Graziela

Esta última noche del año me gusta mirar atrás, hacer recuento, ver lo que me deparó el  2021. Lo cierto es que repasando estos meses, me he dado cuenta de que son muchos los acontecimientos que destacan y no todos ellos positivos por la situación que nos hemos visto obligados a vivir,  aunque a nivel personal ha resultado un año lleno de retos, de experiencias y con mucho aprendizaje para mi. Me he sentido obligada a cuestionarme, a hacer cambios, a afrontar situaciones complicadas, momentos ingratos y aunque todo esto me ha supuesto un esfuerzo y cierto desgaste físico y emocional, ahora, con la distancia que pone el tiempo me doy cuenta de lo mucho que he avanzando. Me siento contenta y satisfecha. Ha sido un camino arduo, con curvas y piedras hasta llevar al punto en que me encuentro, capaz de mirar lo que ha quedado atrás y afrontar con ilusión, alegría y mucho ánimo lo que está por venir.

De cada traba he intentado ver la parte positiva, lo que me ha enseñado, aunque confieso que a veces me ha costado, pues primero he tenido que dejar que se disolviera la bruma que lo cubre todo cuando estás dentro y no puedes mirar con perspectiva; en ocasiones, incluso, solo he podido apreciarlo con tiempo y distancia.

Sin embargo, por todo ello me siento agradecida. Por eso y por la gente que me rodea, por mi familia, mi pareja, mis amigas, los amigos, compañeros y todas esas personas que me rodean y me hacen sentir su cariño, su calor y el apoyo que me prestan. Agradezco los consejos, los puntos de vista que me ayudan a cambiar el foco, a ver las cosas desde otro ángulo, más elevado o simplemente distinto.

Termino el año llena de gratitud y en paz. Dispuesta a disfrutar y arrostrar lo que me traiga el año que estrenamos.

El mantra que cantamos en kundalini yoga me parece muy adecuado para la ocasión, y lo comparto con vosotros para desearos UN PROSPERO AÑO, CARGADO DE ALEGRÍA, SALUD E ILUSIÓN, MUCHO AMOR Y SALUD.

"Que el eterno sol te ilumine, que el amor te proteja y que la luz pura, interior guíe tu camino"

Graziela

 

Falta muy poco para el 25 de diciembre, sin embargo, no huele a Navidad, no se nota en la calle ese ambiente previo al festivo que pese a estar ya en invierno resulta cálido. Tampoco se respira la ilusión de preparar, la alegría de pensar en los demás, de comprar regalos. Parece que la gente está en otra cosa, que flota en el aire la preocupación y el miedo. 

No nos dejemos arrastrar por el desánimo. Recobremos la ilusión por celebrar, volvamos a sentirnos motivados por los encuentros alrededor de una mesa puesta con cariño, de una cena o una comida especiales, hechas con amor, de compartir todo esto con nuestros seres queridos. Encendamos lucecitas o pongamos velas. Estas fiestas, deseo que en vuestro hogar reine la esperanza, confiemos en que todo ira mejor, aprovechando cada momento de alegría para disfrutar de la navidad, pues te gusten o no estas fechas, pasan en un parpadeo. 

Ahora, cierra los ojos y sueña. 

FELICES FIESTAS.


Graziela

 

Estoy encantada de invitaros a la presentación del último libro de TAF, "NO TODO ES AZAR", que tuvimos que postergar en su momento debido a las circunstancias que todos conocéis. Ahora y más de un año después por fin verá la luz, me hace especial ilusión y espero que podáis acompañarnos en ese momento para pasar una tarde juntos escuchar relatos y buena música.

DOMINGO 21 DE NOVIEMBRE, 18.30H. AUDITORIO DEL CENTRO CULTURAL HUERTA DE LA SALUD 

(C/ Mar de las Antillas, 8 -28033 Madrid).

¡OS ESPERAMOS!

Graziela

 Estamos en otoño.

Sí, ya sé que a muchos el otoño les pone triste. Cuesta adaptarse a la nueva estación. Cambia la intensidad de la luz, los colores de la naturaleza, llegan las frutas de temporada: granadas, naranjas, mandarinas... y las castañas, madroños y níscalos; nos apetece otro tipo de comida. 


Para mi es una época que invita a la introspección, a estar más dentro que fuera, a tomarse las cosas con calma, a reorganizar la casa, los armarios (como es dentro es fuera) y retomar rutinas. Es momento de iniciar algo nuevo, o volver con aquello que durante el verano dejamos apartado.

Es como que el ritmo se ralentiza, que hay que cambiar el punto de atención. Tenemos que prepararnos para el invierno, toca cuidarse, mimarse y  buscar otro tipo de calor. 

Un baño de bosque en está época es toda una experiencia. Dejarse inundar por los tonos amarillos, rojizos, ocres, cobrizos y anaranjados que con fuerza llenan nuestras retinas, renovándonos con su energía, transmitiéndonos paz, recobrando la armonía que la naturaleza nos regala. Disfruta de esta luz que parece tamizada por un ámbar. 

