ANTES DE LAS LLUVIAS.
La primera vez que Oxíe vio a aquel extranjero fue sobre el puente, fotografiando las barcas atracadas, alineadas frente al hotel. El embarcadero estaba concurrido, y ella ayudaba a su madre a colocar una sombrilla para que el fuerte sol de la mañana no molestara a los turistas en su paseo por los canales. No sabía porqué le llamó la atención aquel hombre corpulento con un sombrero blanco y bermudas verdes. Cuando pasaron cerca de él, pudo observar que su rostro quedaba medio oculto entre las gafas oscuras y la barba de gamba; le chocó el color de su piel, le pareció crudo y como si hubiera tomado el sol bajo un tamiz.
Al regresar en busca de otro cliente, él esperaba. Había más embarcaciones, pero se acercó a la madre para acordar precio, sin dejar de mirar a la cría. Se acomodó en el asiento del centro. Durante todo el día le llevaron de acá para allá por los canales y él no paró de fotografiarlo todo. También estuvieron en el mercado flotante; allí las a comer deliciosos pastelitos de pescado con brotes de soja, y de carne con salsa de especias que perfumaban el aire con un inigualable aroma. Cuando le dejaron en el hotel ya había comenzado a anochecer. Antes de despedirse, su madre estuvo hablando con él.
Hoy hemos tenido suerte con éste –le comentó a Oxíe, de camino a su cabaña- Nos ha contratado para tres días, podemos estar tranquilas, con trabajo asegurado.
Cada día realizaban la obligada visita al mercado flotante. Marc, que así se llamaba el extranjero, las invitaba a comer lo que prefirieran mientras el quería probarlo todo; tenía un apetito voraz. Su madre, con un inglés chapurreado y la extraña pronunciación que le permitía su boca medio desdentada, se entendía como podía con él. Así supieron que procedía de lejanas tierras donde los días eran cortos y casi siempre fríos. Después de los paseos en barco quiso contratar a Oxíe para que le acompañara por la ciudad. Su madre no puso ninguna objeción, era una oportunidad, el hombre pagaba bien y era amable.
A veces, cuando paseaban por la calle, él pasaba su brazo de lichi sobre los hombros de la chiquilla, y ella sentía ganas de zafarse al notar su piel velluda; pero no se movía ni decía nada, no quería disgustarle.
Un día especialmente caluroso él se encontraba cansado, regresaron al hotel y la invitó a subir a su cuarto; allí se estaba fresco. Le ofreció una bebida y conectó la televisión, mientras tomaba una ducha. La muchacha era curiosa y aunque estaba desconcertada, sola en la habitación de un hombre, se tomó su refresco tranquilamente disfrutando del programa aunque no entendía el idioma. Cuando Marc salió con una toalla enrollada alrededor de la cintura Oxíe quiso marcharse, pero la retuvo tomándola de la mano y la hizo sentarse de nuevo para mostrarle algunas de las fotos que había hecho, y no paraba de acariciarle el fino cabello, dejando que los mechones brunos se deslizaran entre sus dedos como el agua. Ella encogía los hombros y cerraba los ojos ante el roce de aquellas enormes manos, las caricias le producían escalofríos. La besó en la cabeza antes de que se marchara y ella suspiro aliviada al salir de allí.
El último día, de nuevo la humedad y el calor les hicieron regresar temprano, en la calle costaba respirar. Marc quiso que ella se probara los vestidos que había adquirido en el gran mercado flotante y a ella no pareció importarle; verse con aquellas ropas que nunca podría permitirse comprar, le hacía ilusión. Le sugirió que antes se diera un baño, preparó la bañera con gel y también le indicó la forma de cerrar la puerta por dentro, para que nadie pudiera entrar. La cría se tranquilizó al saberse segura y tomó su primer baño de agua caliente, como sopa de miso, dejando que la espuma acariciara su cuerpo.
Salió con un fino vestido de seda puesto. Él estaba tumbado en la cama y la hizo sentarse a su lado. Sus ojos de cielo claro brillaban cuando la contempló y alisó unas pequeñas arrugas de la tela sobre las estrechas caderas de la muchacha. El color pomelo destacaba el tono cetrino de su delicada piel. Le hizo unas fotos y luego se aproximó a ella acariciando sus pequeños pies. No hablaba, estaba pensativo, como ausente. Oxíe no se encontraba cómoda, comenzó a inquietarse cuando la besó.
– Tengo que visitar otras ciudades, en dos o tres semanas regresaré antes de volver a mi país -dijo March-. Pequeña, ¿Por qué no vienes conmigo?
La chiquilla hizo que no entendía. Desconcertada y agobiada volvió deprisa al baño, se puso su ropa, cogió su dinero de la mesilla y salió corriendo.
Nunca había visto un billete como aquel. Cuando se lo entregó a su madre, ésta la miró sorprendida y desconfiada, no parecía muy contenta.
Son muchos dólares –dijo – podremos comprar con ellos la barca que alquilamos y aún nos sobrará algo.
Hacía casi un mes que Marc se había marchado. Pronto llegarían las lluvias y los extranjeros dejarían de visitar el país, cada día era más difícil conseguir algún viajero, había demasiada competencia.
Cuando Oxíe ya estaba cansada de buscarle entre la gente y pensaba que nunca volvería, apareció. Se miraron largamente y sonrieron, pero él sólo quiso hablar con su madre, que salió de la barca y le acompañó. Medía hora después regresó con el ceño fruncido, no quiso decir a su hija lo qué le contó el extranjero.
Aquella noche sus padres discutieron. Unas semanas después su madre preparó un pequeño ato con las escasas pertenencias de la mayor de sus siete hijos, Oxíe que pronto cumpliría doce años, y le dijo que se tenía que marchar con Marc a su país.
Ahora, dos años después, mientras Oxíe acaricia su abultada barriga, contempla la foto de las barcas que Marc nunca ha querido vender y los recuerdos vuelven a su memoria.
Por desgracia hay países en los que la predestinación
parece inevitable.
Javier
Como es posible que en un relato tan corto se pueda leer tanto y tan detallado, de verdad que no te ha podido quedar mejor, me gusta mucho y me entristece, un trabajo muy bien realizado.