Graziela

 



En esta ocasión no quiero brillos, dorados ni brindis llenos de burbujas para felicitarte el nuevo año. 
Mi deseo es que te mantengas fuertes, siendo flexible, para que cuando sople el viento no te dañe, aunque te agite; que solo te alborote el pelo, renueve tus ideas y te haga sentir frescor y alegría. 
Encuentra en cada día la parte positiva. Si lloras que sea de risa o de emoción.
Deja que las cosas fluyan a tu alrededor; tomate tu tiempo, relájate y suaviza los ritmos. 
Que nuevos proyectos e ilusiones verdeen y crezcan hasta encontrar la luz. 
Que el sol te ilumine por dentro y por fuera, que sientas el cálido abrazo de los que te quieren, sin olvidar cada día lo valioso que eres. 
Disfruta de los amaneceres y tomarte un minuto para levantar la vista y observar el cielo, mientras respiras profundamente y sonríes con gratitud. 
Con todo mi cariño: 

FELIZ 2023

Graziela
Graziela

 


FELIZ NAVIDAD 

QUE VIVAS ESTAS FIESTAS DESDE LA ALEGRÍA, 

CON GRATITUD Y MUCHA PAZ INTERIOR, 

DISFRUTANDO CADA MOMENTO.

ES MI DESEO DE CORAZÓN.

Graziela

 



El Reiki es una terapia energética, un método de sanación natural que actúa a todos los niveles: físico, mental y emocional.  

No es necesario tener conocimiento o formación previa para empezar a hacer reiki, simplemente necesitas ser iniciado en su práctica por un maestro de Reiki. La iniciación es un ritual que se realiza para conectar la energía individual con la Energía Universal, y al limpiar el canal energético ayuda a liberar bloqueos y armonizar, equilibrando los chakras o centros energéticos. 

El Primer Nivel de Reiki es un regalo para uno mismo y el comienzo de un camino que te ayudará a crecer.

Graziela

 

 

CAJONES

             Abrí el primer cajón de la mesilla de noche, buscaba el termómetro, no me sentía muy bien y quería saber si tenía algo de fiebre. Sin mirar dentro, mis dedos no lo encontraron pegado al borde, donde siempre lo dejo. No pude evitar dedicarle un pensamiento poco cariñoso a mi marido, que nunca pone las cosas en su sitio. De mala gana abrí del todo el cajón. Me llamó la atención una pequeña caja, con su cinta, perfectamente cerrada y una tarjeta diminuta de Bienvenida atada a la misma, con el logo de Paradores, Carmona. Sevilla”. Sonreí y la desenvolví con mimo, como si fuera un regalo nuevo. Contenía el capullo seco de una rosa roja y un pedacito de algodón. Eran recuerdos de la luna de miel. Los campos se extendían a ambos lados de la carretera, como colchas de lunares blancos, nunca los había visto, me encantaron. Manuel detuvo el coche,  y me cogió una flor, de la que solo queda este trocito de algodón que cada vez está más deslucido.

            ¡Madre mía, treinta años! Me parece increíble, y que nos sigamos llevando bastante bien más increíble todavía, pues hemos compartido mucho en todo este tiempo y no siempre avanzando en la misma dirección. Es lo que tiene el amor... pensé.

            Volví a envolverlo y lo dejé en su sitio.

            Me llegó el olor del guiso, me levanté rápido y al ver el reloj me di cuenta de que aún tenía que terminar de hacer las albóndigas.

            Fui incapaz de encontrar mi pela-patatas (cada uno tenemos el nuestro) en el cajón de la cocina, que más que uno de sastre, es un desastre en sí mismo. Allí guardo los cubiertos de cocina, utensilios varios, y, en dos cajitas al fondo, las gomas de las hueveras y espárragos, los corchos, algún cordel, pinzas, etc... Sin darme cuenta empecé a sacar cosas, las iba extendiendo en la encimera: espátulas, cucharas, tenedores, tijera, cuchillos pequeños, los de untar mantequilla, el aparato de quitar el corazón a las manzanas, También la cuchara de la miel, el funderelele, el pelador de tomates, y esa pala de madera diminuta, como las grandes que usaban en las tiendas de ultramarinos para coger la legumbre y ahora tienes en algunos para los frutos secos. Era de madera de olivo y perteneció a mi madre, que le encantaban las cosas pequeñas y como todas lo sabíamos mi hermana se la trajo de Mallorca, aunque no tuviera utilidad alguna, pues nunca la vi usarla. Me dio pena tirarla cuando mamá murió, desde entonces  habita en el cajón de mi cocina, sin utilizarla para nada, es un pequeño recuerdo que me acerca a su esencia.

