Graziela

                                      
                                                    Fotografía de Tania Amador

                                                   CONTEMPLANDO EL RÍO

            Tengo que reconocer que aquellas mujeres me daban envidia. Yo llevaba a Theo, mi perro, a pasear por la zona; nos encantaba el paraje y allí estaban ellas. Cada tarde se reunían y charlaban.

            Me sentaba cerca del banco de las viudas, al que nunca podría unirme por no haberme casado,  pues ese era el punto en común de las cuatro señoras. Hablaban fuerte porque Marina, la más mayor, la del cabello plateado, no oía bien y se negaba a ponerse audífonos por pura coquetería. Así me enteré de que Julia, la que siempre llevaba gorrito por el lunar malo que le quitaron de la cara, tenía un hijo médico al que estaba loca por casar, pese a que nunca había tenido novia.

            Lupe, fue la última en llegar. Su marido falleció inesperadamente. Asistí en primera fila al duelo. Vi cómo sus amigas la colmaban de cariño, la consolaban. Habían pasado por trances similares, sabían lo que se sentía, si bien no todas lo hubieran llevado igual. Durante semanas estuvieron más calladas, con sus cuitas. Se cambiaban los sitio, al principio no lo entendía, hasta que me di cuenta de que era para coger la mano o abrazar a la afligida viuda.

            Después se fueron animando y Carmen, la más alegre, borró lágrimas y volvió a pintar sonrisas. Se avivó la charla trufada de cotilleos, y su gracia las hizo volver a reír con ganas, sin embargo, de vez en cuando la pena asomaba de nuevo en sus ojos.

            No todos los matrimonios habían sido idílicos. Esas mujeres también soportaron el sufrimiento y dolor en sus relaciones.

            Durante un tiempo no volví a sentarme cerca del banco de las viudas. No me atrevía a pasear por allí sin que Theo correteara a mi lado. También a ellas las echaba de menos, pensé que me costaría y al mismo tiempo me vendría bien visitar el lugar, esta vez sola.

            Llevaba la correa del perro en la mano, así le sentía cerca, conteniendo las lágrimas por estar allí sin él.

            – Buenos días –saludé al pasar.

        – Buenos días. ¿Dónde has dejado a Theo? –Me preguntó Julia, que siempre le llamaba para acariciarle.

            – Hace un mes que no está –dije y comencé a llorar de forma incontrolada. Ella se levanto y me abrazo.

            – Vamos, siéntate con nosotras, te vendrá bien, que de perdidas sabemos mucho. Y llora hija, llora, que eso alivia.