Graziela

 



EN MALA EDAD.

Como decía mi amiga Alicia, “estamos en muy mala edad y tenemos que cuidarnos”, era la frase que le servía de excusa, para hacer lo que le apetecía y darse  caprichos.  Pensaba que tenía razón al comenzar a sentirme mal. Pre-menopausia, argumentó, cuando le conté que me notaba muy hinchada, que pese a tener desde cría los ciclos regulares pasaban meses sin menstruar y cuando creía que ya podía despedirme del engorro de los manchados a destiempo, volvía a aparecer la dichosa regla.

Mi preocupación creció con la pérdida de peso, hacía tiempo que tiré la toalla con dietas infructuosas para adelgazar. Entre eso, los mareos, el cansancio y una sensación de que nada me sentaba bien, me rendí a la insistencia de mi marido y pedí hora en el médico. Según la doctora aquellos síntomas no se justificaban con el cambio hormonal sumado al estrés del trabajo, que lo arrastraba desde siempre.

A ver si voy a tener la mierda esa del sibo, que está tan de moda últimamente o algo peor, que tres de mis amigas habían pasado por el quirófano y la quimio, por no hablar de la pobre Mercedes, que ya ni lo cuenta. Estos y otros pensamientos horribles y otros peores llenaban mi mente en cuanto me despistaba.

La médico de familia me recomendó ir a un internista, que primero me tranquilizó,  aunque reconoció que estaba en una edad complicada para las mujeres y me pidió una analítica muy completa, otra serie de pruebas como ecografías de tiroídes y abdominales.

Seguí con síntomas y aquel agotamiento, a lo que se sumó el insomnio por la creciente preocupación.

-       ¿Ha venido usted sola? –Me preguntó en la consulta al ir a recoger los resultados.

-       No, mi marido está fuera.

Cada vez estaba más nerviosa; me temblaban hasta las piernas del miedo al diagnóstico, estaba lívida, pues el doctor al notarlo me tranquilizó.

-       No se preocupe, ya tengo un diagnóstico. Está usted embarazada.

 

 

 

 

Graziela

 


QUE DESPIDAS EL AÑO CON SALUD Y ALEGRIA, COMPARTIENDO SU ÚLTIMA NOCHE CON QUIEN ELIJAS, CON O SIN UVAS, DEJANDO ATRÁS AQUELLO QUE DESEES CAMBIAR. 

RECIBE EL NUEVO AÑO CON ILUSIÓN, PROYECTOS Y ENERGÍA RENOVADA.

Y EN 2025 RÍE, BAILA Y SUEÑA MAS; SE FELIZ, SIN OLVIDAR TUS PROPOSITOS, DESDE LA GRATITUD QUE ATRAE BIENESTAR.

CON TODO CARIÑO Y MIS MEJORES DESEOS PARA EL AÑO NUEVO.

GRAZIELA

Graziela

Ya huele a Navidad: a pino, a horno de leña, a mantecados, a  invierno; las floristerías se visten de rojo y las calles de luces y brillos.

Todo ello no tiene mucho sentido para los que no disfrutan con estas fiestas: no les gustan, se sienten solos, añoran a los que no están…

Fuera de convencionalismos y compromisos, si conseguimos contactar con la alegría, la gratitud por sentirnos vivos y en paz, tal vez recobremos la ilusión, esa emoción que nos ayuda a vivir mejor y sonreír, a veces, por motivos que solo nosotros conocemos.

De cualquier modo, desde el corazón yo te deseo Felices Navidades, a tu manera.

 

Graziela

 

 

 


Graziela

 



LA CAJA DE LATA

Vivíamos en la chabola de mi abuela, con mi madre y mi hermana, en un descampado, cuando aún no existía la M-30.  Íbamos al Colegio de la Casita de la Virgen.

Mi madre, un día tuvo una bronca muy fuerte con la abuela, que le insultó y le dio tal bofetón que resonó en mi cabeza como un trueno. Esa madrugada no volvió a casa, ni la siguiente. No volvimos a verla.

Charito, mi hermana, ayudaba a la abuela y cuando cumplió los catorce entró como interna en casa de unos señores. La tarde que libraba aprovechaba para salir con sus amigas y solo de vez en cuando nos visitaba. Yo creo que el trabajo y relacionarse con gente de dinero la cambió, nos miraba con desdén.  Solo estaba un rato, casi ni se sentaba y se sacudía la falda incómoda con miedo a mancharse.