            Bueno, ya que tenía todo fuera limpié el fondo, donde inevitablemente se van acumulando migas, polvo. Tiré algunas cosas y volví a guardar el resto. Puse la palita al final.

            Cuando escuché que se abría la puerta ya era tarde para preparar patatas o hacer arroz. 

            –Hola cariño. ¡Qué pronto has llegado hoy!

            – Como siempre. ¿Qué te pasa? Tienes mala cara.

            –Nada, No me encontraba muy bien esta mañana, creía que tenía fiebre… Aunque ya me siento mejor. Me he liado con tonterías, ordenando el cajón. Así que aún no he terminado de hacer la comida.

            –Pues si quieres podemos ir a comer al de la esquina, he visto que hoy tienen migas y huevos con jamón. Hace un día precioso y no había mucha gente en la terraza. Anda, ponte los zapatos y nos vamos.

           

 

Graziela

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Cuadro de Pedro Cano

UNA SALIDA

     Elois no llegó a Bari huyendo de la situación política de su país, tampoco venía para alejarse de la guerra. Ella necesitaba cruzar el océano, poner distancia cansada de tener que librar sus propias batallas. Era muy difícil no poder llevar una vida normal con la incertidumbre que se acrecentaba con cada amanecer. Estaba al borde de la desesperación, cuando una amiga le habló de la posibilidad de coger un barco que la llevara lejos de él. Le daba igual el destino, fue como encender una cerilla en la oscuridad en la que llevaba sumida más años de los que quería admitir.

    No podía decírselo a nadie. Saber que tal vez no volvería a ver a su madre, a sus hermanas, la rompía el alma, aunque estaba convencida de que si les contaba que era la única salida que tenía, la animaría a marcharse. Eloise sentía como una piltrafa, sin ilusión ni esperanza de mejora desde que perdió a su niño. Había llegado a una situación sin salida, afrontando un destino insufrible al lado del que creía ser el dueño de su cuerpo y su voluntad, doblegada a base de golpes y humillación, sin nada ya por lo que luchar.

    Salió de casa como si fuera a comprar, se encaminó al puerto, estaba acostumbrada a sentirse invisible, a casi no respirar para evitar molestarle. Se diluyó entre la gente.

    Pasó toda la travesía mirando el horizonte, sin llorar siquiera, intentando controlar los impulsos momentáneos de saltar por la borda. Allí se escuchaban historias terribles. Ella no quiso compartir la suya, manteniéndose al margen, no hablando con nadie.

    Cuando llegó a su nueva vida, recibió mucha ayuda. No estaba acostumbrada a tanta amabilidad. Ella misma se sorprendió de lo rápido que consiguió integrarse, encontrar un trabajo y ser una más en el barrio. En cuanto tuvo dinero se compró un vestido blanco y se prometió a si misma que jamás volvería a vestir de negro, el color de su pasado. Nadie imaginaría al verla el sufrimiento y las profundas cicatrices de su cuerpo y su corazón.

 

Graziela




UNOS MINUTOS A SOLAS CON ELLA

             Es verdad que la muerte de mi madre me ha cogido por sorpresa.  Un infarto. Ella que nunca ha padecido de corazón. Pensaba que sería mi padre quien nos daría un susto en cualquier momento, el definitivo, pues llevamos unos cuantos desde que le diagnosticaron la enfermedad.

            Los pocos amigos de mis padres y la poca familia lejana que han venido al tanatorio pensará que todavía estoy en shock y por eso soy incapaz de mostrar toda mi aflicción. ¡Qué triste! No tengo miedo a desmoronarme, ni siquiera estoy haciéndome la fuerte. No me salen las lágrimas.

            Mi padre está destrozado. Imagino que se siente totalmente desvalido sin ella al lado para decirle lo que tiene que hacer. No sé cómo laha aguantado tanto, es un buenazo y,además, la quería.Sin embargo, ella me confesó que nunca se habría casado y que no entraba en sus planes tener hijos, no los necesitaba. Y me lo decía a mí, precisamente.

