Graziela

 







UNA TARDE DE VERANO

            Recuerdo que de pronto, el cielo se tiñó de rojo. Un humo, denso y oscuro fue cubriendo todo con una pátina gris. Los pájaros dejaron de cantar y un extraño silencio se instalo en el aire. Era como esos días en los que la tormenta amenaza, sin llegar a llover y las nubes parecen a punto de estallar en cualquier momento. Olía a quemado y de vez en cuando una ventolera traía cenizas, sámaras muertas que jugueteaban con el viento antes de caer.

            Flax estaba nervioso, no paraba de correr y ladrar al cielo.

            La abuela rezaba el rosario sentada en el porche, como cada tarde, hablando entre dientes. Miraba al cielo, preocupada, temerosa de que el incendio se extendiera y llegara hasta la casa. Mamá se afanaba recogiendo la ropa tendida y se quejaba de que tendría que lavarla de nuevo. Mi hermano pequeño estaba eufórico, y se comportaba como siempre que algo le inquita; se puso muy pesado, no dejaba de preguntar.

            – ¿Y ahora que va a pasar? ¿Vendrán los bomberos? ¿Nos echarán de casa?

            – ¡Cállate Raúl! Que no nos dejas escuchar las noticias, a ver si la radio dice algo.

            – Mamá. ¿Se está acercando el fuego?

            – Ya te he dicho que el fuego está muy lejos, al otro lado del río, que no creo que haya peligro, tendremos que esperar. Aquí ni siquiera se oyen los coches de bomberos y solo vemos pasar las avionetas cargadas de agua de vez en cuando. Mira. Ahí viene otra.

            Yo me subí en la pilastra, por si veía algo al final de la cuesta. Nada.

            – Mamá, ven corriendo. Creo que he visto pasar un toro a la carrera por la otra calle.

            –No digas bobadas, sería un perro grande. Y ven aquí, bájate de tu atalaya de una vez y ayuda a la abuela a pelar patatas si queréis que haga una tortilla.

            Un poco después llamaron al timbre, era un hombre a caballo. Mi madre salió y nosotros con ella. Era el mayoral de la ganadería. El fuego estaba casi sofocado –dijo–, pero los animales asustados han salido de estampida, rompiendo la alambrada. Se han escapado dos. No salgan a la calle, son bravos y peligrosos.

            –Lo ves mamá. Yo he visto uno hace un rato por la calle que cruza.

            A mi madre le daban más miedo los toros que el fuego, así que nos encerramos en la casa.

            – Raúl ¡Que entres te he dicho!  

            –Hija, ten paciencia, el crio está nervioso. Anda, trae el parchís y vamos a echar una partida mientras llega tu padre.

            Estaba contando veinte después de comer una ficha a Raúl, cuando sonó un tremendo estrépito. ¡Casi se me sale el corazón! Mi madre dio un gritito. Se fue la luz y empezó a llover con fuerza. El olor petricor lo llenó todo. De pronto se abrió la puerta. Nos volvimos a asustar, era papá, que no le habíamos oído llegar.