No
me gusta nada la lluvia, tal vez sea porque me recuerda que cuando
era pequeña si llovía no nos dejaban salir al patio del colegio y
no podíamos jugar en la calle; sin embargo y curiosamente no me
importa mojarme, es más, prefiero mojarme ante que llevar paraguas.
Odio los paraguas. Gracias a los gorros de agua, los chubasqueros y
las gabardinas con capucha puedo prescindir de ellos.
Hay
gente a la que le encantan los paraguas, como mi tía Herminia, que
era bastante rarita, y se dedicaba a coleccionarlos; si perdía
alguno se llevaba un disgusto tremendo y rápidamente procuraba
comprarse otro igual o parecido para sustituirlo.
Es
curioso, cuando pienso en aquel día no puedo por menos que
sonreír. Estaba
casi desesperada, no vivía entonces el mejor momento de mi vida, al
contrario, acababa de suspender la oposición que llevaba dos años
preparando y mi novio me había dejado; el mundo se me venía encima.
Con poca esperanza y
arrastrando esa pesada sensación de desaliento que me hacía pensar
que había perdido dos años de mi vida, me presenté a una
entrevista de trabajo. No era nada especial, además, estaba convencida de que no conseguiría el puesto, pero algo tenía
que hacer, era la única empresa que había respondido a mi carta de
presentación, mostrándose interesada en mi currículo.
Para
colmo de males amaneció nublado, con un cielo amenazante como humo denso. Al tomar el autobús lamenté no haber cogido el maldito
paraguas, pues daría muy mala impresión presentarse a solicitar un
puesto de trabajo con la ropa chorreando y los zapatos haciendo "plof" a cada paso por la mullida moqueta. Menudo corte, ese sí que sería
un mal comienzo, así que pasé el resto del trayecto rogando para
que el cielo no descargara sobre mi toda su ira en forma de aguacero,
al menos hasta que no saliera de la entrevista, después ya me daba
igual.
Estaba
nerviosa, distraídamente cogí el periódico que descansaba en el
asiento contiguo, para echarle una ojeada mientras llegaba a mi parada.
¡Menuda
sorpresa!, bajo el diario había un paraguas, uno de esos pequeños
que se pliegan y caben en el bolso; parecía en buen estado. ¿Quién
habría podido olvidarlo? Me acorde de mi tía Herminia y me invadió
una oleada de tristeza.
Al
oír el repiqueteo miré por la ventanilla. Había comenzado a llover
y lo hacía con saña. Lamenté
mi suerte y agradecí el hallazgo. Así es como me vi obligada a
quedarme con algo que no era mío, muy en contra de mis principios.
Aquel
paraguas no tenía nada de especial, sin embargo, cuando lo abrí al
bajar del autobús fue como si el día se hubiera aclarado un poco,
como si todo fuera más luminoso. Tal vez se debía a los vivos
colores de su alegre estampado. No eran exactamente flores, parecían
manchas, como aguadas de acuarela.
Por
una vez en mi vida me alegré de poder protegerme bajo su tela. Al
llegar a mi cita me sentía algo más animada que cuando salí de
casa.
El
señor que me recibió parecía agradable, había algo en su rostro
que trasmitía tranquilidad. Aquello no parecía una entrevista de trabajo; en ningún momento me sentí intimidada, ni examinada. Con
tono distendido me iba preguntando por mi formación, las practicas,
la experiencia laboral, mis aficiones, mis inquietudes... No sé,
pero aquello me fui serenando, conseguí sin darme cuenta olvidar los nervios que hacía solo unos
minutos me atenazaban el estómago.
Contra mi agorero pronóstico, conseguí el puesto. Al llegar a casa me dio por
pensar que el paraguas había tenido algo que ver, influyó positivamente en mi estado de animo nada más abrirlo y resguardarme debajo.
A
partir del aquel momento mi odio hacia el extraño complemento se fue
aminorando hasta casi desaparecer y en cuanto el cielo estaba nublado
no dudaba en incluirlo en el contenido de mi abultado bolso.
También
amenazaba lluvia cuando le conocí. Intentaba inútilmente abrir
el paraguas que parecía atascado y se negaba tozudamente a desplegar
su universo de colores a mí alrededor, cuando de pronto, cedió a mi
forcejeo y se estampó en la espalda del apuesto hombre que cruzaba
delante de mí. Le conocía de vista, trabajaba en el mismo edificio
que yo y me sentí muy azorada por el encontronazo; atropelladamente,
con mucho apuro intenté disculparme mientras notaba como me ardía
el rostro de vergüenza. A él todo aquello parecía divertirle y
aprovechó la ocasión para invitarme a un café. No tardamos mucho
en empezar a salir y terminamos casándonos.
Estoy muy contenta
con mi vida y en general soy una mujer feliz.
De todo eso hace ya
mucho tiempo, durante el cual el paraguas de la suerte, como yo lo
llamo, ha seguido conmigo y continúa en buen estado de uso, aunque
sus colores no resulten tan brillantes.
Ahora estoy
convencida de que nadie lo perdió o lo olvidó, sino que
intencionadamente lo dejó bajo aquel diario para que yo lo
encontrara y pudiera utilizarlo en un momento que tan útil me
resultó. Creo que ya es hora de dejar que otro pueda disfrutar
también de la fortuna que le acompaña, así que hoy, aprovechando
los nubarrones que cubren el cielo, cuando lleve a la niña al
parque he decidido olvidarlo en un banco del Retiro, para que siga
haciendo su labor con alguien que lo necesite más que yo.