A mí me gustaba ir con los amigos a rebuscar en el vertedero, aunque la abuela me lo había prohibido, decía que volvía oliendo a estiércol, y cada  escapada me costaba un sopapo, porque seguí yendo. Allí encontré algún juguete viejo, libros y mi tesoro más preciado: una caja de lata llena de fotos viejas. Cuando estaba aburrido las miraba y me inventaba historias para aquellas imágenes amarillentas y medio rotas, con olor a moho.

–¿Ya estás con eso otra vez? –decía la abuela si me pillaba mirando las fotografías–  mejor estudia para hacerte un hombre de provecho, como fue tu abuelo.  

Yo no le conocí, como tampoco conocí a mi padre, ni al de mi hermana.

Aún iba al colegio cuando empecé de aprendiz en un taller mecánico. No me gustaba especialmente, entonces no se elegía. Tenías que encontrar un trabajo, aprender un oficio o hacer algo para llevar dinero a casa. Yo prefería entrar en una imprenta o en la papelería de doña Juanita, pero siendo “un muerto de hambre” eran pocas las posibilidades, y había visto a amigos perderse en el camino siendo críos aún.

Soy espabilado, aprendía rápido. Pronto dejé de encargarme de los recados, limpiar piezas, etcétera, para ayudar a reparar los coches. Además, se me daban bien los números, mi jefe se dio cuenta y me encargaba gestiones administrativas y contables, que no eran su fuerte.

La abuela murió de gripe un invierno gélido y demolieron la chabola para construir un edificio de muchas plantas. De mi madre no sabíamos nada. Susana se había casado y me invitaba a comer de vez en cuando, y así veía crecer a su hijo. Yo vivía en una pensión humilde, muy limpia, que llevaba la viuda de un maestro republicano que me cogió cariño; yo también la apreciaba, era como mi familia.

Lo único que me llevé de la chabola en la que me había criado fue mi ropa y la caja de lata de lunares con las fotos, que cada vez estaban más viejas de tanto sobarlas. En ella guardé la única imagen que tenía de mi madre y una que nos hicieron las monjas cuando Susana hizo la comunión. Abrirla, aspirar ese aroma tan peculiar que despedía me encantaba, me hacía sentirme acompañado, con ellas imaginaba una vida diferente a la que había tenido.

Gracias a lo que me contaba doña Casilda, la casera, ponía nuevos nombre a las personas que aparecían en mi colección de fotografías antiguas, les creaba una identidad, una personalidad estableciendo parentescos entre ellos.

Doña Casilda me animó a escribir, decía que tenía talento y sabía crear historias. Me regaló un cuaderno gordo de rayas. Cada noche, antes de acostarme escribía lo que me venía a la cabeza, hasta que se convirtió en una rutina, una cita esperada. Se me pasaba el tiempo sin sentir, la casera tocaba con el puño en la puerta “Vamos Paquito, apaga ya la luz que mañana tienes que madrugar”.

El taller había crecido, mi Jefe alquiló el garaje de enfrente que era más grande y cogió otro aprendiz, además del oficial; aunque yo seguía llevando mono, poco a poco había conseguido quitarme la grasa de debajo de las uñas y de las grietas de las manos, pues al ampliar el negocio también puso una garita a modo de oficina, de la que me encargaba yo. Hacia los pedidos, recibía los encargos, atendía el teléfono, preparaba las facturas y un montón de pequeñas labores gracias a las cuales todo funcionara mejor y nos convirtió en algo más que el mecánico del barrio. Se corrió la voz y hasta arreglábamos coches de lujo.

Por el local pasaba mucha gente. Siempre he sido bastante sociable  y a algunas personas les gustaba hablar conmigo, de aquellas charlas y dejando volar mi imaginación creaba relatos que luego escribía en mí cuaderno.

Don Argimiro era el propietario de un Ford, un hombre solitario que apreciaba su coche como a un familiar. Tenía una editorial y con frecuencia me regalaba libros que yo leía con ansia. Hacía años que me había hecho socio de la biblioteca donde saciaba mi hambre de literatura, sin limitarme a las novelas de oeste que leían y se intercambiaban mis amigos. Don Argimiro traía su coche con frecuencia, me invitaba a un café y hablábamos. Un día le conté que desde hacia tiempo me encantaba escribir, aunque solo una persona leía mis cuentos. Se ofreció a echarles un vistazo. Me daba mucha vergüenza pero accedí. Quería saber la opinión de alguien además de doña Casilda, que me aconsejaba cambios y correcciones.

