Graziela

 


EN LOS CAJONES

             Abrí el primer cajón de la mesilla de noche, buscaba el termómetro, no me sentía muy bien y quería saber si tenía algo de fiebre. Sin mirar dentro, mis dedos no lo encontraron pegado al borde, donde siempre lo dejo. No pude evitar dedicarle un pensamiento poco cariñoso a mi marido, que nunca pone las cosas en su sitio. De mala gana abrí del todo el cajón. Me llamó la atención una pequeña caja, con su cinta, perfectamente cerrada y una tarjeta diminuta de Bienvenida atada a la misma, con el logo de Paradores, Carmona. Sevilla”. Sonreí y la desenvolví con mimo, como si fuera un regalo nuevo. Contenía el capullo seco de una rosa roja y un pedacito de algodón. Eran recuerdos de la luna de miel. Los campos se extendían a ambos lados de la carretera, como colchas de lunares blancos, nunca los había visto, me encantaron. Manuel detuvo el coche,  y me cogió una flor, de la que solo queda este trocito de algodón que cada vez está más deslucido.

            ¡Madre mía, treinta años! Me parece increíble, y que nos sigamos llevando bastante bien más increíble todavía, pues hemos compartido mucho en todo este tiempo y no siempre avanzando en la misma dirección. Es lo que tiene el amor... pensé.

            Volví a envolverlo y lo dejé en su sitio.

            Me llegó el olor del guiso, me levanté rápido y al ver el reloj me di cuenta de que aún tenía que terminar de hacer las albóndigas.

            Fui incapaz de encontrar mi pela-patatas (cada uno tenemos el nuestro) en el cajón de la cocina, que más que uno de sastre, es un desastre en sí mismo. Allí guardo los cubiertos de cocina, utensilios varios, y, en dos cajitas al fondo, las gomas de las hueveras y espárragos, los corchos, algún cordel, tapones, etc... Sin darme cuenta empecé a sacar cosas, las iba extendiendo en la encimera: espátulas, cucharas, tenedores, tijera, cuchillos pequeños, los de untar mantequilla, el aparato de quitar el corazón a las manzanas, También la cuchara de la miel, el funderelele, el pelador de tomates, y esa pala de madera diminuta, como las grandes que usaban en las tiendas de ultramarinos para coger la legumbre y ahora tienes en algunos para los frutos secos. Era de madera de olivo y perteneció a mi madre, que le encantaban las cosas pequeñas y como todas lo sabíamos mi hermana se la trajo de Mallorca, aunque no tuviera utilidad alguna, pues nunca la vi usarla. Me dio pena tirarla cuando mamá murió, desde entonces  habita en el cajón de mi cocina, sin utilizarla para nada, es un pequeño recuerdo que me acerca a su esencia.

            Bueno, ya que tenía todo fuera limpié el fondo, donde inevitablemente se van acumulando migas, polvo. Tiré algunas cosas y volví a guardar el resto. Puse la palita al final.

            Cuando escuché que se abría la puerta ya era tarde para preparar patatas o hacer arroz. .

            –Hola cariño. ¡Qué pronto has llegado hoy!

            – Como siempre. ¿Qué te pasa? Tienes mala cara.

            –Nada, No me encontraba muy bien esta mañana, creía que tenía fiebre… Aunque ya me siento mejor. Me he liado con tonterías, ordenando el cajón. Así que aún no he terminado de hacer la comida.

            –Pues si quieres podemos ir a comer al de la esquina, he visto que hoy tienen migas y huevos con jamón. Hace un día precioso y no había mucha gente en la terraza. Anda, ponte los zapatos y nos vamos.

           

 

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