            Nunca me ha tenido en cuenta; lo asumí, acostumbrada a que solo me prestaran atención cuando me necesitaban. Luego se sentían obligados a regalarme algo, llevarme a comer a un sitio caro, que siempre elegía ella sin tener en cuenta mis preferencias, o a darme dinero. Sabían que con la hipoteca a veces estaba apurada; tenían un piso cerrado en Madrid, pero yo debía aprender a organizarme y comprarme mi propio apartamento, aunque me supusiera andar siempre agobiada de dinero. Menos mal que eso ha cambiado desde que vivo con Luis. Ahora lamento no habérselo contado. Tenía miedo a su reacción. Todavía me escocían sus palabras cuando me decía: “no entiendo cómo siendo como eres puedes gustas a ningún hombre; nadie se va a fijar en ti si lo único que tienes bonita es la melena”, para sacar luego a relucir mi gordura, la falta de estilo, el hecho de que siempre fuera vestida como una cucaracha, con la cara lavada y que no tuviera ni un triste par de tacones en mi zapatero. Por eso dejé de hablarle de mi vida personal.

            Debí decirle que había conocido a Luis, que salíamos juntos, que éramos pareja. Estoy segura que se olía algo, en varias ocasiones comentó que me veía distinta, que estaba más mona y había perdido peso, su eterna fijación. Yo tenía miedo a que Luis no pasara su filtro, aunque como es un amor, seguro que si le hubiera conocido habría intentado coquetear con él.

            Esto no está bien. Estoy mirándola: muerta, bien peinada y maquillada como para ir al concierto; el ataque la sorprendió cuando iban al auditorio, y ese sudario no le favorece nada, no parece ella. Seguro que nos pondría a escurrir a mi padre y a mí por permitir que la vieran así, sin estar perfecta, con sus joyas y su pañuelo anudado al cuello para ocultar la edad, que a medida que pasaban los años, se convirtió en uno de los grandes enigmas del universo. No puedo evitar sonreír, ahora ya no podrá controlarlo todo como hacía siempre.

            Papá dice que quiere que llevemos sus cenizas a Fuenterrabía. La casa de allí le encantaba y la vista desde la terraza de la bocana del puerto pesquero era su preferida. Es el lugar perfecto, decían. Hace que no voy por allí desde que me emancipe y no volví de vacaciones con ellos. Mi madre nunca consintió dejarme las llaves, ni siquiera si le aseguraba que iba a ir sola. Le espantaba que tocaran sus cosas. ¡Era tan rara…!

            La poca gente que ha venido se ha marchado ya. Mis amigos vendrán mañana y Luis también. Necesito un rato a solas con ella. Quiero despedirme, no puedo quedarme así. Con unos minutos será suficiente. Papá dice que quiere hablar con el cura, y aprovecho antes de cerrar y marcharnos.

            Mamá: Esta vez no puedes interrumpirme con tus argumentos, ni querer tener razón, pese a saber que no la tienes. He llegado al convencimiento de que conmigo lo has hecho lo mejor que has sabido, aunque me hayas infringido mucho daño. Gracias a años de terapia he conseguido ir paliándolo. Comprendo que me tratabas así porque me veías como tu peor castigo por casarte con un hombre sin amor, solo para salir de tu casa, por quedarte embarazada, aunque no lo desearas. Siento no haber cumplido tus expectativas y no llegar a ser la hija que esperabas, a tu imagen y semejanza. Hice la carrera que querías sin que me gustara, y nunca llegué a ejercer; disfruto de mi trabajo, con el que según tú nunca llegaría a nada. Ahora, por fin, he conseguido deshacerme del  maleficio de ser y sentirme el patito feo. Me habría gustado ver la cara que ponías cuando te confesara que hace un año que me case por lo civil con un hombre maravilloso, y que pese a no tener esperanzas de ser madre, el mes pasado nos hemos enterado de que estoy embarazada.

            Te doy las gracias por todo lo que me has dado, sobre todo, por lo mucho que he aprendido contigo y pronto tendré ocasión de ponerlo en práctica con mi hijo.

            Solo quiero que sepas que soy una mujer feliz. Nunca seré la triunfadora que esperabas y no me importa en absoluto. Pienso que sin tu mirada crítica y tu sombra sobrevolando mi vida estaré más tranquila.

             Feliz viaje, mamá.

Graziela

 

                                                       Cuadro de Pedro Cano


POR ACCIDENTE

 La gente no entiende que me guste venir aquí cada mañana después de lo que paso. Llego muy temprano, me coloco delante la barandilla de hierro, estoy más seguro si me apoyo en ella. Pensé que nunca volvería a este sitio, bueno, ni a este ni a ningún otro. Fue muy jodido. El accidente me corto la pierna y a punto estuve de desangrarme en la barca. Miro los escalones, a mi pie, con añoranza, con rabia. Durante años los bajaba y los subía cuando íbamos a hacernos a la mar, y cuando volvíamos con las cajas repletas de pescado. Necesito el olor a mar, sentir el salitre en la piel y el viento en la cara para saber que sigo vivo.