No es necesario salir al campo, si vives en la ciudad, un paseo tranquilo por cualquier parque, sin perder detalle de cuanto nos rodea, bastara para conseguir contactar con la estación, para vivirla desde la alegría, reencontrando nuestro centro.

Hoy, sal con los ojos muy abiertos y seguro que el otoño te sale al encuentro, y abrázate a él y déjate abrazar.

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Graziela
          

           No me gusta nada la lluvia, tal vez sea porque me recuerda que cuando era pequeña si llovía no nos dejaban salir al patio del colegio y no podíamos jugar en la calle; sin embargo y curiosamente no me importa mojarme, es más, prefiero mojarme ante que llevar paraguas. Odio los paraguas. Gracias a los gorros de agua, los chubasqueros y las gabardinas con capucha puedo prescindir de ellos.
         Hay gente a la que le encantan los paraguas, como mi tía Herminia, que era bastante rarita, y se dedicaba a coleccionarlos; si perdía alguno se llevaba un disgusto tremendo y rápidamente procuraba comprarse otro igual o parecido para sustituirlo.
         Es curioso, cuando pienso en aquel día no puedo por menos que sonreír. Estaba casi desesperada, no vivía entonces el mejor momento de mi vida, al contrario, acababa de suspender la oposición que llevaba dos años preparando y mi novio me había dejado; el mundo se me venía encima.
Con poca esperanza y arrastrando esa pesada sensación de desaliento que me hacía pensar que había perdido dos años de mi vida, me presenté a una entrevista de trabajo. No era nada especial,  además, estaba convencida de que no conseguiría el puesto, pero algo tenía que hacer, era la única empresa que había respondido a mi carta de presentación, mostrándose interesada en mi currículo.
          Para colmo de males amaneció nublado, con un cielo amenazante como humo denso. Al tomar el autobús lamenté no haber cogido el maldito paraguas, pues daría muy mala impresión presentarse a solicitar un puesto de trabajo con la ropa chorreando y los zapatos haciendo "plof"  a cada paso por la mullida moqueta. Menudo corte, ese sí que sería un mal comienzo, así que pasé el resto del trayecto rogando para que el cielo no descargara sobre mi toda su ira en forma de aguacero, al menos hasta que no saliera de la entrevista, después ya me daba igual.
        Estaba nerviosa, distraídamente cogí el periódico que descansaba en el asiento contiguo, para echarle una ojeada mientras llegaba a mi parada.
            ¡Menuda sorpresa!, bajo el diario había un paraguas, uno de esos pequeños que se pliegan y caben en el bolso; parecía en buen estado. ¿Quién habría podido olvidarlo? Me acorde de mi tía Herminia y me invadió una oleada de tristeza.
              Al oír el repiqueteo miré por la ventanilla. Había comenzado a llover y lo hacía con saña. Lamenté mi suerte y agradecí el hallazgo. Así es como me vi obligada a quedarme con algo que no era mío, muy en contra de mis principios.
           Aquel paraguas no tenía nada de especial, sin embargo, cuando lo abrí al bajar del autobús fue como si el día se hubiera aclarado un poco, como si todo fuera más luminoso. Tal vez se debía a los vivos colores de su alegre estampado. No eran exactamente flores, parecían manchas, como aguadas de acuarela.
            Por una vez en mi vida me alegré de poder protegerme bajo su tela. Al llegar a mi cita me sentía algo más animada que cuando salí de casa.
           El señor que me recibió parecía agradable, había algo en su rostro que trasmitía tranquilidad. Aquello no parecía una entrevista de trabajo; en ningún momento me sentí intimidada, ni examinada. Con tono distendido me iba preguntando por mi formación, las practicas, la experiencia laboral, mis aficiones, mis inquietudes... No sé, pero aquello me fui serenando, conseguí sin darme cuenta olvidar los nervios que hacía solo unos minutos me atenazaban el estómago.
             Contra mi agorero pronóstico, conseguí el puesto. Al llegar a casa me dio por pensar que el paraguas había tenido algo que ver, influyó positivamente en mi estado de animo nada más abrirlo y resguardarme debajo.
           A partir del aquel momento mi odio hacia el extraño complemento se fue aminorando hasta casi desaparecer y en cuanto el cielo estaba nublado no dudaba en incluirlo en el contenido de mi abultado bolso.
        También amenazaba lluvia cuando le conocí. Intentaba inútilmente abrir el paraguas que parecía atascado y se negaba tozudamente a desplegar su universo de colores a mí alrededor, cuando de pronto, cedió a mi forcejeo y se estampó en la espalda del apuesto hombre que cruzaba delante de mí. Le conocía de vista, trabajaba en el mismo edificio que yo y me sentí muy azorada por el encontronazo; atropelladamente, con mucho apuro intenté disculparme mientras notaba como me ardía el rostro de vergüenza. A él todo aquello parecía divertirle y aprovechó la ocasión para invitarme a un café. No tardamos mucho en empezar a salir y terminamos casándonos.
 Estoy muy contenta con mi vida y en general soy una mujer feliz.
 De todo eso hace ya mucho tiempo, durante el cual el paraguas de la suerte, como yo lo llamo, ha seguido conmigo y continúa en buen estado de uso, aunque sus colores no resulten tan brillantes.
Ahora estoy convencida de que nadie lo perdió o lo olvidó, sino que intencionadamente lo dejó bajo aquel diario para que yo lo encontrara y pudiera utilizarlo en un momento que tan útil me resultó. Creo que ya es hora de dejar que otro pueda disfrutar también de la fortuna que le acompaña, así que hoy, aprovechando los nubarrones que cubren el cielo, cuando lleve a la niña al parque he decidido olvidarlo en un banco del Retiro, para que siga haciendo su labor con alguien que lo necesite más que yo.