Me felicitó por los escritos, dijo que eran historias originales y me propuso publicar un libro. Se trataba de hacer encajar todos los relatos sueltos, formando una saga familiar, y además podíamos ilustrarlos con las fotos antiguas de las que también le hablé. Él me ayudaría. Trabajamos mucho juntos durante mis horas libres. Yo veía en él lo más aproximado al padre que nunca tuve y él me fue cogiendo también mucho cariño. Me introdujo en círculos literarios, abriendo un nuevo horizonte que dio alegría y lustre a mi vida, renovando mis ilusiones.

Cuando por fin la novela quedó terminada y corregida la publicó y organizó su presentación. Le dio mucha publicidad al acto, yo invité a doña Casilda, a Susana y su marido, a mi jefe, a los amigo, a todos los del taller, y gente del barrio, a sabiendas de que casi ninguno compraría el libro.

Estaba muy nervioso la tarde del evento, me daba miedo que no acudiera nadie. Cuando vi la sala llena de caras conocidas que estaban allí para apoyarme me sentí el hombre más afortunado del mundo. En la mesa, junto a varios ejemplares del libro, unos vasos de agua para las tres personas que íbamos a intervenir en la presentación,  estaba la caja de lata con los lunares rojos medio borrados ya, y el verla me dio la seguridad y el aplomo que necesitaba.

Al terminar el acto, que fue muy aplaudido, la gente se acercaba a la mesa para que firmara sus ejemplares. Yo sonreía les pregunta a nombre de quién querían la dedicatoria y la rubricaba. Cuando escuché aquella voz se me paró el corazón: “Puedes poner para mi madre”. Levanté la vista, sus ojos brillaban de emoción y tenía una sonrisa de tristeza interminable. Se borró todo a mí alrededor, los segundos parecieron eternos, no podía pensar, ni siquiera recuerdo lo que puse, pero me aseguré de anotar muy claro mi número de teléfono y dirección al final.

Graziela

 


POMPAS DE JABÓN

 

Me hizo mucha ilusión aquel regalo, aunque ya sabía que era para niños más pequeños. Cuando llegaba del colegio, después de hacer los deberes, mientras mi madre se echaba un rato antes de cenar, yo cogía aquel envase y lo agitaba mucho. En la terraza sacaba el palito con el círculo y soplaba despacito hasta que se  formaban preciosas pompas de jabón con los colores del arcoíris que subían y volaban despacio para ir bajando después y desaparecer de pronto. Me gustaba seguirlas con la mirada hasta que las perdía de vista o se esfumaban. A veces, resistían tanto impulsadas por el viento que llegaban a la calle y alguna persona miraba hacia arriba. Entonces yo me escondía, como avergonzada o les saludaba y me reía, según me parecía. Ahora sé que era una tontería pero era el momento del día en que más feliz estaba, dejaba volar mi imaginación con cada pompa, me sentía libre. Si conseguía hacer alguna grande, como una bola, me gustaba pensar que sería muy resistente y que llegaría hasta el balcón de mi padre, aunque viviera muy lejos, le encontraría leyendo el periódico y pensaría en mí, y me llamaría, y mamá me dejaría hablar con él. Claro que eso era poco probable y no pasaba nunca y no me refiero al milagro que supondría crear una pompa viajera.

Cuando él llamaba jamás me pasaba el teléfono y no le hacía más que reproches, y después de muchas excusas absurdas que impedían las visitar, de pedirle dinero para este o aquel supuesto gasto, le concedía el permiso para el día y hora que se le antojaba para que me recogiera papá, antes de colgar con un sonoro golpe.

Luego venía lo siempre. “Baja las persianas nena, que tengo jaqueca y me voy a acostar un rato. Si tienes hambre en la nevera hay cosas para cenar”. Y no volvía a dar señales de vida hasta el día siguiente.

Yo estaba acostumbrada. Me iba a la cama pronto, para poder pensar en el paseo que daría con mi padre, la merienda en una cafetería, mientras me ayudaba con los deberes. Lo mismo me venía a buscar con Silvia, “esa zorra que nos quitó a tu padre”, según mamá.  Ella me gustaba. Era muy simpática, me compraba ropa y siempre se interesaba por mis estudios, las clases, mis amigas.