Vengo cuando todos han salido y me marcho antes de que vuelvan. No quiero ver la lastima en sus ojos, ni que me compadezcan como a un lisiado cuando me miran. Ellos no saben que aunque el carácter cada vez lo tengo más osco me siento agradecido. Tampoco es tan malo que te falte una pierna. Lo peor es no poder trabajar y estar condenado a días interminables de hastío.

Antes llevaba el pantalón largo, con la patera vacía, que se movía como una bandera a cada paso. No quiero prótesis, me apaño bien con la muleta. No me da vergüenza que me vean el muñón, pero Juana, mi mujer me dice que no es agradable para los demás. Tiene más complejo ella que yo.

Quiere que cuando me den la indemnización nos marchemos a vivir cerca del chico. Dice que ahora con el niño nos necesitan. Yo sé que solo quiere largarse de aquí, no soporta ver a Raimundo, le culpa del accidente y las cosas pasan porque toca. El cable de hierro siempre estuvo allí. Fue mala suerte, no le guardo rencor, seguimos siendo amigo, aunque él me esquive.

La cosa se pondrá mal en casa cuando me niegue a marcharme. Veremos quién gana, Juana es muy buena, pero muy burra y ahora la necesito más que ella a mí.

 

Graziela

 


DECEPCIONES

             Tengo que reconocer que cuando mi marido me dejó, supuso un gran alivio. Santi, el chico del que me enamoré, nada tenía que ver con el verraco, celoso y agresivo en el que se convirtió con el tiempo. Comprendí de pronto su inesperado interés del último año por ayudarme con la compra, debí sospechar. La cajera de melena larga estaba embarazada y se iban a vivir juntos. Resultó decepcionante, conmigo nunca quiso tener un bebé.

            Empezar una nueva etapa me producía cierto vértigo. Mi psicóloga no paraba de repetirme que me quedaba mucho por vivir, yo era una mujer joven. No podía amilanarme.

            Con la sentencia de divorcio en el bolso, lo primero que necesitaba era cambiar de aspecto: modernizar mi armario y un buen corte de pelo; estaba harta de verme los rizos rubios, pues en ocho años que viví con Santi tuvimos más de un disgusto por considerar que la peluquera se había pasado con la tijera o si sugería recuperar mi color natural.

            Me sorprendió mi reflejo en los escaparates. Durante algún tiempo no me reconocía, me sobresaltaba verme en los espejos, e  inmediatamente, sonreía complacida.  Esta nueva Mónica, la de cabello castaño, cortito y estiloso, que se ponía la ropa que le gustaba sin tener en cuenta si era ajustada, corta o atrevida, era yo realmente, la verdad es que al principio me costó encontrar mi propio estilo.

            Recuperar las amigas, volver a salir, quedar para ir a bailar y disfrutar, fue el siguiente paso. Luego todo vino rodado.

            De copas,  con mi amiga Marta, en una terraza, conocí a Rubén. No me quitaba los ojos de encima. Se acercó a la mesa cuando nos levantamos para irnos y me dijo:

            –Perdona que te mirara con tanta insistencia, espero no haberte incomodado. No he visto a ninguna mujer a la que le siente tan bien el pelo corto como a ti. Me llamo Rubén.

            –No, no me has molestado. Gracias por el piropo. Yo soy Mónica.

            –Encantado. Y viéndote de cerca, creo que no es solo tu cabello. Tienes ángel.

            Mi amiga quería irse y nos marchamos sin más.

            Solo intercambiamos unas palabras, pero algunas veces me pillaba pensando en él. Me pareció un hombre interesante.

            Un par de meses después, volvimos a encontrarnos en la misma terraza. Yo ni le había visto, cuando se me acercó. Esa noche charlamos durante horas y quedamos para otro día, ya solos. Cuando más le conocía, más ganas tenía de volver a verle, aunque me sentía un tanto reticente. No quería meterme de lleno en una relación, tenía miedo a repetir errores. A veces es el corazón quién manda y me dejé llevar.

            Aquello no era un noviazgo, pero los dos estábamos deseando tener un rato libre para vernos. Cine, teatro, paseos, comidas, nuestros gustos y preferencias coincidían bastante y nos entendíamos bien.

            La relación avanzaba. Pasábamos algunos fines de semana juntos; preparábamos escapadas para salir de la ciudad o nos quedábamos en su apartamento o en mi casa.

            Él me daba seguridad, me sentía yo misma y estaba feliz. Me presentó a su familia y a Andrés, su mejor amigo, que me acogieron con cariño. Mi madre decía que era un mirlo blanco, y no un buitre como Santi.