Graziela

 



UNA RARA ENFERMEDAD

             Tras cinco años de crecimiento continuo de mis brazos, he decidido usarlos como bufanda.  No ha sido fácil tomar esta decisión. Al principio no resultó algo tan incomodo, es cierto que me costó hasta darme cuenta, pues era verano. Me empecé a percatar del inusitado alargamiento cuando llegó el frió y las mangas de las camisas y los jerséis cada vez me resultaban más cortas y no era cuestión de que todas ellas encogieran. Llegado el momento de usar prendas de abrigo ya me quedaban al aire las muñecas y sentía un frió tremendo, entonces decidí consultar con el médico aquella anomalía que iba en aumento.

            Yo comía igual y ninguna otra parte de mi cuerpo crecía, es más yo creo que las piernas se iban encogiendo, pues los pantalones se doblaban sobre los zapatos. Las pruebas y analíticas no arrojaron ninguna luz sobre mi problema, ni llegaron a aventurar ningún diagnostico que explicara el hecho de que mis brazos se seguían alargando, es una rara enfermedad que no tiene más síntomas.

            Estaba muy preocupado y mi mujer también, Claro que tenía sus ventajas, podía alcanzar cosas que estaban altas sin necesidad de coger una banqueta para subirme y llegó un momento en que ponía el chupete a mi hijo sin acercarme a la cuna, pero esto no me compensaba.

            Sentía los brazos más pesados y tenía que hacer mucho ejercicio para fortalecer la musculatura; mejoró mucho mi brazada al nadar, aunque la piscina se me quedaba pequeña pues los largos se me hacían cortos. Temía que con el peso de mis miembros superiores quedaran como dos colgajos flácidos enganchados a mis hombros, aunque inevitablemente ese momento ya ha llegado.

            Me resulta muy difícil vestirme, tengo que hacerme la ropa a medida y hemos ido cambiando la posición de los bolsillos que pronto se me quedaban descolgados y  han pasado de la cadera a las rodillas y de los costados, a la espalda, para volver a situarse en el lugar que ocupan para cualquier persona. Afortunadamente, las piernas solo se me redujeron un poco al principio, perdiendo algo de estatura, que he sabido compensar con la largura de mis brazos.

          No quiero convertirme en una atracción de feria. Ya sé que no tiene solución, no pueden operarme, salvo amputación y mientras me planteo los pros y los contras aprovecho para utilizarlos a modo de bufanda y así al menos  me quitan el frío.

Graziela

 



UN BARRIO TRANQUILO

 

            Mi barrio era un lugar tranquilo para vivir. Recuerdo que no me gustaba mirar al patio de Pepito, en el que el chico daba vueltas sin parar pedaleando despacio en su enorme triciclo, con la cabeza torcida y sonriendo a ratos mirando al vacio, me daba mucha pena; sin embargo, en primavera, cambiaba de trayecto para disfrutar del aroma de la madreselva del jardín del número tres de Virgen del Castañar, justo frente al taller de “el chispa” que hacía un ruido terrible cuando cortaba el hierro.

            La ventada de nuestro dormitorio, daba al pario y en la casa del otro lado vivía un hombre con una deformidad en la espalda; no salía nunca de casa y entretenía las horas asomado a la ventana, acechando como un aguilucho con el ala rota. Indefectiblemente cada vez que nos levantábamos, o nos cambiábamos de ropa, te encontrabas con su mirada fija, de día y de noche; seguramente prefería no asomarse a la ventana de su cocina, por la que vería a su mujer, una señora muy bajita y redonda, con el pecho como un mostrador, que se encaminaba a la tienda de ultramarinos de la esquina y que en cuanto entraba en ella, el tendero, presuroso, bajaba la persiana y echaba el cierre, que no volvía a subirse hasta que ella salía, con las bolsas bien cargadas.

            Allí nos conocíamos todos. Mi abuela, aunque no vivía con nosotros solo tenía que pasar por la pastelería de Asunción, nuestra vecina del bajo, que tenía dos hijas aunque del marido no se sabía nada, y en el rato en que abuela compraba unos bollos se enteraba de todo lo acontecido desde la última vez que vino a vernos.

