Graziela

Jamuga me llaman. Yo no soy una silla cualquiera, ni mucho menos. Nací de las manos hábiles de un ebanista joven, que con mimo, talló la noble madera que me da forma y con fuerte cuero repujado me hizo el asiento y el respaldo, fijándolo con grandes tachuelas doradas; soy una pieza única de tijera y con patas curvas, aunque tengo una hermana melliza a la que parezco idéntica, sin llegar a serlo. A nosotras no nos venden por medias docenas como al resto de nuestras congéneres, no, dado que nuestro fin en esta vida es mucho más especifico y delicado que aguantar nobles posaderas. Como mucho nos hacen por parejas, como a nosotras, y aunque nuestro trabajo está en desuso, pues las costumbres han cambiado mucho y nuestras principales usuarias también. Y es que nosotras fuimos creadas para que nos colocaran sobre el aparejo de las caballerías, así las damas podían montar más cómodamente, “a mujeriegas” lo llaman. Hemos tenido un papel importante, pero hace tiempo que nos vimos relegadas de nuestras funciones, convirtiéndonos en mero adorno, aunque tendréis que reconocer que precioso. Decoramos cualquier estancia y nos llevamos bien con casi todos los estilos; sé de una amiga que está colocada en un salón minimalista, y luce espléndida.
Yo disfruté muchísimo cuando trabajaba para los Condes de Vallelargo y paseaba orgullosa con mi señora sobre un noble animal de raza española llamado Azabache, ella me apreciaba mucho y por eso me cuidaban tanto, yo siempre estaba dispuesta y ansiosa por trotar, aunque ella prefería un paso lento y tranquilo. Cada ver me usaba menos, ya casi se me había olvidado el olor de las caballerizas, el tacto del aparejo, el delicado peso de aquella mujer imponente y el notar entre mis patas el nervio y la fuerza de mi compañero, los dos sabíamos que nos quería y éramos muy apreciados, pero todo cambió cuando un buen día llegó a la finca un familiar de la condesa, admiró mi presencia, y ella en un alarde de generosidad me regaló, así, sin más, ni siquiera tuve tiempo de despedirme de Azabache, que seguro que cuando se enteró se quedó tan sorprendido y triste como yo.
Me trasladaron a un pequeño palacete en Madrid del que no conocí más que su entrada, pues me colocaron allí, donde permanecía ociosa y mi única distracción consistía en mirar a los que pasaban ante mí. Con el paso del tiempo, cuando faltaron los señores se acabaron las fiestas y su hijo, mi nuevo dueño, parecía tener una vida un tanto dispersa. Nunca se le oía antes de las doce y parecía bastante ocioso, claro que debía tener un extraño trabajo pues salía anochecido y no volvía hasta la madrugada, algunas veces muy bien acompañado. El servicio era cada vez era más escaso y pasaban semanas sin que nadie me quitara el polvo ¡Qué asco! Acabar así, cuando una siempre ha sido tan limpia y pulida. De vez, en cuando venía un hombre muy serio que se llevaba algún cuadro y otros objetos que a mí me parecían muy valiosos, y nunca traían otros para sustituirlos.
En una ocasión el misterioso visitante fijó su mirada en mí y una semana más tarde fui trasladada a una tienda del Rastro, menos mal que por poco tiempo, pues menudo agobio y con aquel trajín de gente me habría acabado volviendo loca. Me compró un matrimonio que tuvo que regatear para conseguirme al precio que querían.
Me instalaron en un lugar privilegiado de la casa, entre el piano y el balcón, y cuando su primogénito terminó la carrera y puso el despacho me fui con él.
Había perdido la costumbre de aguantar el peso de las damas y sintiéndome ya cansada me vi obligada a soportar la pesada carga de negociantes y estafadores, adúlteros y vendedores, gente honesta y apenada que acudía allí en busca de ayuda, y descansaba sobre mí durante largas conversaciones o breves entrevistas, sin que ninguno reparara en mi presencia, lo que hacía que me sintiera olvidada y vejada, al tener que realizar el mismo trabajo que una silla cualquiera, perdiendo así parte de mi categoría.
Me sentía tan herida en lo más hondo de mi orgullo que un día ya no pude soportarlo más y dejé que el cuero de mi asiento se resquebrajara, tirando al suelo al pobre hombre que estaba viendo cómo el banco se quedaba con su piso.
Al día siguiente, como castigo y considerándome una inútil, decidieron arrojarme a la basura. Tuve la suerte de que aquella mujer se compadeciera de mí y no solo me recogiera, sino que me entregó a otra que, con mano certera, fue curando una por una todas mis heridas y cubriendo las cicatrices. Tras muchas horas de dedicación consiguió rejuvenecerme, hasta tal punto que cuando acabó conmigo lucia como nueva. Estaba encantada, no podía creerlo. Me envolvieron en papel de regalo y me pusieron un precioso lazo. Por una vez en mi vida fui la protagonista de la fiesta cuando la anfitriona, que cumplía medio siglo, me descubrió y se mostró gratamente sorprendida y muy agradecida.
Me siendo afortunada en mi nuevo hogar, viendo por la ventana cómo los días se suceden y, de vez en cuando, recibo la visita de un niño precioso al que le encanta subirse sobre mí, motivo por el que toda la familia tiene fotos mías con el pequeño y me siento muy admirada. No habría podido imaginar una vejez más placentera y agradable, el único inconveniente es que mi dueña fuma mucho y siento que toda yo huelo a ese humo, que se me ha pegado como una gruesa capa de barniz. No me extrañaría que cualquier día de estos me levante tosiendo, igual que ella. Creo que le acabaré cogiendo el gusto a estos cigarrillos.
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3 Responses
  1. Anónimo Says:

    Esto me suena a algo. Una historia bien llevada de la mano (¿brazos?) de la jamuga.
    My bien...


  2. Juan Says:

    Bonita historia la de la jamuga.


  3. Anónimo Says:

    A veces hay cosas que nos acompañan toda la vida y no las apreciamos. Los objetos se impregnan de la energía de sus dueños y a veces cuentan sus intimidades. Solo hay que prestarles atención. Un relato con vida propia.
    Arvikis