            Nos fuimos a vivir juntos,  manteniendo las parcelas de amistades y respetando los espacios de cada uno.

            Al cumplir los treinta y nueve, me dijo que le encantaría que tuviéramos un hijo, que era la ilusión de su vida y que si yo quería, no debíamos esperar más. Diez meses después nació Sol, una niña preciosa con la que se nos caía la baba, en especial a su padre. Si él estaba en casa, solo me tenía que preocupar de darle de mamar, de lo demás se encargaba Rubén, encantado. Para que no me sintiera agobiada y pudiera descansar, se llevaba a la niña a pasear. No podía pedirle más a la vida.

            Cuando Sol tenía tres años, estábamos de vacaciones y Rubén no dejaba de recibir llamadas, alejándose de nosotras para responder. No sabía qué estaba ocurriendo,  algo le pasaba a mi marido. Parecía preocupado, distraído, como si no terminara de estar cómodo. Pensé que podía ser por algún tema laboral, aunque nos contábamos todo y no me había comentado nada.

            –Cariño ¿Qué pasa? estás intranquilo, te noto triste. ¿Hay algún problema?

            –Si, Mónica, tengo un problema y gordo. No sé cómo solucionarlo. Cuando se duerma Sol, pedimos unas copas en la habitación y hablamos.

            Me dejó tan preocupada que no veía el momento de acostar a la niña. Por fin se durmió y salimos a la terraza. Me abrazó, sentí su agitación, nuestros corazones latían desbocados.

            –Quiero que sepas que Sol y tú sois lo más importante de mi vida. Siempre fui sincero contigo. Hace unos meses conocí a un hombre, un amigo de Andrés. Se me insinuó. No sé lo que me está pasando. Con frecuencia me acuerdo de él. Te juro que ni siquiera nos hemos besado. Hasta ahora he resistido la atracción que siento por él. No quiero hacerte daño, ni puedo explicar lo que me pasa. No entiendo nada, por eso estoy tan desconcertado.

            El llanto no le permitió decir más. Le consolé –no te preocupes, todo va a ir bien, yo estoy aquí, te quiero– le besé e hicimos el amor con una ternura infinita, después cayó rendido. Yo no fui capaz de conciliar el sueño en toda la noche.

            ¿Cómo no me habría dado cuenta de que a Rubén le podían gustar los hombres? ¿No le conocería tan bien como pensaba? Tal vez ni él mismo sabía que podía ocurrirle algo así, o se  había negado a admitirlo. Me sentía profundamente decepcionada.

            A la mañana siguiente estaba más tranquilo. Me confesó que se había quitado un peso de encima al confesarme su problema.

            Después de mucho hablar llegamos a un acuerdo. Estaba dispuesta a asumir esa parte de él, si las cosas entre nosotros seguían igual y la familia no se resentía. Podría investigar en esa nueva parcela suya, si era eso lo que quería.

            No abrazamos y bajamos a la playa. No hubo más llamadas. Solo nos quedaban seis días de vacaciones y queríamos aprovecharlos al máximo.

                                                                                                                        Graziela       

Graziela


 UNA CASA FRENTE AL MAR

          No fue un desengaño ni una infidelidad, fue mucho más, una traición.

            Nuestros planes de futuro se volatilizaron en el momento en que la abracé y sentí su frialdad, esa rigidez y la falta de amor. Aquella no era la Marta que yo había dejado seis meses atrás, con la que hablaba diariamente, a la que añoré desde el momento en que cogí el avión para marcharme.

          No sabía que había ocurrido en mi ausencia, aunque la respuesta era clara. Había otro hombre en su vida.

            –Ha sucedido sin más. No lo he podido evitar.

            –No lo entiendo. Creía que estábamos bien. Fuiste tú quien me incitó a marcharme. Cariño, medio año no es nada, decías. Es una inversión para nuestro futuro. Una oportunidad que nos permitirá alcanzar antes nuestro sueño y construir la casa cerca del mar.  No dejo de pensar en tus palabras. ¿Qué pretendías? ¿Poner distancia entre nosotros?

            –Alberto, por favor, ¡no digas bobadas! En ese momento era lo que pensaba. No sabía que esto podía ocurrir. Ha sido muy fuerte, más fuerte que yo, que lo nuestro. A mí también me duele. Tú has sido muy importante, pensaba que eras el hombre de mi vida, pero ahora todo ha cambiado. Se me han roto los esquemas. Perdóname, me siento fatal, sé que te estoy haciendo mucho daño.