            Todos los bloques tenían la misma altura, cuatro pisos. Nosotras vivíamos en el último, una casa gélida en invierno y tórrida en verano, justo debajo de la azotea, lo que nos permitía disfrutar más de la terraza, que estaba llena de cuerdas para tender la ropa, a la que mi madre subía justo cuando se ponía la comida en la mesa, para que papá preguntara ¿Pero dónde está tu madre? Ha subido a tender, contestaba alguna de mis hermanas, frase que se ha mantenido en el tiempo siempre que alguien no está en la mesa a la hora de comer "estará tendiendo...".

            En esa misma azotea yo pasaba muchas horas con mi amiga Margarita. Nos subíamos a charlar, comer pipas o a bailar, y como ella que era grande y fuerte me sujetaba emulando a los bailarines de ballet, acabando en más de una ocasión en el suelo; era divertido danzar entre las sabanas que olían a limpio y el viento agitaba como banderas.

            Entonces había porteros en las casas, que vivían allí, a los que se podía recurrir en cualquier momento. En el sótano teníamos una carpintería y en cuando te acercabas a la escalera se escuchaba el chissssss de la sierra, olía a serrín y a veces a barniz, en esas ocasiones,  para evitar el tufo, subía los escalones de dos en dos, abriendo las ventanas que había entre piso y piso.

            Al volver del colegio tenía que ir al mercado para hacer la compra, dejaba la cartera y perseguía a mi madre por toda la casa para que me dijera lo que necesitaba traer “y nada más”, pregunta cuando apuntaba lo último y siempre faltaba algo que añadir, a veces cuando cerraba la puerta la escuchaba decir y trae patatas, “y seguro que nada más…”; lo que más rabia me daba es que cuando llegaba a la calle y doblaba la esquina, desde la ventana del baño la escuchaba llamarme a gritos, yo y todos los vecinos, para encargarme algo que se le acababa de ocurrir, esto me ponía frenética y raro era el día que la lista no se estiraba con tres o cuatro cosas que se le ocurría pedir en el último momento.

            En el piso bajo de la casa de enfrente vivía Amparo, una señora que tenía dos hijas y un chico y se pasaba las horas pendiente de lo que pasaba en la calle, agazapada junto a los cristales, con la ventana entreabierta y oreja dispuesta a escuchar las conversaciones de cualquiera que pasara o se parara cerca de su zona de influencia; se enteraba de a qué hora llegabas, quién te acompañaba y si había despedida y beso en el portal, aunque esa habilidad no le sirvió de mucho cuando circuló el rumor de que su hijo había sido violado o abusaron de él otros chicos, se acusó de aquello a otro chaval de la zona, y después resultó que estaban saliendo, un verdadero escándalo para aquella época, y a partir de eso Amparo dejó de correr el visillo constantemente para enterarse de lo que pasaba fuera.

            Y es que como en todos los lugares tranquilos, en aquel barrio no dejaban de pasar cosas.

Graziela

 


SOMBRAS

             Llevaba una semana muy estresante y necesitaba oxigenarme bien y correr un rato por el parque. Dormía fatal. Además, hacía días que tenía la sensación de que alguien me seguía, esto me hacía volver la cabeza para comprobar aliviada que no era así. 

            Con los cascos puestos, escuchando esa música que tanto me anima, inicié la carrera. Minutos después me los quité para disfrutar de los sonidos de parque, de la quietud,  mientras se empezaban a desdibujar los contornos.

            Sabía que había pavos, los he visto andando por el césped, luciendo el hermoso plumaje de su cola o subidos a los árboles, aunque aquellas nos eran sus voces. Parecían más bien aullidos, pequeños grititos más propios de algún tipo de mono. ¿Simios en el parque? Temerosa, acelere la carrera. De tanto en tanto los chillidos me sobresaltaban. Me sentía observada. No veía a nadie. Las copas de los árboles se convirtieron en una masa oscura, sombras amenazantes agitadas por el viento.

            Estaba cansada, noté cierta presión en el pecho. Paré para respirar mejor: inhalé y exhalé despacio varias veces, de forma consciente, hasta serenarme. Hice algunos ejercicios de estiramiento y torsiones mientras recuperaba el aliento, la calma. Estaba cerca de la salida, en la zona más iluminada, sin nadie alrededor.

            Al levantar la vista hacia la puerta, me asusté. Encima de una de las pilastras había un mono grande que me observaba con atención. Sus rasgos eran casi humanos y los ojos amarillos me escrutaban con una mirada vieja, sabia, haciéndome sentir como si me robaran parte del alma.

            Tenía que pasar a su lado para sobrepasar la verja. No me atrevía. Temía su reacción. Sería fácil lanzarse contra mí, hacerme daño. Con mucha desazón busqué a alguien. Vi acercarse a un chico con un pastor alemán. Esperé a que estuviera a mi altura y les seguí de cerca. Salí al mismo tiempo que ellos. El perro no ladró al simio,  inmóvil como una gárgola. Mientras me alejaba, sin mirar atrás, sentí en la espalda clavarse la mirada amarilla. Un escalofrío me recorrió entera al escuchar el aullido con el que me despidió. Corrí a toda velocidad hacia casa.

            Al llegar al portal respiré aliviada. Con un vaso de leche me tomé una pastilla para dormir, y después de ducharme me metí en la cama. Antes, anoté en la agenda “llamar a Rodrigo, psicoanalista”.

