora por dentro como una carcoma, nublándole el entendimiento, ofuscando su mente. Tuvo miedo de volverse loco, a veces aún piensa que ha perdido la razón.
        Todos hablaban de la crisis y el parecía inmune a ella.
- No te preocupes Sofía, a nosotros no nos afecta –decía una y otra vez a su joven esposa cuando el miedo se pintaba en su rostro tras escuchar las noticias o leer los diarios.
- Otro grande que ha caído ¿Has visto, Ramiro? Y él sonreía, ufano, como si nada de aquello pudiera alcanzarles.
Le costó localizarla. A veces le gusta acercase hasta la Fuente del Berro para observarla de lejos, sin ser visto, aunque seguramente no le reconocería. Las greñas, los harapos y la suciedad ocultan totalmente, bajo el manto de miseria, al hombre que ella conoció, del que se enamoró.
- Está guapísima -piensa Ramiro en voz alta- se va recuperando poco a poco. ¡Ya era hora! la pobre lo ha pasado fatal. Le hice tanto daño... Se quedó escuálida y hasta su preciosa melena parecía otra cayendo en guedejas sin brillo sobre los hombros bajos. Aún es joven. A la que se le van notando los años es a  "Crisis”, que absurdo me resulta ahora el nombre que tan graciosos me parecía cuando lo elegí. Cris la llama ella cuando se aleja detrás de algún perro.
Aún se recrimina por haber sido tan cobarde. Mejor habría hecho estampándose con el coche en un árbol, parecía fácil, pisar el acelerador y no hacer la curva, al menos así su mujer habría cobrado el seguro y le quedaría algo, pero él no tuvo arrestos, le faltó valor. Tampoco fue capaz de dar la cara cuando supo que todo estaba perdido; simplemente desapareció, así, sin más. No volvió a dar señales de vida, a sabiendas de que a ella le destrozaba la existencia. De eso hace ya algunos años y todavía se sigue paseando por el viaducto, coqueteando con la idea de dejar de una vez este mísero mundo, aunque pensar en no volver a verla hace que le bulla la sangre. Cada vez se jura que será la última vez.
Ayer la vio de nuevo. Se le escapó la perra y llegó hasta él. Comenzó a olisquearle las botas rotas y a mover el rabo.
- Maldita Crisis, será posible que sea ella quien me descubra. Fuera chucho, largo de aquí.

       Al escuchar la voz de Sofía llamándola, la perra volvió a su lado. Entonces se dio cuenta: aquella mirada brillante y esa lozanía no eran puro azar. Una evidente barriga no dejaba lugar a dudas. Ante aquella visión los ojos se le llenaron de lágrimas y comenzó a andar. Quería salir del parque rápido. Con prisa, sin detener se encaminó hacía la Elipa. Asomándose desde el Puente vio pasar los coches, como hipnotizado. Esperó hasta que se hizo un claro en el tráfico.  
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