            Mucho más que daño. Marta, con su confesión me había destrozado la vida. Y lo peor es que ella seguía con los mismos planes, pero con el otro del que no quiso decirme nada. No sé de dónde sacó el dinero para quedarse con mi parte de la parcela. Era lo único que nos unía, aunque ella insistía en seguir en contacto, cuando yo lo único que pretendía era no volver a verla, alejarme de todo lo que me la recordara, cambiar de vida.           

             No quería hablar ni ver a nadie. El primer mes solo trabajaba y veía documentales en televisión.

            Necesitaba reconstruirme por dentro. Uno de esos documentales despertó mi interés. Quise saber más sobre los faros y empecé a indagar. Me venía bien tener la mente ocupada  y me metí de lleno a preparar la oposición a farero. Mis compañeros y la familia pensaban que me había trastornado.

            Conseguí aprobar con nota. Elegí el faro de Cabo Busto, en la localidad del mismo nombre, Concejo de Valdés, Asturias. Lo más alejado de la zona donde pensábamos construir nuestro hogar. El puesto incluía casa. Aunque el faro no era de los más altos, pues solo tenía 9 metros, era relativamente moderno, de 1958 y las vistas sobre el Atlántico, impresionantes.

            Tenía que incorporarme inmediatamente. En mi empresa no querían perderme y acordamos que seguiría trabajando desde allí en algunos proyectos.

            El cambió fue radical y supuso un verdadero bálsamo, solo el mar y yo, aunque el pueblo estaba cerca y tenía mucho encanto. 

            La gente era agradable. Sin pretenderlo, empecé a hacer amigos. La veterinaria del pueblo me ofreció un cachorro y nos veíamos con frecuencia.

            Quise compartir con mi hermano gemelo todo lo que me había pasado en tan poco tiempo. Aunque éramos totalmente opuestos, siempre nos llevamos bien. No quiso venir al faro, ni conocer el pueblo, que estoy seguro que le encantaría, aunque sería demasiado tranquilo para él. Recordé que Marta le llamaba “el juergas”.

            Por fin se animó  a visitarme y la primera noche mientras tomábamos una copa frente a un mar enfurecido, nos pusimos al día.

            – He conocido a una mujer. Es mayor que yo. Ella me ha regalado a Luk, es veterinaria. No se parece nada a Marta y creo que por eso me gusta. ¿Y tú, sigues con Susana, en  plan intermitente, como siempre?

            –No, lo dejamos definitivamente. Sé que no tengo perdón, te lo tenía que haber dicho antes. Marta y yo estamos construyendo la casa frente al mar.  

             

               Graziela


Graziela

 

 


                                                                          LA FERIA

             Cuando mis primos y sus amigos entraban en casa alborotando, emocionados porque el pueblo estaba de feria, la abuela Pura siempre decía lo mismo.

            – Muy bien, pero la niña chica no puede ir.

            Me quedaba con las ganas de disfrutar de las atracciones, de comer el algodón dulce de colores, que nunca había probado, de oler mientras se hacían las almendras garrapiñadas que luego me traían en su bolsa de celofán, estrecha y pringosa. Os juro que añoraba todo aquello aunque no lo hubiera conocido y me moría de envidia cuando mis amigas me contaban que habían subido a la noria o al güitoma, que habían comido churros o bailado en la verbena. Me costó muchas llantinas, y no entendía por qué yo tenía que quedarme en casa mientras los chicos de la aldea, acompañados por sus hermanos, padres, tíos o algún amigo de la familia disfrutaban de todo lo que la feria ofrecía. Era un acontecimiento anual que duraba varios días, se acercaban a ella de todas las aldeas y pueblos cercanos, y sin saber el motivo estaba vetado para mí. No comprendía porqué ni las vecinas ni los tíos intentaban convencer a la abuela para que me dejara ir y como vivía con ella desde que nací, sin padres, me tenía que aguantar.

            Un día, al volver del colegio, la vi hablando con una mujer joven en la puerta de casa. No era de por allí, yo no la había visto nunca. Seguro que no era de la aldea, ni del pueblo de al lado, nos conocíamos todos. Al verme aparecer doña Pura frunció el ceño, agriándosele el gesto; inmediatamente despachó a la desconocida.  Días después de aquella tarde me dijo que podía sacar dinero de mi hucha y que me recogerían los tíos para ir con los primos a dar una vuelta por el ferial.

            – Ela, ¿En serio? –La abracé y casi lloro de emoción.

            –Sí hija, ya vas siendo mayor y este año te lo has ganado; estás estudiando mucho, me ayudas más y eres obediente.

            Aunque siempre me portaba igual, no quise decir nada, no fuera a cambiar de opinión.