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Graziela

 

 


A TRAVÉS DEL CRISTAL

 

            Me encanta esa cafetería.  Los jueves disfruto imaginando que al salir de mi terapeuta tomaré un café allí, sola. Es una hora en la que está poca concurrida. Me acomodo en una de las mesas pegada a los enormes ventanales que dan a la plaza. Es agradable la suave música de fondo, el aroma del rico capuchino y personas silenciosas, cada una imbuida en sus tareas, con el portátil, un libro, el móvil o los apuntes. Yo prefiero centrarme en la calle, observar a la gente, mirar el cielo, los reflejos en los cristales del edificio de enfrente, las nubes que cambian de forma ante mis ojos. Me reconforta disfrutar de los pequeños placeres y me cuesta imaginar la semana sin estos ratos.

            Sin embargo, en esta ocasión todo cambió de pronto. La mayoría de las mesas estaban vacías y había un grupito un tanto molesto, charlando en alto y lanzando risotadas de vez en cuando. Algo raro se respiraba en el ambiente. El cielo plúmbeo creaba una atmosfera cargada de electricidad.

            Yo me encontraba con el vaso de cartón entre mis manos, sintiendo el calor del líquido obscuro, aspirando su olor, y pensando lo mucho que me apetecía ir al cine, aunque meterme en una sala cerrada durante dos horas era un riesgo que aún no estaba dispuesta a correr. Intente prolongar estos momentos de disfrute que me proporcionaban un sentimiento de normalidad, aunque a veces me sintiera como una colegiala que se salta una clase. ¡Siempre la dichosa conciencia cortándome las alas!

            No sé porqué mis ojos se enfocaron en aquella ventana. La vi asomarse. Me levanté de la silla cuando se sentaba en el alfeizar, con las piernas colgando en el aire. Se me escurrió el vaso de las manos y no pude sofocar un grito al verla precipitarse al vacío, como si desde abajo un imán la atrajera. Todo ocurrió en un instante. Lo demás está borroso en mi mente. Sé que me atendieron, escuché sirenas.

            Sentí el sabor ácido del vomito en la garganta  cuando mi marido me recogió para llevarme a casa. Tuvo que tomar pastillas para dormir, además de tranquilizantes. No podía deshacerme de la imagen de aquella mujer cayendo, desmadejada, como un muñeco de trapo a punto de romperse. Una y otra vez veía esa película a cámara lenta.

            Han transcurrido un par de meses y hoy, por fin, al salir del terapeuta me he atrevido a entrar de nuevo en la cafetería. Me he puesto en una de las mesas pegada a la barra, de espaldas a la calle. Los camareros me han reconocido. El capuchino estaba tan amargo que con el primer sorbo se me ha cerrado el estómago, y no he probado la pasta que me han puesto para acompañarlo. La música se me antojaba estridente y el ambiente, ruidoso y vulgar. Sentía un nudo en el pecho que me impedía respirar bien. He dejado la consumición y al pedir la cuenta me han invitado. En la puerta, mis ojos han buscado la ventana de trágico recuerdo y no he sido capaz de localizarla.  

            Ahora estoy segura: no volveré a pisar ésta cafetería.

 

 

Graziela

 







UNA TARDE DE VERANO

            Recuerdo que de pronto, el cielo se tiñó de rojo. Un humo, denso y oscuro fue cubriendo todo con una pátina gris. Los pájaros dejaron de cantar y un extraño silencio se instalo en el aire. Era como esos días en los que la tormenta amenaza, sin llegar a llover y las nubes parecen a punto de estallar en cualquier momento. Olía a quemado y de vez en cuando una ventolera traía cenizas, sámaras muertas que jugueteaban con el viento antes de caer.

            Flax estaba nervioso, no paraba de correr y ladrar al cielo.

            La abuela rezaba el rosario sentada en el porche, como cada tarde, hablando entre dientes. Miraba al cielo, preocupada, temerosa de que el incendio se extendiera y llegara hasta la casa. Mamá se afanaba recogiendo la ropa tendida y se quejaba de que tendría que lavarla de nuevo. Mi hermano pequeño estaba eufórico, y se comportaba como siempre que algo le inquita; se puso muy pesado, no dejaba de preguntar.

            – ¿Y ahora que va a pasar? ¿Vendrán los bomberos? ¿Nos echarán de casa?

            – ¡Cállate Raúl! Que no nos dejas escuchar las noticias, a ver si la radio dice algo.

            – Mamá. ¿Se está acercando el fuego?

            – Ya te he dicho que el fuego está muy lejos, al otro lado del río, que no creo que haya peligro, tendremos que esperar. Aquí ni siquiera se oyen los coches de bomberos y solo vemos pasar las avionetas cargadas de agua de vez en cuando. Mira. Ahí viene otra.

            Yo me subí en la pilastra, por si veía algo al final de la cuesta. Nada.

            – Mamá, ven corriendo. Creo que he visto pasar un toro a la carrera por la otra calle.

