Graziela


Como vale más una imagen que mil palabras, mejor muchas imágenes para que podáis ver la ciudad como si dierais un paseo por la misma y sin necesidad de pasar calor, aunque no sea igual, os podéis hacer una idea y espero que así se despierte en vosotros el deseo de visitarla. Incluso el calor vale la alegría de contemplar sus calles, caminar por sus parques y disfrutar de su rica gastronomía, y no olvidaros de sus exquisitos dulces. Espero que os guste.




























Graziela



MARIPOSAS.
             Me gustaban las clases de Maika, me acostumbre a su ritmo, por eso me sentó mal que nos cambiaran de profesor. Aunque el yoga es yoga, varía según el maestro. Necesite poco tiempo para darme cuenta que había ganado con el nuevo, me alegraba pensar que este curso estaríamos con Rubén.
            Era un hombre maduro, de largo cabello canoso,  con una voz profunda y pausada, que cuando se dirigía a mi parecía volverse más dulce. No es que lo dijera yo, también algunas compañeras se dieron cuenta. Corregía con suavidad y siempre pedía permiso para tocarme y mejorar mi postura. Para terminar una larga relajación y el mantra final. Al salir de sus clases me sentía fenomenal, notaba una serenidad y una paz que nunca había conseguido ante. Claro que aquella calma se transformaba al llegar a casa. Manuel, mi marido, cada vez me irritaba más; ya ni recordaba que un día estuve enamorada de él, o tal vez solo fuera una ilusión juvenil. Nuestra convivencia se había  convertido en rutina; solo compartíamos el piso, la mesa cuando venía a comer, y dos hijos, independientes, que nos visitaban de vez en cuando, cada vez menos, la verdad, seguramente para no escucharnos discutir.
            Conocer a Rubén fue importante, llegó en el momento justo. De vez en cuando organizaba clases que completaba con meditaciones., yo me apuntaba a todas; me daba igual que fueran en fines de semana o festivos, a veces incluso me quedaba a comer con el grupo, en un vegetariano que a él le encantaba. Cualquier cosa me servía si se trataba de pasar más tiempo juntos y fuera de casa. Era tan simpático, amable y cariñoso conmigo que su sola presencia me hacía sentir bien, aunque fuera rodeados de gente.
            Con mi marido las cosas iban peor desde que había conocido al nuevo profesor de yoga. No dejaba de fantasear con la idea de cuan diferente sería mi vida si estuviera con Rubén, lejos de Manuel y la odiosa rutina. Los comparaba constantemente: la incipiente calvicie frente a la espesa melena; la prominente barriga, y el cuerpo delgado y fibroso, el rictus amargado y la afable sonrisa. Tonta tenía que ser para dejar pasar una ocasión así. Aquel tren no volvía a detenerse en mi viejo apeadero.
            Imaginaba que nos veíamos a solas, que nos íbamos conocíamos mejor y añoraba ese momento, que no llegaba a producirse. Evocar su recuerdo me daba fuerza. Si no conseguía conciliar el sueño simplemente tenía que imaginarle cerca, recordar su voz, que resonaba en mi cabeza y me sumergía en un profundo estado de relajación.
            Pasaban los meses y cada vez estaba más convencida de que Rubén era mi salvación, que con él saldría de mi anodina existencia para vivir plenamente, para disfrutar cada momento. Notaba por sus gestos, que no le era indiferente, por sus miradas, por las sonrisas…
            Ver a Manuel sentado frente al televisor increpando a los futbolistas o debatiendo con los tertulianos del programa que fuera, me sacaba de quicio y buscaba cualquier excusa para organizar una discusión.
            Rubén generó en mi vida un efecto mariposa. No me decía nada especial, no habíamos llegado a intimar, aunque yo pensaba que éramos amigos aún se mostraba cauteloso en el trato, y quise llegar más lejos.
            De mi marido estaba harta y tras mucho meditar me decidí a dar el paso.
            El día que llegó la sentencia de divorció me sentí liberada de ataduras y fui al estudio de yoga para contárselo a Rubén, sin plantearme que tampoco tenía tanta confianza con él, aunque como siempre me animaba a hacer cosas que me hicieran más feliz; estaba segura de que se sentiría contento por mí,  además se daría cuenta de que iba en serio.
            No estaba allí. La recepcionista me dijo que había salido a tomar un té, que le encontraría en la cafetería de al lado. Ni siquiera entré. A través de la cristalera le vi feliz, riendo, mientras se hacía arrumacos con un chico de clase. En ese momento el supuesto batir de las alas de la mariposa se detuvo; me sentí como una pequeña polilla, fea y peluda, que choca contra el cristal de la farola por querer tocar su luz