            Hasta me dejó ponerme el vestido de ir a misa. Cuando llegamos a la explanada frente al campo de fútbol, los ojos se me abrieron tanto que me escocían. Era como tener un sueño estando espabilada. Me encontré con mis amigas. Yo me rezagaba mirándolo todo con ojos nuevos, un poco aturdida por los ruidos y el bullicio y tenían que tirar de mí para no perderme; me quedaba embobada a cada rato.

            Compramos altramuces y coco, que me supo a lugares lejanos. Según íbamos andando me llegaba el olor a aceite refrito de los churros, el aroma delicioso del chocolate caliente; el dulzór del algodón de azúcar y las almendras que tanto me gustaban. También olía al polvo que levantábamos con los pies andando sobre la tierra. Entendí entonces porqué los chicos volvían tan sucios. Tantos colores y el movimiento me mareaban a ratos; me sentía flotar.

            La verdad es que me daba un poco de miedo subirme en las atracciones. Lo primero fue la noria y me pareció tan divertido que después quería montar en todo lo demás.

            La música de las distintas casetas se entremezclaba. Al principio me sobresaltó el ruido de los tiros de escopetas de perdigones que si rompían los palillos o explotaban los globos que giraban en la ruleta, te daban peluches, cajetillas de tabaco o pelotas; los golpes del mazo sobre el hierro, para probar quién era el más fuerte. El señor de la tómbola no callaba, como los vendedores del mercadillo, aunque este nos hacía reír con las cosas que decía para animar a la gente a jugar.

            Marita dijo que teníamos que entrar en “la casa del terror”, que era muy divertido, que se acordaba de que el hombre lobo tenía los ojos más claros que los míos, como si fueran de agua y daba mucho miedo. A mí no me hacía ninguna gracia que me asustaran, claro que como no quería ser una ñoña, accedí. Pasamos por la taquilla para sacar la entrada y resultó que la señora que las despachaba era la que había visto hablando con mi abuela días antes. Era muy guapa, aunque parecía triste. Al llegar mi turno puse las monedas en el trozo de madera de la ventanilla, y creo que al verme se le alegró la cara. Dijo que sabía que era la primera vez que venía a la feria y que estaba invitada, que podía pasar gratis todos los días hasta que se fueran. No supe qué decir, además, al darme la entrada me acarició la mano y sonrió con mucha dulzura.

            Cuando cumplí los 14 y poco antes de que comenzara la feria de ese año, la abuela me contó mi historia. Ha pasado mucho tiempo y todavía intento digerirla.

 

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Graziela

 



DE VUELTA A CASA

            Volvía en el último tren. Nada más sentarme noté todo el cansancio y la tensión de los últimos días que me caía encima como si me taparan con tierra. Había sido muy difícil. Desde que murió mamá no volví a ver a mi padre: su entierro, la despedida, arreglar papeles, la venta, levantar la casa bajo la atenta mirada de todos vecinos... seguro que seguía siendo “la mala hija”.

            Solo la señora Paca me preguntó por el crío. Le enseñé fotos y le dije que había empezado la carrera. Y sí, seguía casada con D. Nicolás, el maestro.

            Tenía el convencimiento de que no volvería jamás a aquel lugar polvoriento y maloliente en el que nací, al que pocos recuerdos me unían. Mi memoria había sabido esconderlos  para paliar el dolor que me producían y poder vivir tranquila.

            – ¡Señora, despierte! Hace rato que estamos en Valladolid y este tren se va a cocheras, así que si no quiere seguir durmiendo a oscuras y en una vía muerta, debería bajarse.

            El revisor me saludo cuando empezaba a alejarme y el tren se puso en marcha. No quedaba nadie en la estación. Me dio un poco de miedo oír solo mis pasos.

            Había una maleta abandonada en el andén. Espabilé del todo al verla. Miré la etiqueta por si ponía alguna dirección, y en lugar de un nombre la tarjeta decía: “si me has encontrado, soy tuya” y la llave estaba colgando. Qué cosa tan rara. No pesaba mucho. Dudé. Desde luego no tenía pinta de contener una bomba, era una maleta bonita, de piel. La cogí por el asa y la llevé conmigo. Sentía curiosidad. En casa la abriría y para dejarla en objetos perdidos siempre estaba a tiempo.

            Mi marido y el chico estaban dormidos, así que sin hacer ruido, me metí en la cama.

         Las pesadillas agitaron mi sueño toda la noche y no descansé. Debí quedarme dormida al amanecer y al despertar era tarde, Nicolás ya se había ido a clase y el chico a la universidad. La maleta misteriosa me esperaba en el comedor. Estaba tan intrigada que decidí ver su contenido.  Dentro había un sobre con una nota.