            –No digas bobadas, sería un perro grande. Y ven aquí, bájate de tu atalaya de una vez y ayuda a la abuela a pelar patatas si queréis que haga una tortilla.

            Un poco después llamaron al timbre, era un hombre a caballo. Mi madre salió y nosotros con ella. Era el mayoral de la ganadería. El fuego estaba casi sofocado –dijo–, pero los animales asustados han salido de estampida, rompiendo la alambrada. Se han escapado dos. No salgan a la calle, son bravos y peligrosos.

            –Lo ves mamá. Yo he visto uno hace un rato por la calle que cruza.

            A mi madre le daban más miedo los toros que el fuego, así que nos encerramos en la casa.

            – Raúl ¡Que entres te he dicho!  

            –Hija, ten paciencia, el crio está nervioso. Anda, trae el parchís y vamos a echar una partida mientras llega tu padre.

            Estaba contando veinte después de comer una ficha a Raúl, cuando sonó un tremendo estrépito. ¡Casi se me sale el corazón! Mi madre dio un gritito. Se fue la luz y empezó a llover con fuerza. El olor petricor lo llenó todo. De pronto se abrió la puerta. Nos volvimos a asustar, era papá, que no le habíamos oído llegar.

 

 

Graziela

 


SILENCIO BLANCO

            Se esperaba un gran temporal de nieve. Llevaban día anunciándolo, aún así supuso una gran sorpresa. Nunca había visto nevar tan copiosamente, durante días, de forma ininterrumpida.

            Al salir al porche me sobrecogió la imagen de los jardines. Los árboles soportaban en sus ramas tal peso que casi podía escuchar su sufrimiento al intentar mantenerse en pie. La luz resplandeciente, el cielo rosado y la frialdad lo llenaban todo.

            Estoy acostumbrado a la montaña y tengo un buen equipo, así que me calcé las botas, los crampones y cogí mi cámara de fotos para captar instantes únicos. Tenía ganas de volver a Rascafría, y visitar el Bosque de Finlandia, paraje de una belleza singular que sospechaba que ahora, más que nunca, recordaría la zona que le da nombre; el lago debía presentar una imagen digna de verse.

            El silencio era escandaloso, tanta quietud hacía parecer que el tiempo no existía. Se respiraba paz. En el suelo, la nieve virgen cedía ante mis pisadas marcando el recorrido con un crujir a cada paso. Quería disfrutar de aquella placidez, del equilibrio de la naturaleza en estado puro. Olía a frío. Necesitaba disparar mi cámara; el clic se multiplicaba por el eco, perturbando la calma.

            Al llegar al embarcadero el asombro me inmovilizó. Al final del mismo, como si estuviera casi sobre el agua, una mujer miraba al infinito. La nieve a su alrededor estaba impoluta, sin huella alguna. No podía separar mi ojo del objetivo de la máquina, tomando instantáneas de aquella inesperada visión: esbelta, delgada, casi etérea. El contraste del color carmín de su capa la realzaba más sobre la armonía reluciente. Temía acercarme y romper el embrujo; permanecí a cierta distancia, deseando que se volviera para verle el rostro y, a su vez, temiendo que lo hiciera por dejar de imaginarla.

            No sé el tiempo que permanecí allí. Todo quedó en suspenso. Tampoco recuerdo en qué momento me aleje o si fue ella quien se marchó primero, ni como lo hizo.

            Ya en casa, con el crepitar de las llamas en la chimenea, repasé todas las fotografías y solo había una en la que la mujer aparecía, como una sombra, en el resto, solo se veía la inmensa nevada y, al observarlas, volví a escuchar el silencio blanco.

 

Graziela Ugarte


Graziela

 



    CRÓNICA DE UNA RECUPERACIÓN

 Me sentía hecho polvo, las buenas palabras de los amigos no me ayudaban. Mi cuerpo llevaba impresa la marca de la enfermedad. Los músculos me dolían incluso al subir la escalera, necesitaba ejercitarlos, paliar el temblor y los calambres.

Demasiado débil para hacer deporte, al ver un documental el buceo libre me llamó la atención. Busque un instructor que me enseñara a controlar la respiración. Aquello no era solo una actividad física. Controlar las apneas era mucho más, me ayudaba a dejar la mente en blanco; el agua helada activaba mi cuerpo con suavidad. El fondo del mar se convirtió en un paraíso desconocido, en el que el tiempo se detenía, sin espejismos.

Bajo el agua, impulsándome suavemente con la aleta me sentía libre, mejoró mi capacidad pulmonar, prolongando las inmersiones, perdiendo el miedo. Era como si hasta entonces hubiera sido ciego.


Graziela

GRACIAS A TODOS LOS QUE HABÉIS VISITADO LA EXPOSICIÓN "FILOMENA NEVADA", EN EL CENTRO CULTURAL SAN JUAN BAUTISTA, QUE FINALIZÓ EL PASADO VIERNES.
 Y PARA LOS QUE NO TUVISTEIS LA OPORTUNIDAD DE HACERLO, OS DEJO ALGUNAS FOTOS.