Era la innombrable, tenía mucho cuidado para no referirme a ella si quería evitar una bronca, la consiguiente jaqueca y el castigo de no ver a papá en una semana. Al que llamaba echa una loca para insultarle y terminar llorando y montando el número de esposa ultrajada.

Me hacía sentir muy culpable pasármelo tan bien con papá y con Silvia, con lo mal que se había portado, según mi madre.

En casa todo era triste y gris; mi madre vivía siempre en la queja, suerte que teníamos una vecina estupenda y cuando no podía aguantar más me pasaba a casa de Aurora y jugaba un rato con su hijo pequeño, volviendo casi siempre cenada. A mi madre eso le daba igual, bueno, creo que a ella casi todo le daba igual.

Es muy fuerte, sé que suena horrible, pero casi me alegré cuando se puso enferma y a mis tíos no les quedó más remedio que mandarme a vivir con mi padre. Desde aquel momento yo me convertí en otra persona y supe lo que era vivir tranquila.

Graziela

 


SOPRENDENTE REVELACIÓN

 Cuando se busca entablar una relación todos solemos mostrar lo mejor de nosotros, con fotos de hace tiempo, retocadas o procurando ocultar aquellas zonas de nuestra geografía de la que nos sentimos poco orgullos o directamente no aceptamos. Así maquillamos la realidad. Por eso, después de otros desengaños no quise arriesgarme, y antes de hacerme ilusiones, tras unos cuantos mensajes,  decidí aceptar la propuesta de Martín para vernos en vivo y en directo.

La verdad es que la primera impresión fue muy buena. No era tan alto como imaginé, pero estaba proporcionado, tenía un rostro agradable y unas manos preciosas.

Desde el principio noté que había química entre nosotros. Martín me parecía muy culto, aunque casi toda la charla versó sobre historia y en especial de la Grecia Antigua. Ya en el bar empezamos con algunos “piquitos”. Al salir, mientras decidíamos donde cenar, seguimos “acercando posturas” con caricias y arrumacos. Apoyados en su coche, charlando, nos abrazamos y besamos apasionadamente, así que optamos por saltarnos los preliminares y primeros platos y pasar directamente al postre, que fue en su casa. Era un hombre muy tierno, atento, dulce y encantador. Fue una experiencia muy gratificante, tanto que nos quedamos dormidos, exhaustos y el domingo amanecí en su cama.

Antes de levantarnos volvimos a enrollarnos y cuando él se incorporó para ir al baño vi que en su espalda tenía tatuada la Grecia Clásica al completo: Apolo, la Acrópolis, las cariátides, Platón, un mapa, el Partenón, el Discóbolo… entendí hasta donde llegaba la pasión que sentía por esa civilización, de la que me había estado hablando durante mucho rato. Mientras me vestía observé su estantería llena de libros y videos relacionados con el mismo tema y comprendí que aquello era más que una afición. Pensé que aprendería mucha historia con él siempre que el sexo entre nosotros siguiera siendo tan bueno.


Graziela

 


PRIMERA CITA

Quedamos en un bar de copas,  le vi nada más entrar, su presencia destacaba entre el resto de la gente. Un tío altísimo, muy delgado y con piel de charol. Llevaba una bufanda con muchos colores, como buen Jamaicano, que resaltaba más en contraste con su cabello negro, largo y con rastas. Me hizo una seña con la mano y me acerqué. Nos dimos dos besos en la cara, aunque llevábamos meses hablando por teléfono y wasap no nos conocíamos en persona. Pedimos unas cervezas y conversamos. Me gustaba. Tenía grandes ojos y la mirada dulce, acariciadora. Cuando sonrió sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Aquello nunca me lo habría imaginado. Sus dientes eran como perlas, escasos, solo dos, que parecían camisetas tendidas separadas en un cordel. Intenté disimular mi desconcierto y desilusión. Me sentía muy incómoda, no quería parecer indiscreta, mi mirada buscaba su boca todo el tiempo, sin poder prestar atención a la amable charla que manteníamos.

Algo se  había quebrado en nuestra incipiente relación. Me propuso ir a cenar, y yo me excusé alegando que estaba a régimen, quería evitarme el bochornoso momento de verle comer. Me acompañó al metro, me besó en los labios y en cuanto llegué al andén le bloquee.