            “Si has encontrado esta maleta, espero que des uso a lo que contiene. Para mí solo son malos recuerdos de un desamor y quiero perderlos de vista. Gracias. Martina”

            Había una novela, deportivas del 40, cazadora de piel, una bolsa con cosas de aseo, un par de camisas, jersey y pantalón vaquero. Todo estaba nuevo y era ropa cara. Pensé en lo contento que se pondría mi hijo, pues seguro que todo le valía y eran cosas que nosotros no podíamos comprarle.

            Como es la vida, al final y gracias a una desconocida había conseguido algo bueno de aquel desagradable viaje al pasado que nunca volvería a hacer..

 

Graziela

 


DE ALBAHACA Y MIEL

             Amed siempre había dicho que Zaida tenía ojos de albahaca. Llevaba años enamorado de su mirada, su risa, sus gestos, su voz; todo en ella le generaba cariño y una inmensa ternura. Compartir la vida con esa chica era su mayor aspiración. Procuraba complacerla, satisfacer sus caprichos, que no eran pocos, y la muchacha se dejaba querer, aunque no terminaba de decidirse ni aceptar su propuesta de matrimonio.

            Él, bastante parco en gastos, guardando todo el dinero que podía mes a mes, pues sabía que la ilusión de su amada era tener un tetería, y estaba dispuesto a poner ese sueño al alcance su mano.

            Con tiempo y mucho esfuerzo, encontró el local adecuado y llegó a un acuerdo con su propietario, sin comentarle nada a Zaida. Lo reformó para adaptarlo a su nuevo objetivo, allí derrochó horas de duro trabajo que fue arañando de su escaso tiempo libre, restándoselas al descanso, hasta casi el agotamiento. Había días que le dolían hasta las uñas y cada vez tenía peor la espalda. Cuando todo estuvo listo y colocado el letrero “Albahaca, tetería”, llevó hasta allí a la chica, con la excusa de invitarla a tomar algo a un sitio nuevo.

            Al llegar, solo le dijo: “Esto es para ti, mi amor”. Ella quedó tan impresionada al ver el cartel, y el gusto con que lo había decorado, pensando hasta en los mínimos detalles, que con los ojos anegados por la emoción se abrazó a su cuello, como nunca lo había hecho. Aquel gesto de cariño hizo olvidar a Amed todos los desvelos y palió sus dolores al instante. Estaba encantada con el inmenso regalo y no dudó en darle el sí, aunque no se decidió a poner fecha al enlace, decía que tenía que pensarlo, que había que preparar muchas cosas. Para lo que sí quiso fijar día fue para la inauguración de su negocio.

            Ella era amable y pronto consiguió hacerse con una clientela variada y fiel, que casi desde el principio llenó el local. Como estaba cerca de un cuartel, los soldados frecuentaban su local y no solo por el sabroso té y el delicioso café que allí se servía. Los ojos de Zaida eran como un imán para los hombres y Amed estaba como loco por casarse con ella cuanto antes, pues veía un gran peligro al pasar por allí tantos hombres, a los que ella obsequiaba con preciosas sonrisas, disfrutando de piropos y halagos con coquetería. Sin embargo, se seguía mostrando reticente cuando su novio le recordaba que aún no tenían fecha para la boba, sugiriendo días muy próximos o con meses de distancia, a ella le daba igual, esquivaba las propuestas con la destreza que tiene un pajarillo para evitar la jaula.

            Una mañana “La albahaca” no levantó el cierre, tampoco al día siguiente. Pasaban los días, sin noticias, aunque su futura familia no parecía preocupada, los notaba tristes y respondían con evasivas para justificar la ausencia de su amada. Fue una prima de ella quien le contó lo ocurrido. 

            Se había fugado con un soldado. Al parecer, vivía con él en una casa, con todas las comodidades. Le dijo que la primera vez que la llevó al que era ya su hogar, llenó la habitación de velas y pétalos de flores, como en las películas y ella no pudo resistirte al muchacho y a aquel lujo, entregándose de inmediato.

            Tal fue el disgusto para Amed que quedó postrado en cama con depresión y un ataque de lumbago. Le costó recuperar las ganas de vivir. Aisha, la prima de Zaida que tenía los ojos de miel, le visitaba con frecuencia, para cuidarle y hacerle la comida. Al parecer siempre había estado enamorada de él y supo conquistarle con sus encantos y sus maravillosas manos para la cocina.

            Entre los dos convirtieron la tetería en un moderno restaurante y le cambiaron el nombre por “El Paraíso” que es donde se sentían ellos cuando estaban juntos.