 

Graziela

Ya podéis visitar la exposición  "FILOMENA NEVADA" organizada por la Asociación de Artistas Carmen Holgueras, que desde el 4 hasta el día 28 de mayo estará en el Centro Cultural San Juan Bautista, calle San Nemesio nº 4 de Madrid, en la que participo con estos dos cuadros.

                                                                              Silencio blanco

Blanco sobre negro



Graziela

 

                                         DÍAS CONVULSOS

         Salen a la calle, gritan sus consignas, critican, descalifican al adversario y algunos hasta les insultan; su gente, seguidores enfervorecidos aplauden la soflama, los medios se hacen eco y según de quien venga los enaltecen o defenestran, añadiendo agua a la inundación; unos y otros escupen palabras cargadas de rabia y hiel, la inquina crece en el ambiente, se respira, se absorbe y aunque intentes mantenerte lejos de manipulaciones y disputas, la semilla está plantada y es inevitable que esa “lluvia ácida” te alcance, te salpique también.


Graziela



AL OTRO LADO

Nuestras manos se rozaron y la sensación me resultó agradable. 
Lo pasábamos bien juntos, compartíamos aficiones, nos gustaba la historia y nos veíamos cada jueves en clase. Ni siquiera me di cuenta de que existía una estrecha línea entre nuestras vidas cuando ya estaba al otro lado de la misma. Los encuentros se sucedían con mucha frecuencia. De las miradas furtivas y los roces accidentales pasamos a las caricias intencionadas; los besos y abrazos llegaron de forma natural y la vida en casa se volvió difícil. 
Me sentía como en una ratonera en mi propio hogar. Hasta que no pude más y me marché. 
Cuando renuncié a todo para vivir aquel amor, tomando el tren en marcha y sin preocuparme de comprar billete, él se asustó. Desapareció y yo me quedé sola en una estación desconocida, sin equipaje ni destino, al otro lado de mi vida.



Graziela

Graziela

 

TODO VALE

(BINOMIO MÁGICO)

Pera-estropajo

            El peral estaba muy viejo. Cada vez daba frutas más esmirriadas. Nada en ellas hacía recordar a sus antecesoras: de suave textura, dulces como melaza, crujiente mordisco y agua, mucha agua. Las de ahora parecían de madera, y si se dejaban madurar mucho por dentro estaban negruzcas y blandengues, o hasta criaban gusanos.
            Teníamos que renovar los frutales y el peral sería el primero, aunque la decisión no era fácil. En el vivero había gran variedad de árboles, y aunque las peras de agua nos han dado buenas cosechas durante muchos años, lo mismo había llegado el momento de cambiar y plantar uno de ercolinas, conferencia o limonera.  Al final cambiamos la jugosidad y dulzura de la blanquilla por las peras conferencia. Sin embargo, cuando conseguimos recoger elprimer fruto, y quise morderla nada más arrancarla de su rama, la piel era como un estropajo de esparto de los antiguos, una vez deshecha su carne un poco grumosa, aunque ciertamente dulce, siguió dando vueltas en mi boca. Tenía la sensación de que me estaba dando un fregado a la boca, raspándome los dientes  y la lengua. Me recordaba cuando mi madre me amenazaba de pequeña con lavarme la boca con esparto si me escuchaba decir una palabrota, aunque nunca llegó a hacerlo.
            Me acostumbre a estas frutas y estaban ricas de sabor, así que idee una forma de aprovechar su piel y el corazón dada su característica de dura y rasposa, no se me ocurrió mejor forma de hacerlo que usándola como exfoliante, que en realidad era como pasarse una luffa por el cuerpo, consiguiendo arrastras con el frote todas las células muertas y dejarte, además de un agradable aroma en el cuerpo que perduraba después de la ducha, una epidermis suave e hidratada.
            No dio mal resultado el cambio, pues terminé aprovechando bien las nuevas peras, que cada año eran más hermosas. En compota y mermelada quedaba exquisitas, siempre y cuando se pelarán previamente para evitar la desagradable sensación estropajosa, pues al hervir se iba depositando el pellejo en los bordes de la cazuela y luego había que afanarse con el rascador de aluminio para conseguir volver a dejarla limpia.
            Ahora estoy pensando qué podría hacer con las pepitas.
Graziela

 


Esta Semana Santa no habrá procesiones, no podremos salir unos días a disfrutar del mar o visitar a familiares y amigos en otras provincias, aunque hay más posibilidades y ofertas de ocio. El domingo podéis aprovechar y asistir a la inauguración de la exposición "VIDA Y COLOR", organizada por la Asociación Nacional de Artistas Carmen Holgueras, en la que participo con uno de mis cuadros.

Permanecerá hasta el día 14 de abril, en horario de 17,00 a 21,00 h. de lunes a domingo, en la Galería de Arte EKA & MOOR,  calle Bretón de los Herreros, 56. 28003-Madrid.

