Esperaba
ansioso que cayera la tarde. Ver desde la ventana el ocaso, esa hora
triste en la que los días languidecen ya sin fuerza, para morir
lentamente. Observaba el ajetreo del puerto desde mi ventana, y me
servia una copa de vino tras otras. No bebía para olvidar, al
contrario. Apuraba esas tres copas con la que me sentía capaz de
afrontar mi pasado, de recordar los momentos en los que la tuve, en
los que con ella gocé. Después con la mirada perdida en el
horizonte, que se desdibujaba al caer la noche, sabía que nunca más
la tendría. Así con cada anochecer la volvía a perder para siempre
entre la bruma.
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