UN GRAN AMOR
Cuando
me propuso ir a su piso, para que Leya, su perra, no estuviera sola tanto
tiempo me pareció buena idea, aunque la había visto en muchas fotos, así podría
conocerla de una vez y tratar de entender porque había conquistado el corazón
de mi chica.
Leya
era pequeña, peluda y chillona. Desde que llegué no dejó de ladrarme, y eso que
la cogí en brazos cuando se subió al sofá y la acaricié con cuidado, para
hacerme su amigo. Salí a pasear con ellas y dimos unas cuantas vueltas con un
frío horrible, hasta que la perra hizo
sus necesidades, y volvimos ateridos a casa.
Nos
pusimos cómodos, y para entrar en calor vimos una serie mientras nos besábamos,
entre abrazos y caricias. Leya también quería estar con nosotros y se quejaba
si nos movíamos, ladrando o chillando, lo que me incomodaba bastante aunque a Alejandra
le hacía gracia. Es muy posesiva, decía besándola en la cabeza.
Para
mejorar la situación propuse irnos al dormitorio. En la cama, Leya se instaló la primera, y dejó
claro que el intruso era yo. Se metía entre nosotros. Si me movía, me mordía
los pies, ladraba muy cerca de mi cara, enseñándome sus dientes enanos; se me
subía encima y me arañaba, haciendo un extraño bocadillo entre los tres. Cada
vez me ponía más nervioso. Notaba que Alejandra estaba más pendiente de la
perra que de mí: la acariciaba, la sujetaba o la apartaba, según el momento y
así yo no podía concentrarme.
Desesperado
decidí apartarme y dejarlas espacio. La perra parecía encantada y Alejandra no
se molestó, como cabría esperar. No hubo manera de hacerlo en toda la noche,
pues aunque Leya se durmiera, como lo hacía pegada a su ama, en cuanto me
acercaba gruñía, ladraba o me mordía.
Tenía muy mala leche la mierda de perra.
Ya
un poco desesperado sugerí a Ale que la sacara de la habitación y cerrara la
puerta y dijo que era un desalmado, que ella no podía hacer eso a la pobre Leya.
Así que fui yo el que se marchó y allí se quedó ella con su insoportable
animal. Y no he vuelto a saber nada de ninguna de las dos.