Graziela

 


CARRETERA SECUNDARIA

            Al poco tiempo de tomar la desviación a la carretera secundaría noté que el coche no iba bien. Hacía poco que lo tenía. Quité la música para escuchar el ruido del motor. Al pisar el acelerador a fondo no recuperaba velocidad. Estaba atardeciendo cuando de pronto, con un estertor, se detuvo. Gracias a la fuerza de la inercia pude dejarlo en la cuneta, justo en el mojón del kilometro 113. Salí del coche y miré a ambos lados de la carretera, solo había campo. No pasaba ningún vehículo. Estaba sola en medio de la nada. Esperé un poco, empezaba a refrescar y se iban perdiendo los contornos de los árboles cuando divisé una luz a lo lejos. Cogí la bolsa, cerré el coche y me encaminé hacia allí.
            Los muros tenían desconchones y algunas baldosas del porche estaban sueltas. Dentro se escuchaba una radio. Llamé a la puerta pero nadie me abrió. Insistí sin éxito. Un gato negro, bien alimentado, se acercó maullando. Rodee la casa y el perfume de las aromáticas del jardín me fue acompañando, con el gato siguiéndome de cerca. La puerta de la cocina estaba abierta.
            –Oiga, ¿Hay alguien?
            Al entrar vi una anciana dormitando en una mecedora; me envolvió un delicioso aroma a canela. La abuela abrió los ojos y me miró con atención, sin sorpresa.
            –Así que se te ha estropeado el coche. Menos mal que has podido llegar hasta aquí, aunque con esos tacones… Estarás molida; siéntate.
            –No quisiera molestarla. ¿Podría utilizar su teléfono? Aquí no hay cobertura.
            –Hija, no es molestia. He hecho gallegas, tenía el barrunto de que hoy vendría alguien. Hace mucho que nadie me visita.
            La señora dijo que no me preocupara, su nieto pasaría por allí en un rato y podría acercarme al pueblo, además se ocuparía del coche. Me ofreció una taza de té mientras esperábamos. Le dije que me costaba conciliar el sueño y tenía que evitarlo. Ella sonrió enseñando más encías que dientes. Me preparó una infusión de hierbas que recolectaba la noche de San Juan, según explicó. Sentí aprensión al probar el brebaje sin saber qué contenía, aunque estaba rico y las galletas que sacó del horno buenísimas.
            –A mí me gusta vivir aquí, sola, con mi Arcano. -El gato, al escuchar su nombre, de un salto se acomodó en su regazo y empezó a ronronear mientras las manos sarmentosas le acariciaban- Así estoy lejos de la gente, de sus cotilleos y habladurías.
            –¿No tiene miedo? Esto está aislado.
            La anciana volvió a enseñarme su boca mellada y ni contestó.
            Por fin llegó el nieto. Un chico con aire enfermizo. Al verme allí sentada me pareció que cruzaba una mirada de complicidad con su abuela.
            Le dije que necesitaba un teléfono para llamar al seguro. Él se ofreció para ocuparsede todo, solo tenía que darle los datos y las llaves. Me dejaría en la pensión del pueblo, que allí había teléfono. Después recogería el coche y lo llevaría al taller. Lo tendrían listo por la mañana,  y podría seguir viaje. Me quedé perpleja.
            Agradecí a la anciana su ayuda y vi cómo antes de despedirnos le guiñaba un ojo al chico. Estaba empezando a inquietarme.
            El pueblo era anodino, parecía muerto. La dueña de la pensión me  esperaba y algo en ella me resultó familiar. Tenía la misma mirada de agua que la anciana de la casa solitaria. Me llevó a mi habitación y quedó en subirme un bocadillo y un refresco.
            Por la mañana avisaría que debido a una avería mecánica llegaría más tarde a la reunión. Después empecé a preocuparme, no recordaba haberle dicho al chico en qué punto de la carretera me había quedado tirada. Bajé para avisarle. La madera de las escaleras crujía a cada paso, las luces estaban apagadas y no encontré a nadie. Era todo un tanto siniestro. Estaba agotada y con los pies como botijos. Me tumbé en la cama y fui repasando mentalmente lo ocurrido. ¿Y si me roban el coche? Le había dado las llaves. Nadie sabía que estaba allí. Ni siquiera conocía el nombre de aquel maldito pueblo al que no llegaba ni internet.
            Me despertaron las campanadas de la iglesia. Eran las once. Seguía vestida y no había avisado de que llegaría tarde. Hacía años que no dormía más de nueve horas seguidas, y eso que me acosté preocupada. Me di una ducha rápida y bajé. Las llaves del coche y las facturas estaban sobre una mesa.
            No había nadie a la vista. La calle también estaba desierta.
            El coche iba como la seda. Paré a tomar un café y repostar. El gasolinero me preguntó qué tal me funcionaba. Le dije que muy bien, aunque me había dejado tirada a pocos kilómetros de allí.
            –En el 113, como si lo viera…
            Debió notar mi desconcierto y añadió:
            –Esa bruja no sabe qué hacer para dar trabajo a su familia.
            Quise preguntarle, saber más, en ese momento entró otro cliente, yo tenía prisa y me marché. No podía quitarme de la cabeza a la anciana, aún así, el resto de trayecto se me pasó sin sentir.
            Curiosamente, llegué antes de la hora prevista a mi reunión, como si nada hubiera ocurrido.