Graziela

 


CARRETERA SECUNDARIA

            Al poco tiempo de tomar la desviación a la carretera secundaría noté que el coche no iba bien. Hacía poco que lo tenía. Quité la música para escuchar el ruido del motor. Al pisar el acelerador a fondo no recuperaba velocidad. Estaba atardeciendo cuando de pronto, con un estertor, se detuvo. Gracias a la fuerza de la inercia pude dejarlo en la cuneta, justo en el mojón del kilometro 113. Salí del coche y miré a ambos lados de la carretera, solo había campo. No pasaba ningún vehículo. Estaba sola en medio de la nada. Esperé un poco, empezaba a refrescar y se iban perdiendo los contornos de los árboles cuando divisé una luz a lo lejos. Cogí la bolsa, cerré el coche y me encaminé hacia allí.
            Los muros tenían desconchones y algunas baldosas del porche estaban sueltas. Dentro se escuchaba una radio. Llamé a la puerta pero nadie me abrió. Insistí sin éxito. Un gato negro, bien alimentado, se acercó maullando. Rodee la casa y el perfume de las aromáticas del jardín me fue acompañando, con el gato siguiéndome de cerca. La puerta de la cocina estaba abierta.
            –Oiga, ¿Hay alguien?
            Al entrar vi una anciana dormitando en una mecedora; me envolvió un delicioso aroma a canela. La abuela abrió los ojos y me miró con atención, sin sorpresa.
            –Así que se te ha estropeado el coche. Menos mal que has podido llegar hasta aquí, aunque con esos tacones… Estarás molida; siéntate.
            –No quisiera molestarla. ¿Podría utilizar su teléfono? Aquí no hay cobertura.
            –Hija, no es molestia. He hecho gallegas, tenía el barrunto de que hoy vendría alguien. Hace mucho que nadie me visita.
            La señora dijo que no me preocupara, su nieto pasaría por allí en un rato y podría acercarme al pueblo, además se ocuparía del coche. Me ofreció una taza de té mientras esperábamos. Le dije que me costaba conciliar el sueño y tenía que evitarlo. Ella sonrió enseñando más encías que dientes. Me preparó una infusión de hierbas que recolectaba la noche de San Juan, según explicó. Sentí aprensión al probar el brebaje sin saber qué contenía, aunque estaba rico y las galletas que sacó del horno buenísimas.
            –A mí me gusta vivir aquí, sola, con mi Arcano. -El gato, al escuchar su nombre, de un salto se acomodó en su regazo y empezó a ronronear mientras las manos sarmentosas le acariciaban- Así estoy lejos de la gente, de sus cotilleos y habladurías.
            –¿No tiene miedo? Esto está aislado.
            La anciana volvió a enseñarme su boca mellada y ni contestó.
            Por fin llegó el nieto. Un chico con aire enfermizo. Al verme allí sentada me pareció que cruzaba una mirada de complicidad con su abuela.
            Le dije que necesitaba un teléfono para llamar al seguro. Él se ofreció para ocuparsede todo, solo tenía que darle los datos y las llaves. Me dejaría en la pensión del pueblo, que allí había teléfono. Después recogería el coche y lo llevaría al taller. Lo tendrían listo por la mañana,  y podría seguir viaje. Me quedé perpleja.
            Agradecí a la anciana su ayuda y vi cómo antes de despedirnos le guiñaba un ojo al chico. Estaba empezando a inquietarme.
            El pueblo era anodino, parecía muerto. La dueña de la pensión me  esperaba y algo en ella me resultó familiar. Tenía la misma mirada de agua que la anciana de la casa solitaria. Me llevó a mi habitación y quedó en subirme un bocadillo y un refresco.
            Por la mañana avisaría que debido a una avería mecánica llegaría más tarde a la reunión. Después empecé a preocuparme, no recordaba haberle dicho al chico en qué punto de la carretera me había quedado tirada. Bajé para avisarle. La madera de las escaleras crujía a cada paso, las luces estaban apagadas y no encontré a nadie. Era todo un tanto siniestro. Estaba agotada y con los pies como botijos. Me tumbé en la cama y fui repasando mentalmente lo ocurrido. ¿Y si me roban el coche? Le había dado las llaves. Nadie sabía que estaba allí. Ni siquiera conocía el nombre de aquel maldito pueblo al que no llegaba ni internet.
            Me despertaron las campanadas de la iglesia. Eran las once. Seguía vestida y no había avisado de que llegaría tarde. Hacía años que no dormía más de nueve horas seguidas, y eso que me acosté preocupada. Me di una ducha rápida y bajé. Las llaves del coche y las facturas estaban sobre una mesa.
            No había nadie a la vista. La calle también estaba desierta.
            El coche iba como la seda. Paré a tomar un café y repostar. El gasolinero me preguntó qué tal me funcionaba. Le dije que muy bien, aunque me había dejado tirada a pocos kilómetros de allí.
            –En el 113, como si lo viera…
            Debió notar mi desconcierto y añadió:
            –Esa bruja no sabe qué hacer para dar trabajo a su familia.
            Quise preguntarle, saber más, en ese momento entró otro cliente, yo tenía prisa y me marché. No podía quitarme de la cabeza a la anciana, aún así, el resto de trayecto se me pasó sin sentir.
            Curiosamente, llegué antes de la hora prevista a mi reunión, como si nada hubiera ocurrido.